– ¡Huy, qué bruta! -dijo Alicia.
No era la última vez, ni mucho menos, que Pere me había dado frit. Pero el incidente, ¡cómo iba a olvidarlo!, había ocurrido muchos años antes, cuando todos éramos aún adolescentes. Era una tarde muy calurosa de agosto y tendríamos, qué sé yo, catorce o quince años, y es cierto que Marga y yo estábamos enfrascados en una de las peleas en el transcurso de las que nos zurrábamos la badana sin piedad. Ella, que tenía más nervio y agilidad que yo, solía ganarlas, dándome el último empujón o la última patada, tirándome del pelo o pegándome un codazo en el estómago. Hacía años que nos enzarzábamos en estos pugilatos, pero ahora me habían dejado de divertir, sobre todo porque ya Marga se pintaba de vez en cuando los ojos y la había visto bailar con muchachos en alguna ocasión en las fiestas de la plaza en Sóller. Y tenía unos pechos increíbles; cada vez que se los miraba apenas tapados por el traje de baño se me revolvía el estómago, me entraban ganas de devolver y se me subía una erección de las que sólo es capaz un muchacho de quince años.
Luisete, uno de mis hermanos más pequeños, se asustaba de vernos regañar y luchar en silencio como si nos fuera en ello la vida y, a veces, hasta se echaba a llorar, y Sonia, que era muy tranquila, solía exclamar: «Jo, Marga, déjale en paz, anda!»
Pero aquella tarde estábamos solos en la buhardilla. En la habitación había, esparcidos por doquier, restos de cajas de madera de las que se utilizan para transportar naranjas y mandarinas; imagino que las habíamos robado del almacén para hacer alguna barbaridad por la que Pere nos perseguiría después. No sé quién dio el primer empujón a quién, pero esta vez en la mirada de Marga no había la picardía infantil de siempre: de pronto, en lugar de burlona, su agresividad se había hecho seria, casi enfurecida, y la lucha dejó de ser una travesura de chiquillos. Como si fuéramos dos animales intentando establecer nuestros respectivos territorios. Unos años más tarde habría reconocido la tensión erótica de todo aquello, pero entonces, en el mero principio de la juventud, yo no pasaba de ser un soñador algo romántico cuyas heroínas imaginadas a través del prisma de las novelas de aventuras que devoraba se parecían bastante poco a Marga. Marga solamente ocupaba todos mis sueños, mis pesadillas, mis obsesiones todas; era mi lado oscuro. Ahora sé, además, que para ella la juventud había quedado ya muy atrás: le rebosaban la sensualidad y la pasión, desnudas sin la sutileza de la madurez, y era como las tempestades profundas del invierno cuya intensidad yo no alcanzaba a comprender.
Fue una lucha desigual en la que nunca supe lo que estaba en juego. Marga, con una ferocidad inusitada, acabó en seguida con mi resistencia. De golpe me encontré con la espalda contra la pared. Ella me sujetaba con ambas manos apoyadas en mis brazos e, inclinada hacia mí, hacía palanca con los pies sobre los tablones del suelo. Jadeábamos. Creo que debí de decidir rendirme y apoyé la cabeza hacia atrás contra el muro. Cerré los ojos para recobrar el aliento. Y de pronto Marga me besó. Lo hizo con áspera dureza, supongo que por pura inexperiencia. Noté sus labios contra los míos y nuestros dientes chocaron; tenía, teníamos ambos, la respiración entrecortada y la boca seca de la pelea. Fue para mí una sensación aterradora. Ese día, Marga me ganó la partida para siempre.
La empujé hacia atrás con todas mis fuerzas y me volví violentamente hacia la puerta con la intención de salir corriendo. En ese mismo momento, Juan, que había subido a parar la pelea y a decirnos que todos nos esperaban para cenar, abrió la puerta y yo me di literalmente de narices con ella. Recuerdo cuánto me dolió y que, doblado en dos, me llevé las manos a la nariz. Cuando me las miré de nuevo estaban cubiertas de sangre. Todavía me suena en la memoria la carcajada de Marga y aún hoy soy capaz de revivir con la misma agudeza las sensaciones confusas, brutalmente eróticas, que, entre latido y latido de mi nariz medio rota, me asaltaron aquella noche y que quise rechazar una y otra vez sin conseguirlo.
