– ¿Le ha…? -dijo Grisombre.
– Si hay una cosa que esta sociedad necesita ahora -el Profesor seguía sin levantar la voz- es disciplina. Anótenlo bien y estén preparados para utilizar las mismas medidas extremas si no hay otro camino. Dígame Jean, en mi lugar, ¿qué habría hecho para vengarse de todo el grupo?
Grisombre arrastró los pies.
– Supongo que los habría buscado y me habría ido ocupando de cada uno sucesivamente como ha hecho usted, Monsieur le Professeur, y habría castigado a Segorbe.
– Muy bien. ¿Gee-Gee?
Sanzionare asintió gravemente.
– Lo mismo. Usted ha sido muy amable con nosotros, Professore. Yo habría sido despiadado.
– ¿Wilhelm?
– Yo también habría matado brutalmente a todos, con ira y por necesidad de venganza, Herr Professor.
– Por eso, para que no piensen que he sido de voluntad débil, pueden ver qué les podría haber sucedido a todos, o a alguno de ustedes, si no hubieran visto el claro sentido de reunimos bajo mi liderazgo. Sugiero, caballeros, que ahora abandonemos esta casa rápidamente. Todos tendrán que regresar a sus respectivas naciones dentro de poco y hay mucho que discutir sobre las formas y medios.
Esa noche el Profesor se sentó frente a Sal Hodges delante del fuego en el salón de Albert Square.
– Parece como si hubieras cenado hoy algo muy selecto -sonrió Sal.
– Exacto, exacto -Moriarty pronunció casi para sí mismo, contemplando las llamas e intentando descubrir caras y formas entre las ascuas.
Sal se movió incómodamente en su silla, con las piernas estiradas sobre un banquillo de piel.
– Estaré contenta cuando todo acabe -susurró, pasando su mano sobre el hinchado vientre.
– Yo también. Sí-pero Moriarty no estaba pensando en la inminente llegada de su hijo, su mente estaba muy apartada en otros asuntos.
Notando su distracción, Sal Hodges frunció el entrecejo y se formaron unas pequeñas patas de gallo alrededor de sus ojos. Puso mala cara, sonrió y luego volvió a hacer la contabilidad de sus dos casas. Los cofres de Moriarty habían obtenido unos buenos beneficios de las casas esta semana. Las chicas habían trabajado duro. Día y noche. Por un momento, Sal se distrajo por el ruido de las cartas que se estaban barajando.
La baraja de cartas en las manos del Profesor se movía constantemente, las cortaba con una mano, cambiaba los palos y colores, las escamoteaba tanto por la parte superior como por debajo. Su mente seguía a la deriva, alejada de los cincuenta y dos cartones. Por un momento imaginó que podía vislumbrar en el fuego la cara de Segorbe, llena de pánico en su último momento.
Esa noche, temprano, había pasado su pluma diagonalmente sobre las páginas de notas referentes al español. Se había cerrado otra cuenta y sólo quedaba una. La venganza, consideró, era dulce como un caramelo. Hizo una mueca a las llamas. La venganza y su realización le producía una sensación de satisfacción. Schleifstein, burlado con ese enorme robo; Grisombre, capturado después de robar lo que él pensaba que era la Mona Lisa\ el despreciable y fisgón escocés, Crow, echado al pasto, atrapado cometiendo adulterio y, por este motivo, en una especie de locura; y Sanzionare, también tentado por la lujuria, pero esta vez, por añadidura, con un ligero toque de codicia. Segorbe, muerto. Ahora sólo- quedaba Holmes, y ya le estaban apretando las tuercas. Después de Holmes, Moriarty empezaría otra vez. Ya podía sentir el poder. Ningún robo considerable en Europa sin su ayuda, ni un simple fraude, ni entrada en alguna vivienda, ni falsificación. Su control llegaría a todas partes: sobre los dedos de los carteristas, las piernas de las putas, las manos de los ladrones y las amenazas de los chantajistas.
Todo llegaría, como ya había hecho en Londres. Pero ahora se tenía que ocupar de Sherlock Holmes. El fuego resplandeció y arrojó un pequeño volcán de brillantes fragmentos contra el hollín de la parte posterior de la chimenea, como rojas estrellas en un negro vacío. La cabeza de James Moriarty comenzó a moverse con una oscilación reptiliana que reflejaba la caída de Holmes.
Cuatro días antes, dos hombres habían hecho un viaje hacia las pintorescas calles adoquinadas del barrio viejo de Annecy. Había allí una agradable paz, junto al tranquilo lago y las montañas Savoy al fondo. La pareja caminó, como si no tuvieran nada que hacer, hacia la Pensión Dulong, situada a la derecha del lago, en el extremo alejado de la ciudad, donde la carretera se dirigía hacia la villa de Menthon-St-Bernard.
Los dos hombres parecían no tener ninguna prisa cuando llegaron cerca de la casa rosa, con su arregladas contraventanas, los anchos balcones sin huéspedes. Aún no había empezado la temporada en Annecy.
En realidad, habían calculado su paso cuidadosamente, para llegar a la pensión un poco antes de las cinco: hora en que sabían que la mujer se estaba preparando para su paseo de la tarde.
«Será mejor abordarla entonces», había sugerido Bob el Nob a Ember después de recibir el telegrama del Profesor. Ember estuvo de acuerdo, pero él estaba preparado para estar de acuerdo con cualquier cosa, ya que se sentía muy molesto con este tranquilo juego como vigilante que habían estado jugando en el desconocido pueblo francés.
Después de la intensa y activa vida que estos dos criminales habían llevado en Londres, era verdaderamente aburrido actuar como niñeras secretas de una mujer que llevaba una vida rutinaria, si no triste, centrada alrededor de la pequeña pensión.
Pero siendo hombres de Moriarty, y sabiendo que de sus actividades dependía mucho, Ember y el Nob habían seguido meticulosamente sus instrucciones, informando con regularidad al Profesor y sin dejar que pasara un día sin conocer los movimientos de la mujer.
Esto no hizo que dejaran de quejarse de aburrimiento y especularan sobre cómo recibiría la mujer el contenido del sobre que llevaban y que Moriarty les había confiado hasta que llegara el momento.
Después de pasar por la puerta principal de la Pensión Dulong, a Ember y el Nob les pareció a primera vista un largo hall de entrada de una casa particular. Pero, cuando sus ojos se acostumbraron a la luz menos deslumbradora -ya que en el exterior el sol de primavera todavía no había desaparecido por debajo de las cumbres de las montañas-, percibieron una pequeña ventanilla colocada en la pared, delante de la cual había un llamador de latón en una repisa y un cartel escrito con claridad que invitaba a los huéspedes a llamar para que les atendieran.