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Me tiré al agua y fui nadando hacia la gran roca. A los pocos metros había que salir del agua y trepar por el camino que sube al torreón de la cala. A media altura se desviaba uno hacia la izquierda y allí mismo estaba la roca con su pretil asomando hacia el mar. Lo cierto es que estaba allá arriba del todo, a diez o doce metros de altura, y que, cuando me asomé por primera vez, me pareció que el salto era imposible de dar. Aquello disolvía cualquier propósito, cualquier valentía.

– ¡Venga, Borja! -gritaba Javier desde el agua allá abajo.

Me acerqué al borde y amagué el salto inclinándome sobre la pierna izquierda y poniendo la mano sobre la rodilla, como para tomar impulso. Repetí el gesto dos o tres veces.

De pronto, a mi lado apareció una niña morena, alta y delgada, con cara seria. Llevaba un traje de baño de colorines y tenía unas piernas interminables, como un potro recién nacido. Me miró.

– ¿Vas tú? -dijo.

– No, no, vete tú primero -contesté.

Sin esperar a más, la chica saltó y al segundo se hundió en el agua. Entró de cabeza, con las piernas un poco separadas y las rodillas dobladas. Años después me confesó que había sido la primera vez que se había tirado de cabeza.

Volvió a subir. Yo me había apoyado contra la roca intentando aparentar indiferencia.

– ¿Te has tirado alguna vez? -me dijo.

– Hombre, pues… Bueno, bah… no.

– Si quieres, dame la mano y vamos juntos. La primera vez es más fácil así -dijo, ofreciéndome la mano.

Me encogí de hombros.

– Bueno -dije, y le agarré la mano.

– A la de tres… Una… Dos… Y… ¡Tres!

Tiró de mí con fuerza y caímos a plomo en el agua. Me pareció que el salto duraba una eternidad, pero no me dio tiempo a taparme la nariz. Me entró agua hasta los sesos y, cuando conseguí salir a la superficie, estuve un rato tosiendo y estornudando. Me raspaba el paladar.

– Te tienes que tapar la nariz -dijo ella-. ¿Cómo te llamas?

– Yo, Borja, ¿y tú?

– Margarita, pero todos me llaman Marga. -Y se alejó nadando como un pez.

VI

Javier, el más desvalido de mis hermanos, no había tenido una vida sentimental fácil. Desde luego yo tampoco se la auguraba ahora que iba a casarse con Marga. ¿Qué iba a ser aquello? ¿Un adulterio, un matrimonio entre hermanastros, una inmoralidad? Marga me descartaba y escogía a la siguiente víctima propiciatoria, al siguiente de la lista. Mi hermano.

Ahora que lo pienso con la mayor exactitud de una recapitulación a conciencia, confieso que nunca había profundizado mucho en mi relación con Javier. A veces, bien es verdad, me pregunto si soy capaz de profundizar en relación humana alguna. Una duda de corta duración porque sé bien que suelo rechazar los compromisos inútiles, reservándome para los fundamentales. Llamo inútil a un compromiso con mi hermano, ¡dios mío, cómo suena!, aunque no por falta de cariño hacia él sino por innecesario: Javier estaba tan arropado por el amor de todos nosotros que se hubiera dicho que estaba untado en miel. No. No le hace falta.

Y si en lo que a mí respecta se desperdigara uno en exceso, ¿no es cierto que la involucración perdería fuerza y, llegado el momento de implicarse, no sabría cómo reconocer una causa de verdad merecedora de sacrificio y entrega?

Un día, sin venir a cuento, a propósito de nada, como si expresara en voz alta la conclusión de un pensamiento meditado en silencio, Marga me dijo «eres un picha fría». Me ofendí mucho y protesté. Le pregunté por qué me lo decía, pero se encogió de hombros y no quiso explicar más.

Hoy por fin no había dolores en el semblante de mi hermano. Hoy, en este instante del reencuentro de casi toda la pandilla en la casa de Juan en Selva (¿para celebrar qué?, ¿mi regreso o la boda de Marga por fin?), Javier, sentado a la mesa al lado de Marga, sonreía. Adoptaba sin quererlo ese aire sereno y un poco distante que le confería un halo romántico sin duda atractivo y que era gran parte del encanto de su popularidad como concertista. ¡Cómo me irritaba a veces! Se lo había dicho muchas veces: «Coño, Javierín, que pareces maricón.» Y él al principio se echaba a llorar; luego, años más tarde, me miraba con rabia.

