– Pero ¿por qué dices eso, Marga? -exclamó Sonia con vehemencia-. Esto no es una tragedia griega, es una tontería de unos metomentodo y… y… deberíamos haber dejado en paz a esos dos. Yo lo comprendo muy bien. Elena tiene razón al protestar. ¿Qué sabemos nosotros de lo que pasó entre ella y Javier? ¿Y qué nos importa? -Juan la miraba con cierta sorpresa complacida.
– Mujer -dijo Carmen-, estando nosotros de por medio… lo que hicimos fue amortiguarles el golpe a los dos…
– No… no -dijo Javier mirando únicamente a Marga-. No. Creo… creo que queríais enteraros de todo, meteros en donde nadie os mandaba… En el fondo, a mí me da igual, pero…
– ¡No digas bobadas! -exclamó Juan-. Si no llegamos a estar aquí, os hubierais matado el uno al otro. Estabais en la mierda hasta aquí -se señaló la frente-, y no teníais ni idea de cómo salir.
– ¡Fue Javier, con ese esnobismo idiota que tiene! -gritó Elena-. Que no quería más que tocar para los reyes y los presidentes y lucir el palmito mientras yo me quedaba en Palma cuidando de los niños…
– ¡Porque te daba la gana! No querías acompañarme… te aburría, ¿eh?, te aburría. Nunca quisiste entender mi manera de vivir -añadió Javier con sorprendente vehemencia-. A mí también me aburría tener que andar en cócteles y recepciones…
– ¡Ya!
– ¡Es cierto! Y mientras, tú estabas aquí -miró con rapidez a Domingo-, estabas aquí, ¿eh?, haciendo otras cosas, ¿eh?, que… que… te apetecían más… y…
– ¡Pero, hombre! -exclamó Alicia. Se la veía muy enfaldada. No. Más que enfadada, profundamente ofendida, escandalizada.
Y Elena volvió a levantarse de un salto, y esta vez apartó la silla, rodeó la de Juan y salió precipitadamente del salón.
– ¿Veis? -dijo Juan.
Jaume suspiró.
– Y al final se pudre todo.
Domingo también se puso de pie. Apoyó las fuertes manos en el mantel, nos miró a todos.
– Bueno -dijo con su voz suave-. Ya sabemos lo que son estas cosas, pero en realidad deberíais de respetar a Elena un poco más. Lo pasó muy mal… Entiendo que lo que queréis es echarle una mano, pero a lo mejor estaría bien que no la presionarais tanto. -Hinchó los carrillos y luego sopló con suavidad. Se metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros. Apartó la silla empujándola con una pierna y se dirigió al salón en busca de Elena.
– Baja el telón -dijo Jaume.
– Todavía no, Jaume -murmuré.
Carmen inclinó la cabeza, extendió las manos, dobló los dedos y se miró las uñas. Me chocó que hiciera un gesto tan masculino.
– No sé, Biel -dijo dirigiéndose a su marido, sentado frente a ella-, no sé. Oigo a uno, oigo a otra y no sé quién tuvo la razón. -Se encogió de hombros-. Creí que arreglándolo tú se acabarían los problemas…
Marga dio un bufido.
– Si no hay problemas -interrumpió Javier, volviendo a su tono suave-. Quiero decir… bueno, sí hay problemas, pero son los inevitables, ¿no? Un matrimonio se rompe porque… por las causas que sean, ¿verdad? Son tragedias inevitables. Pero una vez que ha ocurrido es una bendición del cielo que, con hijos de por medio, como nosotros, marido y mujer se sigan viendo, sigan siendo amigos… como nosotros.
– Si yo me divorciara de mi marido -dijo Marga en voz baja-, no es que no lo quisiera ver o seguir siendo amigos, es que le clavaría un cuchillo.
Un silencio.
Y entonces se me antojó que allí el único que se estaba divirtiendo de verdad era Jaume. Alicia, su mujer, que, conociéndolo tan bien, lo sabía, mantenía inclinada la cabeza, pasando vergüenza; seguro que después lo regañaría y le afearía la conducta; «eres más malo…», le diría. No me quedó más remedio que sonreír, hasta que, desviando un poco la mirada, la fijé en Marga. Tenía clavados sus ojos en mí y le brillaban como faroles en la noche.
– Bueno, cómo vienes, Marga -dijo Juan. Su hermana se encogió de hombros.
– No sé -interrumpió Lucía-. Estamos como ventilando el futuro de Javier, que es su futuro marido… y no me extraña que se enfade.
