Al día siguiente, un cuarto de hora antes de las dos, Segorbe estaba preparado esperando el coche, que llegó rápidamente con Terremant en el pequeño asiento elevado del cochero en la parte posterior.
Terremant se bajó y, tratando con gran deferencia al visitante español, le ayudó a entrar en el coche antes de volver a su asiento y avivar a los caballos en dirección a Edgware Road.
South Wharf Road se extiende -como en la actualidad- diagonalmente entre Praed Street y la Great Western Terminus de Paddington, y se llamaba así porque terminaba directamente en la dársena de Paddington del Grand Junction Canal. La mayoría de sus casas eran tristes, con cargadores, gabarreros y hombres de la compañía de ferrocarril. No era una calle en la que uno viviría permanentemente, pero sí por la que uno pasaba; la casa relámpago que el Profesor había señalado como lugar del encuentro era una guarida favorita de pequeños peristas, hombres que robaban en los carruajes y coches de alquiler, y de aquéllos que atacaban los cargamentos del canal, por no mencionar los carteristas que actuaban entre la muchedumbre de la estación de ferrocarril.
La tarde anterior, el propietario de este sórdido limbo -un tal Davey Tester- había recibido la visita de Bert Spear. El dinero cambió de manos y, a mediodía del lunes, el propietario había corrido la voz de que iba a cerrar durante el resto del día.
A la una llegaron cuatro de los matones de Terremant para cerciorarse de que ningún maleante permanecía dentro de los confines de este pequeño mesón de cinco habitaciones. En el exterior, sin ser vistos, los informadores estaban reunidos, colocándose en lugares estratégicos en las puertas de entrada y en otros edificios cercanos, ya que la casa en cuestión estaba colocada en una posición perfecta, con una vista clara desde South Wharf Road y Praed Street, así como desde la estación de tren.
Un poco antes de las dos menos cuarto llegaron un par de coches desde Edgware Road y cuatro matones saltaron sobre la acera, antes de que los caballos se hubieran detenido, para ver si el camino estaba despejado. Solamente cuando se aseguraron de que todo estaba en orden, permitieron a los pasajeros bajar y entrar rápidamente en el edificio.
En el extremo de Edgware Road, Harkness avanzó lentamente con el cabriolé privado del Profesor hacia el denso tráfico. Delante de él podía ver a Terremant girando su coche desde Upper George Street, atravesando la corriente de coches y omnibuses y metiéndose en el flujo que se dirigía hacia Paddington. Moriarty también lo observó, desde la parte posterior del coche, y asintió con satisfacción. Segorbe estaría convencido dentro de una hora.
A las dos en punto, el coche de Terremant se encontraba delante de la casa en la parte superior de South Wharf Road, desde donde se hizo pasar a Segorbe. Los matones guardaban las puertas. Cinco minutos más tarde, Harkness hizo parar el coche del Profesor, y Terremant, que estaba esperando al lado de su caballo, corrió para ayudarle.
En el interior, en la pequeña y estrecha habitación que servía como salón, los cuatro continentales se daban la bienvenida unos a otros con esa especie de reserva que los criminales de todo el mundo utilizan cuando se reúnen otra vez después de una larga ausencia.
Estaban en ese momento ocupando sus sitios, alrededor de una robusta mesa de madera, cuando el Profesor entró tranquilamente en la habitación. Segorbe estaba de espaldas a la puerta y se volvió con una rápida sorpresa al saludo de Moriarty.
– Muy buenas, Segorbe. Me alegro mucho de que pudiera venir.
La mano del español se precipitó hacia su cinturón cuando se volvió, con la daga toledana de acero a medio sacar en el momento en que Schleifstein sujetó su muñeca.
– Eso no es necesario, Esteban -sonrió Moriarty-. Todos los que estamos aquí somos buenos amigos. Igual que en el 94, cuando formamos por primera vez la alianza.
