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– Ponga las esposas a ese canalla, Crow -dijo Holmes enérgicamente-. Luego podremos continuar nuestro camino.

El policía caminó hacia delante y llevó su mano hacia el bolsillo trasero para agarrar las esposas que tenía preparadas.

– Si pudiera sostener el revólver, Holmes, y usted señor -dirigiéndose a Moriarty- deje esa lámpara sobre el piano.

Se volvió ligeramente para pasar la pistola a Holmes, y en ese único momento sin vigilancia todo se perdió.

– Yo colocaré la lámpara -gritó Moriarty y, uniendo la acción a la palabra, lanzó contra la pared, con todas sus fuerzas, el quemador metálico con relieves, a un solo pie de la cabeza de Holmes.

– Dispare, hombre, dispare -gritó Holmes, saltando precipitadamente hacia delante al romperse el quemador, derramando aceite y llamas por la alfombra.

Crow levantó la mano y disparó, pasando la bala a una sola pulgada de distancia de Moriarty, que se encontraba en la puerta.

– ¡Tras él!

Hubo un portazo y se oyó el escalofriante ruido de la llave que giraba en la cerradura. Detrás de ellos, la habitación estaba llenándose de llamas a medida que se prendía el aceite vertido.

– La puerta, Crow. Rompa la puerta.

Del exterior llegaba la burlona e inolvidable risa y el sonido de los pasos de Moriarty por las escaleras.

– ¡Por Dios!, esa puerta -gritó Holmes-, o nos asaremos vivos.

Crow, maldiciéndose a sí mismo por loco, se lanzó con los hombros contra la puerta, sintiendo un gran dolor cuando colisionó. La madera ni siquiera se movió, el sólido roble y la fuerte cerradura no cedieron ni una pulgada ante el peso de Crow.

Moriarty se apoyó contra la pared del rellano y respiró con dificultad, la risa se desvaneció de sus labios y pudo escucharse el crepitar del fuego que iba en aumento por momentos.

Rasgó su cara, arrancando todos los trozos de masilla y el pelo para desembarazarse del semblante de su enemigo. La masilla utilizada para la fisonomía de Holmes pronto estaría burbujeando. Salió al aire, espeso por el humo, que estaba comenzando a salir por debajo de la puerta.

Todavía sentía una conmoción en la cabeza y el estómago, el sobresalto de ver a su otro yo sobre la tierra, enmarcado bajo la tenue luz. Durante un segundo, había pensado que se trataba del espectro de su hermano, que por fin había venido a perseguirle.

Los ruidos en la puerta eran cada vez más intensos. Ratas, pensó, atrapados entre las devoradoras llamas. Se volvió en las escaleras y, entonces, se acordó de Martha. ¿Importaba la vida de una sirvienta? En ese momento hubo otro ruido, un alejado grito de ¡fuego!, ¡fuego! Si se salvaban, sabía que Martha conocía algo sobre Bermondsey y podría llevar a los polis hasta él.

El Profesor se dio la vuelta y subió las escaleras de tres en tres hasta llegar al rellano superior y al ático.

No tuvo ningún miramiento para sacar a rastras de la cama a las dos chicas, gritándoles que no se preocuparan por su aspecto y que cogieran sólo sus batas y le siguieran. Aturdidas por el sueño y el miedo, Martha y la pequeña fregona bajaron a tropezones tras él. Cuando llegaron al rellano inferior pudieron oír el fragor de las llamas y ruidos de cristales en el salón.

– Deprisa -gritó Moriarty.

En el vestíbulo escucharon el parloteo de la gente en la calle y el ruido de los cascos de los caballos, el crujido de las ruedas y el fuerte sonido metálico de una campana: estaban llegando los bomberos para enfrentarse con ese infierno que rugía sobre ellos.

Moriarty abrió violentamente la puerta principal y se precipitó en la calle, con las dos chicas pisándole los talones. La gente estaba agrupada alrededor de las escaleras y dos policías empujaban hacia atrás a un pequeño corrillo de hombres y mujeres. Las puertas se habían abierto de golpe y los demás ocupantes de Albert Square, en abigarrada confusión, permanecían delante de sus puertas o en la calle, mientras llegaban dos coches de bomberos, con los caballos bufando y los hombres con cascos saltando hacia las bombas de agua.

