Abajo, paró un cabriolé y su pasajero descendió a la acera. Una figura alta, flaca y cargada de espaldas. Crow se quedó pasmado cuando la luz de un poste de gas iluminó la cara del hombre. Le había visto dos veces antes, y conocía su descripción tan bien como la palma de su mano. Bajo el sombrero se encontraría, estaba seguro, una frente abovedada. Los ojos estarían hundidos. El hombre que se encontraba en la calle era Moriarty, el Profesor. Disfrazado como el Napoleón del Crimen solía presentarse ante su corrupto ejército.
Crow agarró su revólver, retrocedió un poco desde la ventana y siguió observando, con el corazón en un puño. La alta figura cruzó la calle y se dirigió hacia la puerta en que Crow había visto la vaga sombra.
El Profesor se paró durante unos breves momentos, como si mantuviera una seria conversación con alguien oculto, moviendo la cabeza de un lado a otro. Luego, se volvió y lanzó una mirada hacia Crow, de forma que la luz cayó completamente sobre su cara. Sin duda era él, y ahora volvía a cruzar la calle y se dirigía hacia la puerta 22 IB.
Crow oyó el portazo en el piso de abajo y las pisadas que se acercaban a las habitaciones de Holmes. Rápidamente, se colocó ante la puerta, con su revólver preparado y apuntando al hombre que iba a entrar.
La puerta osciló al abrirse y Moriarty entró en la habitación.
– Alto, señor -gruñó Crow-, o esta vez acabaré con su vida.
– Querido Crow, procure ser menos agresivo -dijo Sherlock Holmes con una cara que sin duda pertenecía a su enemigo.
Fue en este momento cuando los ojos de Crow parecían salirse de sus órbitas. Se aflojó la mandíbula y sintió en la mano el gran peso del revólver.
– ¿Holmes? -tartamudeó.
– En persona -dijo Holmes, quitándose el alto sombrero y mostrando, como Crow había supuesto, una frente muy abovedada.
– Pero es igual que Moriarty -sus ojos examinaron la cara y la figura del hombre que permanecía de pie ante él.
– Eso espero -Holmes se rió entre dientes-. Dos pueden hacer el mismo juego, Crow. Si Moriarty se está haciendo pasar por mí, entonces no veo por qué yo no debo pasar por él. La confrontación será fantástica, ¿no cree?
– Dios mío, es magistral, Holmes.
– Elemental, Crow. Las sencillas artes de cualquier buen actor, aunque debo confesar que yo soy mejor que muchos de los que pisan un escenario en estos días. Pero rápido, hombre, a la ventana. Creo que allá abajo he colocado al gato entre los ratones.
Cruzaron hasta el marco de la ventana, mientras Crow dejaba escapar impulsivamente las preguntas que una tras otra se agolpaban en su cabeza.
– Le vi en la calle. ¿Qué estaba haciendo?
– Los informadores escondidos. Tuve unas palabras con el ciego Fred quien, naturalmente, me tomó por su líder. Una sencilla estratagema. Sólo le dije que dentro de un rato iban a salir de esta casa tres chicos, después de que yo entrara. El amigo Fred y otros dos, Sim el Espantajo y Tuffnell, debían seguirlos, un hombre a cada uno. Creo que los pihuelos les llevarán a dar un divertido paseo por la ciudad. Mire, ahora están allí.
Era exactamente como había dicho. Tres harapientos pillos habían salido a la acera y se marcharon en diferentes direcciones con paso uniforme. Como pudieron ver, surgieron figuras de lugares ocultos y comenzó la persecución.
– Esto les mantendrá ocupados -Holmes se frotó las manos-. Podemos ir a Albert Square sin miedo a que los hombres del Profesor nos pisen los talones.
Siguiendo las instrucciones de Holmes, la señora Hudson había puesto en una bandeja una variedad de carnes frías y cerveza y los dos hombres comieron con apetito antes de salir. Durante esta fría colación, Crow estuvo continuamente echando miradas a su compañero, casi sin creer que de verdad era Holmes, tan convincente era su disfraz.
Salieron un poco después de medianoche, cogieron un cabriolé hasta Notting Hill, hicieron el resto del viaje a pie y llegaron a Albert Square cerca de la una menos cuarto.