– Usted renunció a la alianza -dijo Esteban Segorbe tomando aire ligeramente y mostrando un diminuto destello de inquietud en los ojos.
– No. Me forzaron a renunciar. Ahora deseo que las cosas vuelvan a su status quo.
Segorbe miró alrededor, examinando las caras de los demás líderes.
– Él fracasó. Nosotros acordamos que ese fallo en un líder no podía pasarse por alto.
– No escogieron un nuevo líder, querido amigo -la sonrisa de Moriarty permanecía invariable y sin nada de calidez.
– Nos reunimos -Segorbe era igual de frío-. Nos reunimos y discutimos todo el proyecto. Nuestra decisión fue unánime.
– No hubo ninguna decisión -el labio del Profesor se curvó con enfado-. Lo único que sucedió fue que usted ocasionalmente hizo algún servicio a los demás. Permitió que la situación aquí, en Londres, una de las principales capitales criminales del mundo, se hiciera pedazos. Era un territorio libre. No sé qué hizo usted, Segorbe, pero al menos Grisombre y Schleifstein cazaron en mi reserva de Londres. Mi oferta ahora es muy simple. Volver a nuestra antigua alianza, conmigo a la cabeza. He probado mi valía. Pregúnteles a ellos.
– Nos ridiculizó a todos. Es verdad -Grisombre habló sin rabia ni emoción.
– No responde al Profesor, Esteban. Nos atrapó a todos con nuestros propios juegos y ha dejado fuera de acción al más peligroso detective del Cuerpo de la Policía Metropolitana. Lo ha desacreditado -susurró Schleifstein.
Sanzionare asintió con la cabeza:
– Juntos podremos prosperar como nunca lo habíamos hecho.
Segorbe no estaba convencido.
– ¿Recuerda nuestros antiguos esquemas? -Moriarty se acercó a la mesa, ocupando su asiento en la cabecera-. Les aconsejo a todos que trabajemos juntos por el caos en Europa. Con el caos nuestros objetivos se obtendrán con mucha más facilidad. Y no olviden mi otro aviso. Las fuerzas de policía de todo el mundo son cada vez más eficientes. Debemos combatirlas con nuestra alianza.
Segorbe no dijo nada durante un minuto.
– Caballeros, yo tengo mi propia sociedad en España. La policía no me molesta demasiado y toda mi gente vive bien. Están contentos. Es verdad que hay algunas ventajas al trabajar juntos, pero yo no confío en sus motivos, Profesor Moriarty. No estoy seguro de que la población criminal de Europa unida bajo su absoluto liderazgo sea necesariamente algo bueno. A largo plazo, significa compartir un mercado común si usted lo prefiere. Los países pasan por períodos de prosperidad y pobreza. Mi opinión es, con la debida reflexión, que cuanto más pobre es un país, más tendría que regalar para la causa común -hizo un gesto elocuente con ambas manos-. Podría ser que los países ricos se hicieran cada vez más ricos por el simple saqueo de sus parientes pobres. Los parientes pobres podrían incluso ser desechados por inservibles.
Moriarty se encogió de hombros.
– Mi opinión es que los más ricos deberían ayudar a aquéllos que no están tan bien abastecidos.
– Conozco a mi gente -dijo Segorbe firmemente-. Cuando nos reunimos para formar la alianza en el 94, pensé que merecía la pena. Ahora no estoy tan seguro, sobre todo si volvemos con un líder que ya hemos encontrado deficiente.
– No permitiré ningún rechazo en este asunto -contestó bruscamente Moriarty.
– No veo cómo puede forzarme. O a mi gente -Segorbe parecía, y hablaba, satisfecho consigo mismo.
Durante una hora le suplicaron, halagaron, adularon y persuadieron, pero el español no cambió de idea.
– Quizá -concedió al final- puedo pensarlo y hablarlo con mi gente, durante un mes o así, y regresar y hablar de nuevo sobre ello.