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No estaba disfrazado, y muchos se habrían sorprendido al ver que esta figura erguida, baja, fuerte y de hombros cuadrados pudiera convertirse tan fácilmente, mediante el maquillaje, en el hombre encorvado, calvo y ojeroso que normalmente se identificaba con ese nombre: el Profesor de matemáticas que se había convertido, el mundo daba crédito de ello, en el más peligroso criminal científico de esta época: un auténtico Napoleón del crimen.

También era difícil creer que fuera el fornido y pelirrojo Sir James Madis, o el poderoso francés de aspecto distinguido, Jacques Meunier.

Pero todos ellos no eran sino una sola persona: viviendo, junto a muchos otros pseudónimos y personalidades físicas, dentro de la astuta mente y del hábil cuerpo de James Moriarty, el más joven de los tres hermanos Moriarty, conocido por los criminales de toda Europa como el Profesor. [2]

La cubierta de madera se movió ligeramente bajo sus pies, ya que el timonel que se encontraba sobre el puente alteró el curso en uno o dos puntos. Moriarty reflexionó que él también alteraría una o dos vidas cuando regresara a suelo británico.

Es verdad que todo sucedió antes de lo que había pensado. En otro año habría visto doblada su riqueza, aunque realmente no podía quejarse, porque ya había cuadruplicado la cantidad que tomó de sus cuentas bancarias en Inglaterra y Europa. Primero con la Compañía Madis en Nueva York y, más tarde, entre los canallas de San Francisco.

Aspiró de nuevo otra bocanada de aire, saboreando la humedad de forma casi sensual. Durante este último período, su segundo exilio desde el asunto Reichenbach del 91, anhelaba Inglaterra, y especialmente Londres, con sus olores a humo y hollín; el ruido de los coches, las voces de los niños vendedores de periódicos y de los comerciantes callejeros, el sonido de la lengua inglesa tal como él la conocía: el argot de su gente, la gente de su banda.

Sin embargo, el tiempo que pasó fuera bien mereció la pena. Dirigió su mirada firmemente a lo largo del horizonte y contempló el mar. De algún modo se concebía a sí mismo como una criatura de las profundidades: quizá un tiburón, enorme y silencioso, al acecho.

Un sentimiento de ira recorrió su cuerpo cuando consideró la forma en que lo habían tratado… esos cuatro señores europeos del crimen con los que tan amablemente se reunió en Londres hacía dos años y medio.

Habían venido por orden suya -Scheifstein, el alto alemán; Grisombre, el francés que andaba como un maestro en el baile; el vigoroso italiano, Sanzionare; y el tranquilo y siniestro español, Esteban Segorbe-. Incluso le ofrecieron regalos, le cortejaron e impulsaron su sueño de crear una gran red europea de actividad criminal. Más tarde, debido a un pequeño error por su parte -y el trabajo del infeliz Crow- todo cambió con rapidez. Sólo unas semanas después se comprometieron a fomentar el caos para sus propios intereses particulares, y le habían rechazado.

En realidad Grisombre le ayudó a salir de Inglaterra, pero poco tiempo antes el francés puso en claro que ni él, ni sus socios de Alemania, Italia y España, estaban preparados para esconderle o aceptar su autoridad.

Por tanto, el sueño había terminado. Les había hecho mucho bien, pensó James Moriarty, ya que toda la información que había recibido desde entonces fue una triste historia de luchas y disputas sin ningún control central.

El plan tomó forma mientras Moriarty estaba forjándose una nueva fortuna como Sir James Madis en Nueva York y Jacques Meunier en San Francisco. Habría sido muy fácil volver, restablecerse a sí mismo en Londres y luego preparar de forma discreta y pulcra cuatro asesinatos simultáneos en París, Roma, Berlín y Madrid. A continuación, y muy fácilmente, despachar a Crow con una bala y al entrometido Sherlock Holmes con un cuchillo, ya que Moriarty pensaba desde hace tiempo que su triunfo final dependía del fallecimiento de Holmes. Pero eso sería una torpe retribución.

Existía un modo mejor. Más astuto y cauteloso. Necesitaba al cuarteto de los secuaces europeos si quería permanecer a caballo entre el hampa occidental. De esta forma ellos tendrían que demostrar, con humillante claridad, que él era el único y auténtico genio criminal. Con cuidado y dedicación saldría adelante el intrincado complot. Y además poseía otros planes, no encaminados a la eliminación de Crow y Holmes, sino para su descrédito ante los ojos del mundo. Sonrió para sí mismo. Esos dos símbolos de la autoridad establecida recibirían su castigo y la ironía estaba en que cada uno se vendría abajo a través de los defectos de su propio carácter.

