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Estos acontecimientos hundieron el hogar.

– Por desgracia, el señor Norton murió dejando muy poco a su viuda, y ella, desesperada, no deseaba enfrentarse al mundo otra vez. Durante los últimos años ha estado viviendo con gran sencillez: había perdido su voz y su ánimo estaba destrozado.

Moriarty sonrió alegremente a su audiencia.

– Les agradará oír, caballeros, que todo esto ha cambiado, a causa de ese dechado de virtudes, el totalmente entregado a su trabajo y frío analítico Sherlock Holmes.

Ember sonrió al estar informado, los otros miraban sin comprender.

– Si tienen paciencia conmigo -Moriarty continuó contento- me gustaría presentarles a un visitante que nos ha hecho el honor de venir a nuestro sencillo refugio. Iré a buscarle y le traeré, aunque eso me llevará veinte o treinta minutos. Harían bien en llenar sus vasos de nuevo. Tengan paciencia -inclinándose como un actor, el Profesor se retiró, dirigiéndose hacia los cuartos que solía utilizar ahora en el restaurado edificio.

Los miembros de la Guardia Pretoriana hablaron entre ellos, volviendo a llenar sus vasos e intentando sacar a Ember más detalles sobre la tortuosa historia del Profesor. Pero el taimado hombre no se dejó.

Unos veinticinco minutos más tarde, la voz del Profesor desde detrás de la puerta les ordenó callar.

– Caballeros -dijo en voz alta-. Tengo el honor de presentarles al señor Sherlock Holmes, de Baker Street.

La puerta se abrió y Holmes entró en la habitación.

Todos excepto uno de los criminales reunidos miraron pasmados, ya que se trataba en realidad del peor enemigo de James Moriarty: la flaca y enjuta figura, los penetrantes y afilados ojos brillando en estado de alerta por encima de la nariz aguileña y la prominente mandíbula cuadrada. Las delicadas manos se movieron con un gesto preciso cuando Holmes entró en escena.

– Bien, caballeros, nos encontramos cara a cara. Lee Chow, veo que ha estado disfrutando de los placeres de la comida de nuestro país. Y usted, Spear, si ése es su verdadero nombre, ¿disfrutó de su paseo por el río esta mañana? Y, en cuanto a nuestros buenos amigos, los hermanos Jacobs, parece que han estado jugando hace poco al billar.

Bertram Jacobs dio un paso hacia delante, como si fuera a perpetrar un acto de agresión, cuando la voz de Holmes cambió.

– No, Bertram, no temas -dijo James Moriarty.

La cabeza de Sherlock Holmes osciló ligeramente y la risa que salió de sus labios era la risa de su jefe, el Profesor.

– ¿No es éste mi mayor triunfo con los disfraces? -dijo orgullosamente.

Irene Adler estaba encantada con la casa de Maida Vale. En realidad era un pequeño lugar, pero arreglado, ordenado, acogedor, amueblado con mucho gusto y con todo lo que una mujer podía desear, incluyendo los servicios de una excelente y joven sirvienta llamada Harriet.

Cuando llegó, había otra carta de Holmes, expresada en los términos más afectuosos. Flores frescas en los jarrones y un pequeño carruaje a su disposición, día o noche.

Al final de su nota, Holmes había escrito: en este momento estoy muy ocupado con un asunto de alguna importancia, pero iré a verla en cuando me resulte humanamente posible.

Tres días después el gran detective hizo su aparición en la villa.

Llegó a última hora de la tarde, cuando Irene estaba cambiándose para ir a dar una vuelta en su recién adquirido carruaje. Harriet, toda emocionada, llegó con la noticia de que él estaba esperándola en el salón.

Ella bajó para dar la bienvenida a su benefactor unos quince minutos después, vestida con un sencillo vestido de tarde gris, con la cara radiante y sin dar muestras por ninguna parte de que estaba cerca de los treinta y nueve años.

– Señor Holmes, no sé cómo agradecerle. Estoy desbordada por su amabilidad. ¿Sería presuntuoso por mi parte ofrecerle un beso?