Juan bajaba delante, de espaldas, mirándome con espanto la sangre que manaba; la hemorragia, además, era doblemente escandalosa por cómo se me estaba manchando la camisa. Repetía «que no se entere mamá» una y otra vez y, desde el descansillo, Pere sacudía la cabeza sin decir nada, inútil y rencoroso como siempre. Cuando llegamos abajo, Marga había dejado de reír y de mirarme burlonamente; me cogió por el codo con inusitada dulzura y me dijo «ven, anda, que te voy a limpiar». Y me llevó hasta el pozo, sacó agua y con su pañuelo me limpió la cara. Luego me hizo sentarme contra el brocal y echar la cabeza hacia atrás, hasta que se detuvo la hemorragia. En voz baja dijo «no quería que te hicieras daño». Me encogí de hombros y no dije nada. «Te podría volver a besar, ¿sabes?» De pronto le olía el aliento a flores, como el atardecer. Y no rió más. Me rozó la boca con los labios y me pareció que iba a salírseme el corazón por la garganta. «Un día te comeré a bocados», añadió. Y me dio vergüenza porque yo no entendía aún de pasiones compartidas, bah, ni sin compartir, y la madurez gutural de la voz de Marga casi me tiró al suelo. Apenas si teníamos los dos quince años, por Dios.
– Qué va, Pere, no fue la última vez. Te patina la memoria. -Miré a Marga, que apretó los labios como si se estuviera vengando-. Pero es verdad que fue una sonada. Desde entonces tengo el cuerno este encima de la nariz. -Me pasé el pulgar por él-. Marga me estropeó el perfil romano.
Todos conocían la anécdota de memoria y la habían contado una y otra vez. Pero rieron de nuevo.
– Os debíais haber matado -dijo Pere. Llevaba la gran bandeja con el frit y la había hecho descansar en la cabecera de la mesa entre Marga y Javier.
Marga siempre había tenido a gala poner una mesa en la que todas las cosas fueran hermosas y delicadas: desde la cubertería de plata mate y en estilo Queen Anne hasta la cristalería de Baccarrat, tan fina y estilizada que al menor roce sus vasos sonaban como esquilas lejanas. Los manteles siempre eran de lino con grandes manojos de mimosas tejidos haciéndoles aguas. Habían sido del ajuar de su madre y de su abuela antes que de ella y los conservaba impecables, ya no crujientes porque tenían medio siglo, sino suaves como la mejor seda. Una vez Marga me había dicho que cuando nos casáramos los utilizaría como sábanas en la noche de bodas y así, a la siguiente cena, los pondría en la mesa y aún olerían a nuestros cuerpos y el sabor del caviar y del champán se confundiría con el de nuestros sexos y sudores; y pensaba arrasar de un manotazo los candelabros para envolvernos en el mantel y restregarse sobre mí, así, ¿me oyes?, y dejarme seco. Aquel día me había contagiado de su locura: quise que lo hiciéramos en seguida, pero ella se negó porque la comida de los manteles tenía que ser sólo nuestra. Esperaríamos, ¿te enteras?, hasta que te pueda morder en el cuello, aquí arriba, y hacerte sangre y que nadie pueda preguntarte por esa herida sin conocer la respuesta de antemano.
– Vaya, Pere, si lo único que hacíamos era pelear. Oye, Andresito -dije para apartar de mí el recuerdo-. Hablando de barbaridades, ¿está aquí tu primo? Es que no lo he visto desde mi regreso.
– ¿Fernando?
– Sí.
Todos volvieron a reír.
– Bueno -dijo Lucía-, el primo de Andresito es bruto el pobre, pero tampoco es para tanto. Barbaridades, barbaridades…
– ¿Por qué lo dices?
– Por nada. Es que la última vez que estuve en la India, hace tres o cuatro meses, encontré para él unas preciosas pistolas de duelo con las cachas de marfil y plata, y se las compré. Como siempre anda buscando vendepatrias para retarlos a muerte…
– Calla, calla -dijo Lucía-, que ya sabes cómo es. Acaba de volver de uno de esos cursos de oficiales que hace en la Península, para ascender a coronel o para aprender nuevas tácticas de guerra o qué sé yo, y está imposible. Ve rojos por todos lados, quiere derribar al gobierno, le ha dado verdaderamente por lo nacional. Buf. Su mujer le tiene de ejercicios espirituales para desintoxicarlo y todavía no le deja salir a la calle.