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– Bien, ésta será la última visita que le haré aquí-dijo finalmente-. Mañana estaremos a salvo y en tierra firme.

Moriarty asintió con la cabeza.

– Más tarde los demás pueden ocuparse de sus asuntos. Rece para que Ember cruce con seguridad y que los Jacobs nos den sus mensajes con claridad. ¿Puedes entablar contacto con Lee Chow antes de atracar?

– Cumpliré con mi obligación.

– Si todo va bien, Ember se reunirá con él en el exterior del astillero una vez que le hayan pagado. Irán directamente al Great Smoke. A partir de ahora los acuerdos se tomarán allí.

– ¿Y nosotros?

– Uno de los Jacobs se reunirá conmigo. El otro te esperará a ti y a Bridget. Vamos todos a pasar la noche cómodamente en Liverpool. Necesitamos tiempo para hablar antes de proseguir y los Jacobs poseen la información más reciente.

– Será conveniente regresar.

– Las cosas han cambiado, Spear. Debes estar preparado para todo esto.

– Ya lo estoy, pero es curioso cómo uno llega a echar de menos los guijarros y la niebla. Hay algo especial en Londres…

– Ya lo sé… -Moriarty se quedó inmerso durante un momento en pensamientos personales, mientras recordaba los sonidos de las calles de la capital, los olores, el tipo de vida de la ciudad-. Dios mío -dijo quedamente-. Hasta mañana, entonces, en Liverpool.

Spear vaciló junto a la puerta del camarote, preparándose para resistir las sacudidas, con un pie adelantado oponiéndose al constante balanceo del barco.

– ¿El botín está seguro?

– Como el banco de Inglaterra.

– Quizás ellos te lo pidan.

– Ellos pueden pedir -los ojos del Profesor se perdieron en dirección al casillero donde se encontraba el gran maletero de piel que habían comprado camino de San Francisco.

Cuando Spear se fue, Moriarty abrió el casillero, evitando el deseo de llevarse el maletín al camarote, lo abrió y se recreó contemplando la fortuna que contenía. No tenía ilusiones en relación a la riqueza. Le proporcionaba poder y era el baluarte contra la mayoría de los peligros que asedian a un hombre en este valle de lágrimas. Si se manejaba con prudencia, la riqueza traería más riqueza. Sus arriesgadas empresas en Londres -tanto las legales como las ilegales- estaban arruinadas y saqueadas: Crow se había encargado de ello. Bien, el contenido de este maletín de piel le serviría para reconstruir su imperio como si fuera una telaraña, para poner en cintura al elemento extranjero recalcitrante y más tarde, a modo de fórmula mágica, volvería a doblar su dinero una y otra vez.

En equilibrio, y encima del maletín de piel se encontraba un segundo piso de equipaje: un baúl hermético charolado con laca japonesa del tipo que utilizaban los funcionarios y gobernantes de la India. Moriarty puso su mano sobre esta caja y sonrió para sí mismo, ya que contenía su almacén de disfraces: ropajes, pelucas, pelo falso, botas, los elementos que utilizaba para conseguir estar permanentemente cargado de espaldas cuando aparecía disfrazado de su hermano mayor, y la faja que le ayudaba a dar ese aspecto ladeado. También estaban las pinturas y los polvos, las lociones y el resto de los artefactos de este arsenal del fraude.

Una vez cerrado el casillero, el Profesor se enderezó y miró a los pies de la litera y la pieza final del equipaje en el camarote: el enorme baúl Saratoga con todas sus divisiones y compartimentos donde llevaba su ropa y otros útiles necesarios. Moriarty quitó la cadena y seleccionó la llave adecuada, la introdujo en la cerradura metálica y levantó la pesada tapa.

En la parte superior de la primera bandeja estaba la pistola automática Borchardt -una de las primeras de su tipo-, que le había dado el alemán Schleifstein en la reunión de la alianza continental de hace dos años. Bajo el arma se encontraban dos libros con los bordes de piel y, encima, una pequeña caja de madera con útiles de escritorio y gran cantidad de papel de cartas (muchos tenían el encabezado de varios hoteles o empresas, todos sisados en cuanto surgía la oportunidad, ya que nunca se sabía cuándo harían falta), papel secante, sobres y un par de plumas estilográficas Wirt montadas en oro.

