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– No sabes cómo está -añadió Andresito-. Casi mejor espérate unos días y luego le das las pistolas. Está mi cuñadoprima, ¿se dirá así?, hasta la punta del pelo de música militar, aunque ya esta mañana Fernando ha empezado a poner algo de zarzuela en el tocadiscos. Va mejorando.

Reímos todos.

– Bueno, no os riáis -dijo Lucía-. Que él se lo toma muy en serio.

– Calla -dijo Jaume-. ¿Te acuerdas de cuando quiso salir de casa a las cinco o las seis de la madrugada vestido de uniforme a rescatar a Andresito, que había desaparecido?

– ¡Madre mía! -exclamé-. De eso hace por lo menos diez años, ¿no, Andresito?

– No. Algo menos. Lucía y yo nos acabábamos de casar. No teníamos una peseta y yo empezaba con el bufete.

– Es verdad -dijo Juan-. Debe de hacer como unos ocho años o así.

– ¿Qué pasó? -preguntó Carmen Santesmases-. Ésa no me la conozco yo.

– Claro que no la conoces -dijo Domingo riendo-. Era el método que utilizaban éstos para llevarse de juerga a los maridos de mujeres celosas.

– ¿Ah sí? -exclamó Carmen con sorpresa.

– Éstos siempre andaban con bromas pesadas -dijo Biel.

– Es que yo, aquella noche, llamé a Andresito, eso… más o menos a las tres de la madrugada -dije-. Cogió el teléfono Lucía. Lo recuerdo como si fuera ahora. Le dije, poniendo voz de susto, que habían detenido a Jaume y que había que ir a sacarle de la comisaría, que seguro que le iban a torturar, que no se andaban con chiquitas

– Ya -dijo Lucía-, y en realidad lo estaban esperando todos en la esquina y se fueron de copas hasta las ocho de la mañana. ¡Bueno, cómo volvió Tomás! -Sacudió la cabeza y, luego, le entró la risa nuevamente-. Fernando era teniente entonces. Le llamé para contárselo y quiso salir con la pistola en la mano porque estaba convencido de que también habían detenido a este bárbaro -añadió, señalando a Juan con la barbilla.

– Al final os conocían a todos en Palma, como si fuerais la peste -dijo Sonia.

– Calla, calla -dije-. ¡Que si nos conocen! ¿Sabes lo que me ha pasado hoy en Palma? Estaba en el Bosch tomando una coca-cola y me fui al váter. Y al momento entró un tío allí al que yo no había visto en mi vida. Sería algo más joven que yo. Por ahí… No sé. Bueno. Esto… se me puso al lado, bueno, ya sabéis -Carmen me miró frunciendo el entrecejo-, sí, hombre, Carmen, ya sabes que los hombres hacemos estas cosas de pie, ¿no?

– ¡Qué cochinos sois! -dijo Carmen poniendo cara de disgusto. Luego, como si tal cosa, preguntó-: ¿Y qué pasó?

– Nada de lo que piensas, Carmen. El tío me dijo oye, tú eres hermano de Javier, ¿no?

Javier levantó las cejas y a Juan se le atragantó un sorbo de vino. Tosió estrepitosamente hasta que consiguió aclararse la garganta y luego dijo:

– ¿Te reconoció por qué parte de tu anatomía?

– No seas burro, Juan -dijo Sonia.

– No, no -dijo Jaume-. Que conteste a la pregunta. ¿Por qué parte de tu anatomía?

– Por la nariz. -Rieron todos-. Bueno, bah, el caso es que me dijo tú eres hermano de Javier, ¿no? Y le contesté que sí. Y entonces él me dijo es que hay que ver, sois todos iguales, los hermanos. Dale recuerdos a Javier cuando le veas.

– ¿Y cómo dijo que se llamaba? -preguntó Javier.

– Ah, ni me acuerdo. Era bajito y moreno, yo qué sé. El caso es que le dije que bueno, que te daría recuerdos… Por cierto, me dijo el tío, ¿no tendrás quinientas pesetas? Es que tengo que pagar los cafés y no llevo dinero.

– ¿Y se las diste? -preguntó Biel.

– ¡Hombre, a ver!