– Mi querida dama -su alta figura por encima de ella, los firmes gestos formando una sonrisa de intenso placer mientras la tomaba en sus brazos-. He esperado tanto tiempo este momento. Soy feliz sólo porque se ha aprovechado de mi oferta.

Ella le abrazó fuertemente.

– Señor Holmes, todavía apenas puedo creerlo, su reputación dice que se alejaría cien millas antes de ser encontrado en una situación de compromiso con una simple mujer.

– Cierto -le dio un afectuoso apretón-. Es verdad, se me ha presentado como tal, pero usted ablandó tanto mi corazón hace años, cuando nos conocimos… bajo las más dudosas circunstancias, que he anhelado ayudarla. Nunca he comprendido por qué, si estaba viva y con tantas estrecheces económicas, no volvió a su profesión en el teatro.

Ella suspiró, le cogió de la mano y le llevó hasta el sofá que estaba junto a la ventana, sentándose y dando una palmadita sobre el terciopelo para indicar que debía sentarse a su lado.

– Mi voz se perdió, señor Holmes. El shock de esa terrible avalancha y la muerte de mi marido, Godfrey -sus ojos se llenaron de lágrimas y se vio obligada a volver la cara.

– Me entristece tanto, Irene -dijo él, acariciándola para confortarla-. Sé lo que esa pérdida debe significar. Yo soy muy frío en algunos aspectos, pero puedo imaginar el vacío y el dolor que deja detrás la pérdida de un ser querido. Si puedo ayudarla a aliviar su dolor, sólo tiene que pedirlo.

– Primero debo darle las gracias por todo lo que-ya ha hecho. Por todo esto -su mano dibujó un círculo alrededor de la habitación-. Y por las ropas, y todo. ¿Me ha perdonado de verdad por esos asuntos pasados?

Él percibió que un pequeño centelleo sustituía las lágrimas en sus desbordantes ojos.

– Nunca he sentido otra cosa que no fuera admiración. No hay nada que perdonar.

– Pero, ¿qué puedo darle yo a cambio de su amabilidad, señor Holmes? Tengo tan poco que ofrecer.

– Si yo pudiera ofrecerle el matrimonio, lo haría ahora mismo -se acercó-. Pero, como usted sabe, soy un solterón recalcitrante. Sin embargo -pasó su lengua por los labios para humedecerlos-. Sin embargo, ¿qué puede ofrecer una mujer a un hombre que ha estado tan privado del afecto femenino?

Irene Adler tenía la cara levantada hacia él, mientras le rodeaba el cuello con los brazos y le atraía hacia ella.

– Oh, señor Holmes -murmuró.

– Después -susurró él junto a su oído- quizá podamos cenar con champán en The Monico.

– Maravilloso, querido Sherlock -replicó ella suavemente, con los ojos cerrados y la boca entreabierta-. Maravilloso.

Crow se estaba quedando sin tiempo, y lo sabía. Durante los días que habían pasado desde la repentina marcha de París del enfermo Holmes, había buscado por todo lo ancho y largo de Montmartre en busca de la chica conocida como Suzanne la Gitana. Parecía que la conocía mucha gente, pero nadie la había visto desde hacía algún tiempo.

Sólo faltaban dos días para regresar a sus tareas en Scotland Yard, cuando llegó un telegrama de Holmes. Solamente contenía cuatro palabras: follies ber- gére esta noche. Desconcertado por este acontecimiento y esa dirección concreta, Crow pasó el día con cierta agitación, cenó con menos serenidad de la usual y se dirigió al Follies Bergére con grandes esperanzas.

Ya había visitado este lugar en varias ocasiones durante su búsqueda, por lo que estaba bastante aclimatado al ruido y al elevado tono de las actuaciones, por no mencionar a las jóvenes que desfilaban por la avenida. Después de una hora o así de precipitadas preguntas persiguiendo a los camareros, Crow se armó de valor y se dio una vuelta por la avenida, donde ya había soportado algunas afrentas por parte de las señoritas que se ofrecían allí.