El Nob pulsó el timbre con la carnosa base de su dedo pulgar, produciendo un tono alto y matizado que resonó en el vestíbulo vacío.
Un poco después, la ventanilla se abrió hacia dentro y apareció un hombre de pelo gris y cara rosada, con los perspicaces ojos de quien ha estado trabajando por su cuenta durante un considerable tiempo.
– ¿Habla inglés? -preguntó el Nob con una sonrisa.
– ¿Desean habitaciones? -replicó el propietario… porque lo era sin ninguna duda.
– No, señor, deseamos ver a uno de sus huéspedes. Un huésped permanente. La señora Irene Norton.
– Veré si se encuentra en este momento. Esperen. ¿A quién anuncio?
– Unos amigos de Inglaterra. Nuestros nombres no le dirán nada.
El propietario hizo un seco asentimiento con la cabeza y cerró de golpe la ventanilla. Unos tres minutos después volvió a aparecer.
– La señora Norton está a punto de salir, pero les dedicará un pequeño momento. Esperen en el salón -les indicó una puerta en el lateral más alejado del hall.
El Nob le dio las gracias y los dos hombres atravesaron la puerta. Era una habitación grande y espaciosa, cubierta, casi al azar, con sillones y algunas mesas, en las que los libros y revistas estaban colocados según la conveniencia de los invitados, que en ese momento estaban ausentes.
Ember se hundió en uno de los sillones mientras el Nob caminaba por la gran ventana y miraba las cristalinas aguas del lago.
Unos minutos después la puerta se abrió y apareció una mujer vestida de calle: una falda y una blusa cremas se veían por debajo de una capa abierta de un tono similar. Un bonete a juego adornaba su cabeza, bajo el cual eran perfectamente visibles unas oscuras trenzas.
Ember calculó que tendría unos treinta y cinco años, pero todavía atractiva, con ese par de ojos que bien podrían tentar a cualquier hombre con sangre en sus venas.
– ¿Deseaban verme? -miró a los hombres con algo de indecisión, fijándose en cada uno con una larga mirada, como si intentara memorizar sus características.
– Si usted es la señora Irene Norton… -replicó el Nob con un gracioso gesto.
– Yo soy -la voz era dulce y melodiosa, aunque había un indicio de alarma en sus ojos.
– ¿Señora Irene Norton, cuyo nombre de soltera era Irene Adler?
– Sí, ése era mi nombre antes de casarme.
Tanto el Nob como Ember notaron la ligera inflexión americana en su voz.
– ¿Quiénes son ustedes y qué quieren de mí? -preguntó la dama.
– Nosotros venimos como emisarios -el Nob cruzó para colocarse delante de ella-. Hay un caballero que la ha estado buscando durante bastante tiempo.
– Bien, me ha encontrado. Sea quien sea.
– Creo que esto se lo explicará.
El Nob sacó el sobre que les había confiado Moriarty y lo puso en las manos de la mujer, como si se tratara de un acólito.
Ella le dio la vuelta, vio que el precinto estaba intacto y realmente no sabía si abrirlo.
– ¿Cómo ha podido encontrarme alguien? -su voz bajó hasta convertirse casi en un susurro-. Se hizo correr el rumor de que estaba muerta.
– Lea la carta -dijo Ember.
Sus cejas se levantaron durante un segundo antes de que utilizara sus delicados dedos para abrir el sobre y sacar la gruesa hoja de papel.
Ambos hombres pudieron ver el encabezamiento, que indicaba que la carta venía del 22IB de Baker Street, Londres.
– Sherlock Holmes -Irene Adler respiró con dificultad-. ¿Después de todos estos años me ha buscado? -levantó la cabeza para mirar al Nob-. Me pide que regrese a Londres con ustedes.
– Eso es. Nos ha dado instrucciones para que le prestemos las mayores atenciones y la protejamos con nuestras vidas.
Pero ella estaba leyendo la carta por segunda vez, sus labios moviéndose en silencio.
Querida Señora -decía- solo puedo confiarle que no he olvidado el acontecimiento en que ambos nos vimos envueltos hace algunos años y, en el cual, no puedo negarlo, me venció. Hace algún tiempo me llegó la noticia de que su marido, el señor Godfrey Norton, había fallecido a causa de una avalancha cerca de Chamonixy que usted también había muerto. Fue, por tanto, una gran alegría descubrir por casualidad que aún estaba viva, a pesar de las precarias condiciones económicas en las que se encuentra ahora.