Jaume, como siempre, seguía la conversación con un aire entre descreído e irónico, como si se preguntara permanentemente cómo era posible que hubiera caído en este mundo de locos. Pero Biel, Lucía, Andresito y Juan reían encantados mientras Carmen guardaba el entrecejo fruncido. Sólo Marga sonreía ligeramente, hasta que me di cuenta de que me estaba mirando. Levanté la vista y, en seguida, desvió la mirada. Pero al cabo de un momento volvió a clavar los ojos en mí y ya no los apartó hasta que pasó un buen rato y bajé la mirada. Pierde el que aparta la vista. Había sido un juego al que habíamos jugado mucho ella y yo.

– Oye… -dijo Carmen poniendo cara de sospecha-. ¿Qué es eso de que os llamabais…?

– Me parece que me habéis fundido las salidas nocturnas -dijo Biel.

– Por cierto -dije-, ¿dónde está Tomás? Pensé que vendría hoy.

Todos, menos Jaume, se pusieron serios.

– No sabemos -contestó Carmen por todos-. Ha desaparecido. ¡Bah! De todos modos no pintaba nada aquí… -Hubo un largo silencio.

– Me sabe mal que digáis eso -dijo Alicia mirándolos a todos con los ojos de gacela muy abiertos. Nunca me ha dejado de encandilar ese rostro tan lleno de dulzura-. A Tomás lo quisimos todos… -añadió en el tono suave de voz que nunca alteraba-. Tenía sus cosas, como todos, y sus rarezas… No es para decretar que ha muerto. No es para que digáis ahora que no pintaba nada… Verdaderamente, qué memoria más frágil tenéis… -Y miró a Jaume como para tomar fuerzas de él aunque nunca las necesitara.

– Está en Madrid. -Jaume me miró y asintió-. Allí está, sí.

– Le llamaré mañana.

Se hizo un silencio incómodo. Luego, Carmen murmuró «era un zafio» y se encogió de hombros.

La pandilla de Lluc Alcari se había formado del modo casual con que ocurren estas cosas en verano. Éramos todos muy niños aún -tendríamos nueve o diez años, algunos once o doce- y nos veíamos en la cala, bañándonos por las mañanas.

Al principio, cuando no lo conocíamos aún, el que más nos impresionaba era Jaume Bonnín, que se tiraba desde la roca más alta y, además, de cabeza, con cierta solemnidad y sin mirar a nadie. Todo lo que hacía llevaba el mismo sello majestuoso. Jaume saltaba desde la roca aquella y luego nadaba hasta la orilla y salía del agua, creíamos que aparentando indiferencia para darse aires. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que no hacía nada de aquello para impresionar; simplemente no le daba importancia, y como además sus registros de seriedad o regocijo eran distintos de los nuestros y no le percibíamos la ironía, las más de las veces nos parecía un chico hierático y lejano. Pero andaba y trepaba más que ninguno y nadaba más lejos.

También nos fijábamos (bueno, yo menos, que lo conocía bien, claro) en Javier, que se tiraba al agua desde otra roca más baja pero con mucha mayor pericia y gracia; tanta, que parecía volar sin estar sometido a la ley de la gravedad. Casi sin tomar impulso, se lanzaba al aire y giraba sobre sí mismo muy despacio, muy despacio, hasta ponerse boca abajo justo antes de entrar en el agua sin que salpicara una gota. Muchas veces lo aplaudían desde la orilla.

Al tercer o cuarto día de ver cómo lo hacía Jaume, Javier, que era el hermano que me seguía en años, me dijo:

– Oye, Borja, ¿tú serías capaz de saltar desde la de arriba?

– Pues claro -le contesté-, pero ahora no me apetece.

– Ya, no te apetece. Lo que te pasa es que tienes miedo.

– ¿Miedo? Ni hablar, chaval.

– Pues, entonces, tírate.

– Venga, tírate -dijo Luisete, que tendría unos cinco años y que no hacía más que repetir lo que decían los demás.

Con indiferencia aparente (yo sí por darme aires y disimular el miedo), me levanté de los escalones que hay en el extremo de la cala y en los que dejábamos nuestras toallas. Mamá me dijo como de costumbre:

– Oye, Borja, ten cuidado con tus hermanos. Idos, pero que yo os vea.

Siempre llevaba un traje de baño negro con los tirantes muy anchos, el escote bien tapado y una pudorosa faldita que ocultaba el principio de los muslos.