Sus facciones, sin haber dejado de ser como eran un año antes, habían madurado y su cuerpo se adivinaba esponjado como una flor.
Allí estaba, en la carretera, a la salida del pueblo.
– ¡Mira, ahí está Marga! -exclamó Sonia, haciéndole grandes gestos de saludo desde la ventanilla.
– Soooonia -dijo mi madre con tono de reconvención.
– Bueno, vale, mamá. -Desde el asiento delantero, Sonia se volvió a mirarme con una sonrisa. No dije nada. Sólo fruncí el entrecejo para que callara.
Cuando más tarde nos reunimos toda la pandilla en nuestro lugar habitual en el pueblo, frente al bar La Fonda, Marga fue la única que no participó en las muestras generales de alborozo. Saludó abstraída con un gesto lento de la cabeza. Seguía con los brazos cruzados sobre el pecho y la misma bata verde, pero ahora llevaba todos los botones castamente abrochados. Esperaba yo que me sonriera con ironía, la misma ironía con que me había despedido casi un año antes, pero no; por lo visto la había asaltado una gran timidez y me pareció que, como todos, tardaría algún tiempo en vencer el distanciamiento de la intimidad interrumpida. Era, claro, la nueva edad.
Estuvimos allí un rato mirándonos todos. Los más pequeños hablaban y se contaban las travesuras del año y las notas del colegio. Alguno explicaba cómo ya había comenzado a bañarse en el mar y la mayoría quería que empezáramos a planear nuevos juegos allí mismo, concursos de destreza, desafíos entre dos bandos, excursiones, cosas así. Para eso estaba Ca'n Simó, ¿no? Marga, bueno, Marga y yo éramos quienes generalmente lo organizábamos todo, pero esta vez los mayores habíamos crecido demasiado y no estábamos para piratas, casi ni siquiera para más que sentarnos en corro y charlar o guardar silencio. Para mirarnos sin culpa, despojados del rigor moralista del invierno en la capital. En la capital, a las niñas las expulsaban del colegio si eran sorprendidas vestidas de uniforme hablando con chicos. En Deià, en el Mediterráneo en verano, el contacto entre chicos y chicas se normalizaba, perdía su empeñado tinte pecaminoso.
Ahora, aquella tarde, lo único que hicimos fue limitarnos a disfrutar del reencuentro, haciendo como si nada, escudriñándonos de reojo.
Juan, dándose como sin querer la vuelta de tal modo que nadie pudiera verle desde La Fonda, con gran aplomo sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa, se lo puso en la boca y lo encendió con unas cerillas de cera. No fue un gesto de principiante. Todos lo seguimos con la boca abierta.
Aquel día de principio de verano de mis dieciséis años olía a aceite en todo el pueblo y había llegado la hora del anochecer sin que el sol dejara de brillar bien alto en el firmamento. Arrastraba estrías de luz por el asfalto y las encaramaba por los muros, jugueteaba con las bignonias y entraba y salía por entre los jacintos y la yerbaluisa. En los naranjos del inmenso jardín de los Santesmases veíamos a Oliver, el pequeño chucho de Biel, correteando y persiguiendo mariposas; se paraba con las cuatro patas rígidamente separadas y, luego, ladrando, daba saltos inverosímiles para alcanzarlas sin alcanzarlas nunca. Después se cansaba y se ponía a dar vueltas alrededor del tronco de un naranjo buscando morderse la cola. A veces resbalaba sobre una naranja caída y se detenía de golpe como si nada de todo aquello fuera con él; levantaba una pata y con tres gotas de orina volvía a marcar su territorio. En la terraza de La Fonda algunos hippies americanos de los que acudían a Deià a venerar a Graves estaban sentados casi inmóviles, leyendo restos de un periódico de San Francisco o dando pequeños sorbos a un café de puchero por el que el posadero cobraba una peseta. Habíamos vuelto a casa.
Me pareció que Biel había crecido el que más y que las tres hermanas, las Castañas, también habían dado un estirón.
Marga era otra cosa.
Y sólo Jaume sonreía ajeno a todo, sin darle gran importancia a la ceremonia; estábamos aquí, pues estábamos aquí.
– ¿Qué tal? -me preguntó Juan sacudiendo con displicencia la ceniza de su pitillo. Le había cambiado la voz y, oyéndole, se hubiera dicho que era ya una persona mayor. La tenía ronca y fuerte. Pero no se afeitaba aún y la pelusa del año anterior se había convertido de pronto en un bigotazo renegrido, blando y sucio.