Quizá no haya pasado desapercibido, por los apuntes públicos de mi amigo y compañero, el doctor John Watson, que yo le he tenido, desde nuestro primer encuentro, el mayor respeto. Sólo deseo ayudarla, querida, querida dama, y ofrecerle toda la ayuda que pueda. Si no es demasiado atrevido por mi parte, le pido que acompañe a los dos caballeros que he enviado con esta carta. La traerán de vuelta a Londres, donde le he preparado una pequeña villa en Maida Vale. No deseo nada más que servirla y ver que recibe los cuidados a los que antes estaba acostumbrada.
Su más íntimo amigo, quien sólo le profesa admiración-Sherlock Holmes-.
– ¿Esto es verdad? -pregunto perpleja-, ¿o es algún truco?
– No es ningún truco, señora. Tenemos dinero y todo lo necesario para viajar a Londres.
– Estoy rebosante de alegría. Desde la muerte de mi marido, que me dejó en un estado de desesperación y dificultades económicas, no he deseado enfrentarme con el mundo otra vez. Pero Sherlock Holmes, entre toda la gente…
– ¿Vendrá? -preguntó el Nob con un tono amable.
– Bien, en realidad me da un nuevo valor y confianza. Estoy llegando a ese momento de la vida de una mujer en que se siente…
– Usted no debe tener más de treinta años -Ember se inclinó con gran galantería.
– Usted me adula, señor. Aunque debo admitir que la carta de Sherlock Holmes me hace sentir como una jovencita otra vez.
– ¿Vendrá? -repitió el Nob.
– Sí -su cara se iluminó con la más agradable de las sonrisas-. Sí, naturalmente que iré. ¿Qué mujer no lo haría por Sherlock Holmes?
LONDRES Y PARIS
– Permítanme que les cuente un cuento que quizá ya sea familiar para algunos de ustedes -Moriarty se dirigió a aquellos que estaban más próximos a él.
Estaban sentados en la habitación más grande de los edificios de Bermondsey: Ember, Lee Chow, Bert Spear, Harry Alien, los hermanos Jacobs y el propio Profesor.
– Después del cuento -continuó Moriarty- les mostraré un pequeño milagro. Recordaréis que, poco después de mi regreso a Londres, después de nuestro capítulo americano, pedí información relacionada con una mujer llamada Irene Adler. Bien, como Ember os dirá, la señorita Adler está ahora en Londres; bien establecida en una agradable y pequeña villa en el barrio más respetable de Maida Vale.
Ember asintió con la cabeza, su astuta cara reflejaba la complacencia de quien es cómplice en los esquemas secretos del líder.
La voz de Moriarty adquirió un ritmo bien conocido.
– Ahora bien, Irene Adler es una dama con un pasado, si entendéis lo que quiero decir. Hace algún tiempo fue una contralto de moda. Conciertos en todas partes. Incluso apareció en La Scala, y fue durante una época una prima donna en la Opera Imperial de Warsaw. También fue una aventurista -soltó una breve risa-. En realidad, no ha costado mucho traerla a nuestro terreno. Ella habría sido una admirable mujer de nuestra familia.
Se paró para impresionar.
– Permitidme decir aquí y en este momento que siento el mayor respeto por esta dama. Ya que ella comparte una gran dignidad conmigo. Hace unos ocho o nueve años ella consiguió lo mejor de Sherlock Holmes. En realidad, el señor Holmes, quien es conocido por su reservada actitud hacia el bello sexo, también la tiene en alta consideración. En el momento de ese conflicto, la señorita Adler se casó. Un matrimonio de amor según parece, con un caballero de leyes, llamado Godfrey Norton. Se casaron con cierta precipitación y dejaron el país casi inmediatamente, para vivir en Suiza y Francia durante los tres o cuatro años de su matrimonio. Luego, a los tortolitos les aconteció la tragedia. Mientras estaban caminando por las laderas inferiores del Mont Blanc, una avalancha arrolló a la pareja. El señor Norton perdió la vida y su mujer estuvo cerca de la muerte durante varios meses. Sin embargo, salvó la vida. Tan angustiada y afligida se sentía que se hizo correr la historia de que ella también había fallecido.