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Fui el primero en llegar aquella noche a nuestra cita colectiva del murete de la carretera. Como todo lo nuestro, el lugar había quedado escogido por acuerdo tácito e involuntario; alguien debió de sentarse allí un día en la revuelta del camino a sacarse una piedra del zapato o a esperar a un rezagado. Desde aquel momento impreciso, el murete había quedado consagrado como punto de encuentro cotidiano, allí, más o menos a un kilómetro de Deià en dirección a Sóller, más o menos kilómetro y medio antes de Ca'n Simó, que era donde recalábamos después.

Me senté sobre el murete con las piernas colgando hacia afuera. A mi izquierda quedaba la mole silenciosa e imponente de Son Bujosa, rodeada de sombras de olivos y de naranjos. Bajo el cielo estrellado, queriendo, podía oírse el castañeteo eléctrico de las cigarras: parecía que se iban adormeciendo muy despacio con el tintineo de las esquilas de un rebaño de ovejas desparramado a la busca nocturna de su magro sostén de yerbajos, pero con dar tan sólo una palmada en la piedra guardaban silencio de golpe para, a los pocos segundos, olvidar la pereza estival y retomar su carraca con renovados bríos.

De frente me esperaba el mar, masa sombría y amiga, apenas subrayada en el horizonte por el hilillo de resplandor opaco que queda tras la puesta del sol.

– Te he echado de menos -murmuró Marga desde detrás de mí.

Me sobresalté y miré hacia atrás. Se había sujetado el pelo en una cola de caballo, larga, larga.

– No te muevas -me dijo. No fue una orden como solía. Apenas un ruego en voz baja.

– Hola -dije. Y volví a girar la cabeza hacia el mar.

– ¿Y tú? -Me puso la mano en el hombro y me sacudió muy despacio-. Y tú, ¿me has echado de menos?

El tono de su voz y la suavidad decidida de sus movimientos encerraban tanta madurez que me quedé petrificado de terror, absolutamente incapaz de manejar aquellos sentimientos de gente mayor con los que Marga me asaltaba. Lo terrible, lo insoportable, lo que me estaba derrotando sin remedio era esta traslación repentina que ella me imponía desde mi mundo bien protegido de masturbaciones, desde la concha completamente privada de mis sueños a la realidad tangible de la presencia insolente de su piel.

No pude contestar.

– ¿Eh? Dime -repitió.Me encogí de hombros.

– Pues claro. -Tenía seca la garganta y apenas si se me debió de oír.

Marga pasó una pierna por encima de las piedras y se sentó a mi lado. Ahora, la bata verde tenía cuatro botones desabrochados y en la penumbra tuve tiempo de adivinarle culpablemente el interior de un muslo. En seguida levanté la vista para que no lo notara. ¡Pero, Dios, cuántas veces había intentado imaginar cómo sería su tacto! ¿Seda? ¿Raso? ¿O franela? Me había pasado el invierno haciendo pruebas con una combinación de mi madre subrepticiamente examinada, con un traje de fiesta de Sonia y con un pijama de Javier, sin saber con qué quedarme. Pero luego me exasperaba y, tenso y tan endurecido que me dolían de modo insoportable el sexo, los muslos, el bajo vientre, acababa abandonando el juego, convencido de que de todas maneras era inútil porque nunca llegaría a comprobar de qué estaba hecho en realidad aquel tormento.

Marga me puso la mano en la rodilla y fue como un calambre que me desmayara entero.

– ¿Me tienes miedo o qué?

– ¿Miedo yo? Qué va. ¿Por qué tendría que tenerte miedo? -contesté sin mirarla. Y tuve la sensación táctil de que sus ojos me tocaban la mejilla.

– No sé… como tiemblas…

– Qué va. -Carraspeé.

– Entonces mírame y dime cuántas chicas han ligado contigo este año. A que no te atreves…

– ¿Yo? -La miré-. ¿Atreverme? ¿A qué?

– Atrévete. -Ya no supe cuál de los dos era el que temblaba: todo su brazo, desde su hombro hasta mi rodilla-. A que no te atreves a darme un beso.