Sacó uno de los libros y una pluma, cerró la tapa del baúl y caminó mecido por el vaivén del barco hasta el pequeño armario unido al piso del camarote.

Una vez que se acomodó, el Profesor ojeó el libro. Las páginas estaban llenas con una buena escritura caligráfica, con algunos mapas y diagramas entremezclados. El libro estaba escrito en sus tres cuartas partes, y si un extraño lo hubiera leído no le habría sacado mucho sentido. Por ejemplo, sólo existían huecos en el curso de la escritura cuando se requería una letra mayúscula. Además de estas letras mayúsculas, la escritura seguía y seguía, a veces durante más de dos líneas, como si un calígrafo experimentado hubiera realizado un ejercicio de copia. No se encontraban palabras legibles, ni de inglés corriente ni de ninguna otra lengua extranjera. Sin lugar a dudas era el código de Moriarty: un inteligente sistema polialfabético basado en las obras de M. Blaise de Vigenere [3], al que el Profesor había añadido algunas e intrincadas variaciones propias.

En este momento Moriarty no estaba atento al contenido del libro. Dejaba que las páginas se movieran entre sus dedos, dejando pasar el último cuarto de páginas en blanco hasta las últimas diez o veinte hojas. Éstas, al igual que la primera parte del libro, estaban llenas de escritos, aunque incompletas y con una sola palabra que servía de encabezamiento cada tres o cuatro páginas.

Estas palabras, escritas en letras mayúsculas, cuando se transcribían en el texto y se descifraban, eran nombres. Podía leerse: grisombre. schleifstein. sanziona- re. segorbe. crow. holmes.

Durante las siguientes dos horas, Moriarty permaneció absorto en estas anotaciones personales, añadiendo aquí una línea o poniendo allí un pequeño diagrama o dibujo. La mayor parte del tiempo la pasó en las páginas que se referían a Grisombre, y cualquiera que poseyera la habilidad e ingenuidad para descifrar el código se habría dado cuenta de que las notas eran la repetición de varias palabras. Palabras como Louvre, La Gioconda o Pierre Labrosse. También aparecían algunos cálculos matemáticos y algunas notas que daban la impresión de indicar un período exacto de tiempo. Decían así:

Seis semanas para copiar.

Sustituir a la octava semana.

Dejar que pase un mes antes de acercarse a G.

G debe terminar a las seis semanas de aceptar el encargo.

A todo esto, el Profesor añadió una última anotación. Una vez descifrada decía lo siguiente: G debe enfrentarse a la verdad a la semana del éxito. Tener a mano a S y a Js.

Cerrando el libro, Moriarty sonrió. Esta sonrisa se convirtió en una risita sofocada perfectamente audible y más tarde en una carcajada en la que se podía v sentir la disonancia de la perversidad. En su mente ya estaba tramada la conjura contra Grisombre.

La elevada vía de ferrocarril que atravesaba el puerto de Liverpool era conocida en la zona como el paraguas del puerto, dado que protegía a los trabajadores del puerto cuando iban o volvían de sus puestos de trabajo. Esta función secundaria cumplió su papel a la perfección en la mañana del 29 de septiembre de 1896, cuando un largo período de sequía dio paso a una cálida y agradable llovizna.

A pesar de esta inclemencia, el perfil del gigantesco puerto -segundo en importancia después del de Londres- era una visión agradable para los pasajeros del SS Aaurania que abarrotaban la cubierta de botes y la de paseo.

Desde la orilla, el barco de 4000 toneladas parecía estar vivo, arrojando vapor, con su chimenea roja salpicada con la blanca espuma del mar, como si respirara con fatiga y sintiera un alivio al llegar al paraíso después de un arduo viaje.

Llegó al puerto algo después del mediodía. Entonces la llovizna ya había cesado y el cielo estaba surcado por rayos azules, como si alguien hubiera dado un arañazo a las nubes.

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[3] El criptologista francés que publicó su Traiclé des Chiffres en 1586, y famoso por lo que se describió como el «sistema arquetípico de sustitución polialfabética y posiblemente el más conocido sistema cifrado de todos los tiempos.» A pesar de la claridad con la que expuso su sistema, el código de Vigenere cayó en desuso y se olvidó hasta que fue reinventado y volvió a entrar en las principales corrientes de la criptología del siglo diecinueve. Moriarty utilizó el sistema original de Vignere y no el sistema alfabético estándar que hoy en día se conoce como el código de Vigenere.