– Bien -dije. Me encogí de hombros. Miré a Marga-. ¿Y tú? -le pregunté a ella después de un rato. Bajé la vista.
– Bien. ¿Y tu nariz?
– Bah, bien.
Sonrió.
– Te ha quedado un cuerno.
Alargó el brazo y me pasó un dedo por la cara resaltándome exageradamente el perfil. Fue un gesto muy adulto, como si me hubiera acariciado una amiga de mi madre, y aparté la cara, sobresaltado. Marga quitó la mano, echándola hacia atrás como si le hubiera dado calambre.
– ¡Chico! -murmuró.
– Fue culpa tuya -dije.
– No. Tú, que echaste a correr…
– Ya, correr…
– … Y te has afeitado…
– ¿Y qué?
– ¡Nada, chico! Uh, Dios mío, cómo se pone…
– Venga, Sonia, Javierín, vamos a casa que tenemos que cenar -dije.
– ¿Nos vemos luego? -preguntó Juan.
– Vale.
– Oye, Borja -dijo Sonia mientras íbamos hacia casa-, no estaréis peleados otra vez, ¿eh?, Marga y tú. -Me encogí de hombros y no dije nada-. Porque sois unos pesados… todo el día igual. Jo…
– ¿Qué tal vuestros amigos? -preguntó mi madre cuando llegamos a casa-. ¿Quiénes están? Los de siempre, ¿eh? Me pareció que Marga estaba guapísima allí en la carretera. Hay que ver cómo cambiáis de un año a otro. En fin, habrá que acostumbrarse a que el tiempo pasa, que nosotros no nos hacemos más jóvenes y… y… Y tú, Sonia, cuidadito…
– Cuidadito ¿con qué, mamá?
– Pues con que no hagáis ninguna tontería. ¿Y ese Jaume? No me gusta nada ese chico. Es más poco de fiar… Me parece como muy revolucionario…
– Pero, mamá… Anda que le tienes una manía… ¡Si es un tío normal!
– Sí, normal… Y no se dice tío. Anda, Borja, que sé bien lo que me digo. ¿Y Juan y Biel? Me parece que os voy a tener que organizar una merienda una tarde de éstas.
– Y ¿por qué?
– Porque sí. Que os quiero yo tener con las riendas bien cortas. Yo sé lo que me digo, anda, que este verano os voy a tener que vigilar muy de cerca. Menos mal que está don Pedro…
¡Mierda!, pensé. ¡Don Pedro! Menuda tabarra. Como me tire otra vez de las orejas este año le voy a decir que se vaya a la mierda. O mejor, que no vuelvo. Me zumbaba por el cuerpo la rebeldía y estaba para pocas monsergas.
Debería haberlo comprendido. Aquel día de nuestra llegada había algo más que la emoción del regreso a casa: en el aire de la anochecida flotaba un desasosiego, un temblor eléctrico como los que preceden a las grandes tormentas de rayos y truenos, cuando las ramas de los pinos y las rocas en la oscuridad parecen circundarse de un aura azul y temblorosa que al menor contacto va a circularnos por el cuerpo y nos va a entiesar el pelo y acalambrarnos el estómago. Flotaba en el aire, sí. Era un aire de amenaza, una tensión premonitoria, una oleada de sensualidad, ¿qué otro nombre podría tener?, tan fuerte que, de puro embriagadora, me resultaba hasta desagradable.
Sí. Debí entender lo que me estaba diciendo el cuerpo, lo que toda la naturaleza, hirviendo de savia del verano, me predecía.
Y yo sólo estaba desasosegado. Inquieto nada más, inseguro, sabiendo que algo me rondaba la cabeza o el corazón o el sexo y que era incapaz de descifrarlo. ¡Qué descifrar, si no llegaba aún ni a percibirlo! Para descifrar hay que tenerlo delante. Y yo no sabía ni dónde estaba lo que no llegaba a entender, el murmullo profundo, como de ánimas, el vahído que me ahogaba.
Ay, Marga, Marga. Era en verdad mi lado negro.
Todo aquello me pilló por sorpresa y me dejó anonadado. Entiéndaseme. Me es muy difícil reproducir, veinte años después, el terror, el sofoco, el desmayo, la locura del día en que un muchacho de dieciséis años pierde la virginidad. Ha pasado demasiado tiempo y las impresiones, tan vivas entonces, tan frescas, han perdido sus perfiles más nítidos. Y no por olvido sino porque se le han amontonado años de mati-zaciones, de refinamientos, de experiencias, y entre todos han dejado romos los recuerdos y las sensaciones de un instante único.