– Hombre, el futuro de Javier y el de Elena, que es tu hermana…
– Ya sé que es mi hermana y lo único que quiero es verla feliz… igual que a ti, Javier…
Marga dio con las manos abiertas una palmada sobre el mantel. No me pareció un gesto muy enfadado, sino más bien sarcástico.
– Pues sí. Aquí todos nos dedicamos a salvarnos la vida y a asegurarnos de la felicidad del prójimo y… lo único que deberíamos hacer es intentar garantizarnos la propia. Un poquito menos de generosidad con los prójimos y algo más de egoísmo bien entendido. Pero no… Esto es como una cárcel.
– Será -dijo Jaume; hablaba con lentitud-. Pero no veo a nadie con ganas de conseguir la libertad. Para uno que lo hace -me señaló con la barbilla-, se lo estamos reprochando como si fuera un criminal.
Siempre he tendido a darle la razón a Jaume sin disentir en nada. Nuestras discusiones eran desde cada principio un acuerdo de voluntades, no sé si porque me estimulaba su manera de pensar, me ganaba por la mano su mejor capacidad dialéctica o quería estar siempre en el grupo de los que opinaban como él porque de manera instintiva le reconocía la superioridad intelectual.
– No sé por qué os calentáis la mollera de esa forma -dijo Andresito, que era la mejor persona, la más desprovista de doblez y maldad que hubiéramos conocido jamás-. Nada de esto tiene mucho misterio; toda la culpa la tiene Domingo desde el principio: él fue el que se aprovechó de la nocturnidad.
Juan dio un largo silbido.
Cuando veintitantos años antes habíamos conocido a las tres hermanas, a Lucía, Elena y Catalina, Juan y yo las habíamos bautizado inmediatamente como las Castañas. No porque fueran feas sino porque no guardaban ningún parecido entre sí. Castañas, como «se parece lo que un huevo a una castaña». Ninguna de las tres había cambiado nada en todo este tiempo. Lucía siempre había sido la más vivaracha, Catalina la más introvertida, casi una mística, y Elena la más idealista, la que pretendía reformar el mundo sin apartarse de la tierra.
Catalina daba a veces la sensación de comprender tan poco lo que decía la gente que, con la crueldad propia de los niños, decíamos de ella que era una retrasada mental. No lo era, claro: en realidad estaba perdida en alguna nube de reflexión introspectiva, lo que con los años acabó empujándola a refugiarse en el budismo para intentar alcanzar la paz interior. Podría haber sido igualmente la secta Moon; cualquier cosa, cualquier filosofía de la paz interior y del desprecio por el mundanal ruido habría servido, siempre y cuando no fuera esclava de hipocresías y servidumbres terrenales, como aseguraba ella que sucedía con la religión católica.
Nunca la tomamos en serio; nuestras coordenadas eran demasiado livianas para eso. Sólo Jaume la miraba en silencio y a veces, ya cuando ambos tenían más de veinte años, se la llevaba a pasear.
Aquella mujer era desconcertante para nosotros, que sólo hubiéramos podido llegar a entender la mística en clave de cristianismo: si se hubiera pasado la vida en misa y comulgando o rezando el rosario, la habríamos apodado la Beata, y nos habríamos reído de ella. Pero no. Tal como era, sus peculiaridades se nos antojaban locuras, y le pusimos Jare, por Haré Krishna, pero el mote nunca funcionó y pronto lo abandonamos. En realidad, me parece que no estábamos preparados para comprender nada que se saliera de lo ordinario. Cuando le empezaron a crecer los pechos y Juan vino un día muy excitado a contarnos que no sólo se los había visto, sino que se los he tocado, macho, y están duros, ¿sabes?, Catalina se convirtió para nosotros en una especie de Maritornes cuartelera. La creíamos propiedad nuestra y se hubiera dicho que podíamos ir por turnos, incluso las demás chicas, a mirarla, hasta que perdimos la vergüenza y nos dejó de parecer turbador. A ella todo esto la dejaba indiferente y hasta se reía de nuestra excitación: su cabeza y probablemente su alma estaban en otro lugar. A veces tomaba el sol completamente desnuda delante de nosotros en algún acantilado de La Muleta, y llegó un momento en que no le dábamos mayor importancia. Allí, al sol, entrando y saliendo del agua, vivíamos en un mundo aparte en el que las cosas eran más naturales. No había artificio. Catalina tenía un cuerpo bonito pero no demasiado provocativo.