Tímido, callado, pusilánime, en ocasiones parecía no enterarse de nada. No podía ser así, claro: para prometerse a Marga tenía que haber dado más de un paso valiente, incluso si la decisión final la había tomado ella. Bueno, tal vez no, tal vez no había tenido que dar paso valiente alguno. Y había querido su buena estrella que, apetecido o no, en este momento de la vida todo le sonriera.

Semanas antes, ignorando mis propios sentimientos (¡y yo qué sé cuáles podrían ser éstos!), comprendiendo que, tras mi huida de tanto tiempo antes, ella lo había dado todo por acabado (en estos torbellinos tan desconcertantes para mí era Marga quien decidía, siempre Marga), había dicho a mi hermano: «Tú sabrás, Javierín, porque Marga es mucha Marga; a mí me rechazó; y si te quiere a ti es que seréis felices, pero no dejes que te coma el terreno. Defiéndete.» ¿Defiéndete? ¿A quién se lo estaba diciendo?

Javier. Yo lo había protegido, le había dado cobijo en Madrid mientras estudiaba la carrera, lo había ¿educado? No sé. ¿Se puede educar a alguien a quien no se conoce bien, a quien no se quiere conocer más de lo indispensable? En realidad, a Javier lo habíamos enseñado a manejarse por el mundo don Pedro y yo al alimón. Ambos le habíamos servido de sostén durante todo este tiempo y aún hoy creo que, sin nosotros, habría quedado desvalido, sin recursos ante la vida. Don Pedro se ocupaba del alma, ésa era su misión, ¿no?, curador de almas, y yo lo llevaba de la mano por la vida, comprándole camisas y enseñándole a obtener mejor provecho de las discográficas y mayor rendimiento de su vida sentimental. Un trabajo compartido y supongo que bastante exitoso a juzgar por los resultados.

El optimismo insuperable de don Pedro, esa especie de belicosidad hacia el bien con que abordaba cualquier cosa que tuviera que ver con nosotros, incluso cuando nos tiraba de las orejas después de misa los domingos, había librado a Javier, siempre tan frágil, del hundimiento moral en más de un momento de pesimismo y desesperación. Sospechaba yo que, habiendo tomado sobre sí la redención de nuestras almas, don Pedro la entendía como una encomienda total de la divina providencia: una labor permanente en la que el fin justificaba todos los medios. O por explicarlo con un ejemplo pertinente: tras haber oficiado en la ceremonia de matrimonio de Javier y de Elena y luego haber bautizado a sus dos hijos, don Pedro, ya como juez de la Rota mallorquina, había facilitado la causa de nulidad de ambos cuando se rompió la pareja, y estoy seguro de que ahora consideraba que su obligación era intervenir como celebrante en el nuevo casamiento de Javier con Marga. Puede que me equivocara, pero se me hacía muy cuesta arriba creer que don Pedro no era consciente del cúmulo de mentiras y engaños de los que esta ceremonia del absurdo estaría teñida. Y si se daba cuenta, seguro que todo lo atribuía a la necesidad del bien último. Luego supe que tenía serios reparos que oponer a esta nueva boda, como no podía menos de ser conociéndonos a todos como nos conocía. Pero su obligación de gallina clueca le tenía impuesto un deber al que nadie ni nada le harían renunciar.

Ciertamente, el personaje no cuadraba con la idea que todos nos hacemos de un cura rural. Don Pedro era más fino que todo eso, su cultura era mayor y su ambición probablemente no conocía límites. Hijo de la tierra mallorquina, lo habían ayudado las ancianas tías de Juan y Marga pagándole la educación y el seminario, la universidad pontificia en Roma y, luego, la instalación en un pequeño piso de Palma, mientras el tío sacerdote lo acogía como discípulo. Para don Pedro ocupar la parroquia de Deià debió de ser apenas un peldaño en lo que consideraba su inevitable destino hacia ¿el cardenalato?, ¿el papado? ¿Quién podría asegurarlo?