– Ésas son las escaleras, creo -Holmes susurró mientras pasaban por la plaza, pegados a la pared-. Supongo que las sirvientas estarán durmiendo en estos momentos, pero le ruego que permanezca todo lo silencioso que pueda.
Delante de la puerta, en la base de las escaleras, Holmes se paró, sacó un instrumento de su bolsillo e, insertándolo en la cerradura, la hizo girar sobre sus goznes en un santiamén.
– Quédese quieto un momento -susurró una vez que estuvieron en el interior-. Deje que sus ojos se adapten a la oscuridad.
La cocina en la que se encontraban olía a pasta tostada y a carne asada.
– El Profesor se cuida bien -murmuró Holmes-. O esa es la mejor ternera o yo soy alemán.
Lentamente, Crow comenzó a distinguir las formas de los objetos que le rodeaban.
– Las escaleras están allí -Holmes las señaló con el dedo-. ¿Ve la lámpara fuera? Está en el vestíbulo. Creo que tenemos tiempo suficiente para examinar el contenido del estudio de Moriarty -aunque dudo que encontremos algo que merezca la pena-. Yo ya he examinado sus documentos antes, hace algunos años.
Subieron las escaleras y llegaron al cuerpo principal de la casa, su avance era más sencillo gracias a la lámpara que estaba encima de la mesa del vestíbulo.
Ahora era un poco más de la una.
– Dos o tres horas, creo -dijo Holmes gruñendo-. Tendremos tiempo suficiente. La espera no será tediosa.
Mientras esperaban, oyeron un cabriolé que se acercaba a la plaza y se paraba ante la casa. Llegaban voces desde el exterior, al menos una tenía un timbre inconfundible.
– Ha empezado a cansarse de interpretar mi papel con la mujer -susurró Holmes-. Justo a tiempo, según parece. Rápido, arriba, le desafiaremos en el primer rellano, cuando esté subiendo.
Crow tuvo la sensación de tener dos pies izquierdos, mientras que Holmes era tan ligero y silencioso subiendo la escalera como un gato; sólo habían llegado al primer rellano cuando se abrió la puerta principal debajo de ellos y los pasos de Moriarty sonaron claramente en el vestíbulo.
Moriarty tarareaba para sí una pegadiza melodía que todos los chicos de los recados silbaban, Girlie Girlie, o alguna basura semejante. Pudieron oír cómo colgaba su abrigo en el perchero y apreciaron el cambio de luz con sus propios ojos cuando encendió la lámpara y comenzó a subir las escaleras con fuertes pisadas.
Crow estaba tenso, su mano rodeaba la culata del revólver y lo sacaba lentamente. Holmes se puso un dedo en los labios.
Moriarty ahora estaba dando la vuelta en las escaleras, mantenía la lámpara alta y la luz caía sobre su cara: la cara de Sherlock Holmes.
Cuando sus pies llegaron al rellano, Holmes dio un paso hacia delante.
– El señor Sherlock Holmes, supongo -dijo con una voz tan suave y amenazadora como nunca había oído Crow.
Moriarty casi perdió el equilibrio y cayó por las escaleras, se agarró fuertemente a la barandilla para mantenerse a sí mismo y levantó aún más la lámpara. Crow se adelantó, apuntándole con el revólver. Nunca había visto algo tan extraño: Holmes y Moriarty cara a cara sobre el rellano, cada uno disfrazado del otro.
– ¡Púdrase, Holmes! -gruñó el Profesor-. Debería haberme ocupado de usted en Reichenbach en lugar de dedicarme a estos juegos.
– Es muy posible -contestó Holmes de forma educada-. ¿Conoce a mi amigo, el señor Crow? Creo que casi le cogió en Sandringham. Bien, Moriarty, éste es su final. Le veremos en la horca de Jack Ketch dentro de un mes o así. Ahora, le ruego que vaya a su salón para que el Inspector pueda esposarle, después de que hayamos quitado toda esa masilla y pintura de su cara. Debo felicitarle. Un buen parecido.
Moriarty no tuvo otra elección que pasar al espacioso salón delante de los dos hombres que le apuntaban con la pistola. Le siguieron, y Holmes fue hacia la chimenea, que todavía tenía las cenizas y ascuas del fuego de ese día.
Moriarty permaneció en el centro de la habitación; sus labios se movían para dejar salir obscenos y despreciables juramentos.