Cuando salió el Profesor, acompañado por las criadas, hubo un pequeño grito de entusiasmo seguido por las voces de, «las ha salvado». «Bien hecho, señor», y le ofrecieron sábanas y cobijo.

Pero Moriarty no quería nada de eso. Se desprendió de las confortantes manos que había sobre sus hombros, quitó los brazos que rodeaban a Martha y a la pequeña, y reemplazándolos por sus propias manos, se las llevó rápidamente de la vecindad.

Mientras se dirigían al centro de la plaza, oyó que alguien gritaba.

– Salte sobre esta lona y todo irá bien.

No se volvió para mirar.

En la habitación, el calor comenzaba a hacerse insoportable y el humo empezaba a obstruir sus pulmones. Ni Holmes ni Crow habían logrado todavía un buen impacto sobre la puerta.

– Así no lo conseguiremos, Crow -gritó Holmes-. Retírese. Su pistola.

Había recuperado el revólver del lugar donde había caído en medio de la habitación y estaba apuntando a la cerradura.

Crow esperó la explosión, pero no se produjo.

– El percutor-bramó Holmes-. El percutor está encasquillado. La ventana, es nuestra única oportunidad.

Crow se volvió para buscar la herramienta adecuada; luego agarró la banqueta del piano y la arrojó con todas sus fuerzas sobre la ventana que se encontraba junto al piano. Se hizo añicos, saltaron cristales y parte del marco.

En un momento, Holmes se encontró junto al marco de la ventana, con uno de los útiles de la chimenea en la mano, y rompió los restos de cristales y madera que quedaban alrededor. Abajo, podía escucharse la oleada de gente y el sonido de los coches de bomberos que llegaban a la plaza. Crow fue a su lado, notando cómo las llamas quemaban la espalda de su abrigo y chamuscaban el corto pelo de su cuello. Echó una mirada a Holmes y vio que el gran detective se había arrancado la peluca calva de Moriarty y el maquillaje de su cara. Abajo, había una caída de unos cuarenta pies hasta donde se encontraba la muchedumbre, entre la cual los bomberos con cascos metálicos tiraban de las mangueras y hacían funcionar las bombas.

En el centro de la plaza, con los brazos alrededor de dos jóvenes y alejándose de la apretada multitud, Crow vio una familiar figura que corría hacia la salida de la plaza.

– Cojan a ese hombre -gritó con todas las fuerzas que le permitieron sus doloridos pulmones-. ¡Atrápenlo!

La parte posterior de su garganta estaba seca por el acre humo y se agachó hacia delante, con náuseas y toses, impotente, mientras el Profesor se perdía de vista.

Luego, desde abajo, los bomberos les dijeron que saltaran. Seis de ellos asían una lona negra sujeta con cuerdas para recibir a Crow y a Holmes.

– Usted primero -jadeó Holmes-. Salte, hombre.

Crow subió al alféizar y saltó.

Unos minutos después, entre la suciedad, los restos que habían salido volando y el humo que llenaba la plaza, vio a Holmes. En la calle, se había hecho retroceder a la muchedumbre, mientras los bomberos, con valentía, luchaban por salvar la plaza de la destrucción total.

– Lo siento, Holmes -Crow miró la negra cara llena de hollín del detective-. Lo tuvimos tan cerca.

– Llegará nuestra oportunidad, Crow -Holmes puso una mano sobre el hombro del escocés-. Ha sido tanto culpa mía como de usted, pero no desespere. Tengo el presentimiento de que tendremos noticias de Moriarty otra vez -frunció el entrecejo, intranquilo durante un momento-. Crow, sin duda tendrá que ocuparse de la mujer de Maida Vale.

Crow asintió con la cabeza, la tos le molestaba en la parte posterior de la garganta y tenía la sensación de que sus pulmones iban a estallar.

– Trátela con amabilidad, Crow.

Al otro de la ciudad, en Berdmondsey, James Moriarty pasó una mano sobre la cubierta de piel de su diario. Debía haber sido una premonición, sintió, lo que le impulsó a dejar sus libros en su guarida durante el último viaje. Sonrió. Fue una pena que no se hubiera llevado también el Jean-Baptiste Greuze y la Mona Lisa.