Pasando la mano enguantada por su abundante melena, Moriarty se marchó de la borda y regresó relajadamente hacia su camarote situado sobre la cubierta de botes. Spear estaba esperándole.

La mayoría de las tardes después de comer -ya que comían a las cuatro en punto sobre cubierta- el lugarteniente de Moriarty se dirigía desde su camarote de tercera clase y entraba sin llamar la atención en las estancias de su maestro. Ahora estaba esperando junto a la litera del Profesor, un hombre fornido y pesado con la nariz rota y un semblante que podría incluso resultar agradable si no fuera por la cicatriz que, a modo de rayo, bajaba por su mejilla derecha.

– Me entretuve un rato en la cubierta de paseo, Spear. Ayúdame a quitarme el abrigo. ¿No te vio nadie? -la voz de Moriarty era totalmente imponente, pero con un tono suave, casi educado.

– Jamás me observa nadie, a no ser que yo lo desee. Eso ya debería saberlo, Profesor. ¿Va todo bien?

– No me importaría detener este condenado barco bajo mis pies.

Spear sonrió brevemente.

– Podría ser todavía peor. La cárcel puede ser peor, se lo aseguro.

– Bien, debería saberlo, Spear, debería saberlo. Me alegra afirmar que jamás tuve trato íntimo con la rutina.

– No, no es probable. Si alguna vez le ponen las manos encima todo se le vendría abajo.

Moriarty sonrió ligeramente.

– No hay ninguna duda, y lo mismo en relación a ti -dejó a un lado su abrigo-. Y ahora otra cosa, ¿está Bridget bien? -parecía un propietario que se interesa por sus inquilinos.

– Está igual. Enferma como una gata desde Nueva York.

– Pronto pasará. Es una buena chica, Spear. Espero que seas atento con ella.

– La tengo engatusada -se rió de modo inexperto-. Algunos días piensa que se está muriendo, y algo debe haber en sus entrañas. El olor allí abajo podría ser más dulce. De cualquier modo, esta noche la he mimado adecuadamente.

– Sí, mi amigo, el matrimonio es algo más que cuatro piernas desnudas en una cama.

– Puede ser-observó el magullado Spear-. Pero cuando te pican las nalgas, conviene rascarse.

El Profesor sonrió con indulgencia.

– ¿Has observado a Lee Chow durante los últimos dos días? -preguntó cambiando bruscamente el curso de la conversación.

Moriarty estaba viajando en primera clase bajo el nombre falso de Cari Nicol, con unas cartas de presentación que decían que era un profesor de derecho de alguna olvidada universidad de la zona medioccidental de América. Spear y su mujer viajaban en tercera clase y daban la impresión de no tener ninguna relación con el líder. Lee Chow se encontraba en la más desventurada de las situaciones, ya que se le obligó a enrolarse como miembro de la tripulación durante el tiempo del viaje.

Spear sonrió entre dientes.

– Ayer le vi fregando en la cubierta de popa y tenía un aspecto tan miserable como una rata en un barril de brea. Un auténtico hijo de un cocinero de mar: parecía uno de los piratas de Stevenson. ¿Recuerda que nos leyó ese libro, Profesor? Bien, me pareció muy divertido, y si cogiera papel y pluma le compararía con Black Spot…

– No haré ese tipo de comparaciones tontas -Moriarty contestó con brusquedad-. Black Spot se merece todo, pero es una mala broma para nosotros.

Spear miró tímidamente a sus pies. Atormentar a Lee Chow era para él casi como un hobby. Les envolvió un silencio durante varios segundos.

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[2] La descripción detallada de cómo y por qué James Moriarty el joven tomó la apariencia de su hermano académico y perfeccionó este increíble disfraz, está escrito en mi crónica anterior. Sin embargo, en la publicación del primer volumen de estas memorias, había cierto número (afortunadamente sólo un puñado) de personas incultas que rechazaron la idea de la existencia de los tres hermanos Moriarty, todos con el nombre de James. Para todos aquellos que no se han tomado la molestia de leer, ni señalar o aprender de las crónicas magistrales del doctor John H. Watson referentes a su mentor, el señor Sherlock Holmes, reuniré brevemente los hechos y conclusiones, que pueden encontrarse en la sección archivos de baker street.