Quise reír con suficiencia, pero sólo me salió un principio de graznido adolescente. Entonces parpadeé varias veces muy de prisa, para disimular, y Marga, como había hecho un millón de años antes, un siglo de embriagadoras pesadillas antes, acercó mucho su cara a la mía y me sopló un hálito con sabor a flores. En un instante me volvió el recuerdo que había intentado recuperar durante todo un año: la fragancia de su aliento, el calor del aire que se le escapaba de la nariz y me acariciaba la comisura de la boca.

Sonrió.

– Atrévete -dijo empujándome la barbilla con la suya.

Fue como morder una uva sin piel.

Creí que me desmayaría y me agarré con fuerza a la piedra. Marga dijo «oh» en voz muy baja y cerró los ojos. No nos chocaron los dientes como aquella otra vez. Solamente nos resbalaron los labios, de prisa de prisa como queriendo fugarse, y luego los juntamos de nuevo deslizándolos imantados y, al separarse, un trozo de piel quedó lánguido enganchado a otro, tanto que no supe si mis labios eran míos o de Marga, si aquella sensación asombrosa en la que todos mis sentidos se habían embarcado con impaciencia, sin control, era morir o volar. Y luego, en un impulso loco, quise olerle el aliento por dentro y ella se dejó. Fue como meter la nariz en una flor. Y luego su lengua se aventuró hasta acariciarme la mía, y sólo con eso me habría podido arrastrar hasta el mar. Noté que empezaba a subírseme un orgasmo y ni me dio vergüenza. Me había quedado sin fuerzas y me sentía completamente incapaz de hacer frente a este asalto indiscriminado de sensualidad. No es que me diera igual, es que estaba en medio de la corriente de un río de aguas turbulentas que me llevaban flotando hacia abajo, hacia el mar, inerte; dicen que los que se ahogan y los que se mueren de frío alcanzan ese mismo punto de indiferencia justo antes de sucumbir.

Marga exclamó «oh» de nuevo, en voz baja. Temblaba.

A lo lejos sonó la risa de Juan.

– Sí que te he echado de menos -dijo Marga con voz ronca, apartándose de golpe. Jadeaba.

– Y yo.

– ¿Ya estáis aquí? -dijo Juan. Venía con Sonia, con Javier, con las Castañas y con Biel, y traía un cigarrillo encendido en la boca.

– ¿De qué hablabais? -preguntó Javier.

– De nada, de cosas, del invierno y tal…

– Os estabais peleando -dijo Sonia en tono acusador. Marga la miró sin decir nada y sonrió.

– Qué va. Charlábamos.

– ¿Alguien ha visto a Domingo? -dijo Juan.

– No, es verdad. Estará en su casa y no se habrá enterado de que hemos llegado.

– Sí, pero ahora es tarde para bajar hasta allí -dijo Lucía, que había crecido mucho y se había convertido en la más mona de las chicas de la pandilla-. Ya le avisaremos mañana.

– ¿Pero es que vosotros no le veis si no estamos nosotros? -pregunté.

– Hombre, no. Lo vemos menos. Él no sale de aquí y nosotros estamos en Palma todo el invierno y no venimos aquí siempre los domingos. En Semana Santa…

– Domingo es raro -dijo Elena-. Es el chico más raro que he conocido en mi vida…

– Sí -dijo Biel-. Porque Jaume tiene sus rarezas, pero éste…

A Jaume lo respetábamos porque sabía cómo decir cosas desconcertantes y luego reírse de nosotros si le apetecía. Domingo, en cambio, era taciturno, casi alelado, siempre con la cabeza en las musarañas. Por explicarlo de otro modo, Biel, sin saber cómo, quería decir que las excentricidades de Jaume eran calculadas, tenían un propósito que casi nunca entendíamos pero que estaba ahí; las de Domingo no obedecían a nada. Sólo era un despistado. Pero nos lo disputábamos cuando hacíamos equipos para los juegos que Marga se inventaba porque conocía los montes y los caminos muleros y las rocas y las cuevas como nadie, sabía qué plantas tenían sabor a qué y cuáles hongos eran un poco venenosos, cuáles inocuos o cuáles, aseguraba, letales («mortales de necesidad», decía él). Jaume andaba por los riscos con mayor agilidad y fuerza. Domingo se deslizaba por ellos como una serpiente y eso lo convertía en un cómplice de aventuras totalmente deseable.