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(¿Y cómo iba yo a permitir que a partir de ahora Marga y yo encabezáramos bandos distintos en los juegos? ¿Todo el verano así?)

– Sí, bah -dije-, ahora está muy oscuro para ir a buscarle.

– Si quieres, te acompaño -dijo Marga.

– No. Ya es muy tarde, ¿no?, e igual están durmiendo. Ya le avisaremos mañana. -Me metí las manos en los bolsillos para que nadie notara cómo me temblaban.

– Gallina -me dijo.

– ¿Por qué? -preguntó Sonia.

– Por nada. Me parece que tu hermano le tiene miedo a la oscuridad.

– ¡Huy, qué va! -dijo Sonia-. No le tiene miedo a nada.

Marga rió y, protegida por la noche, desde detrás me dio un pellizco en la cintura. Me puse rojo de vergüenza, pero nadie lo notó.

Fue el gesto más íntimo que nadie me había hecho en toda mi vida.

VIII

Al día siguiente, domingo, nos vimos todos en misa de once. Estábamos desperdigados por la iglesia, cada uno con su familia. En primera fila, en el lado del evangelio, las Castañas con sus padres. En el lado de la epístola, mi madre ocupaba dos filas casi enteras con sus siete hijos. A mí siempre me tocaba a su lado; «eres el mayor, hijo, y ocupas el lugar de tu padre cuando él no está» (cuando él estaba también, porque mi padre no iba a misa). Detrás de nosotros, Juan y Marga con sus padres. Había visto a Marga al entrar y ella me había mirado seria seria, sin un gesto.

Más atrás, pero del otro lado, los Santesmases, con Biel y Andresito. Sentadas a su lado, Alicia y Carmen, las primas. Domingo no estaba, aunque sí sus padres. Él nunca iba a misa y ello enfurecía a don Pedro; debería de haber comprendido que Domingo era demasiado pagano, demasiado fruto de la tierra, para acercarse a una iglesia. Todas aquellas espiritualidades le parecían una sarta de pamplinas inútiles y, por consiguiente, las combatía a su manera, pero como era hijo del alcalde nadie le reprochaba el escándalo.

Las mujeres iban todas con velo y, de acuerdo con las prescripciones de la moral en uso, llevaban manga corta pero por debajo del codo. Mi madre, además, llevaba medias (y supongo que todas las demás mujeres también, aunque no lo recuerdo). Yo, pantalón largo.

Don Pedro siempre fue un cura elegante, no sólo en sus gestos o en su habla, sino en su modo de vestir. Celebraba la misa de los domingos de verano en Deià como si lo hiciera en alguna capilla vaticana ante la nobleza negra de Roma. Y en la misa de once jamás hablaba en mallorquín (ni en ninguna otra, ahora que lo pienso: estaba prohibido). En un pueblillo como aquél parecía absurda tanta pompa, pero don Pedro se cuidaba en extremo de cualquier detalle, igual que hubiera hecho de encontrarse en una catedral. Resultaba interesante esta atención puntillosa a la sobriedad intelectual y a la mesura del gesto porque, llegado el verano, sus sermones adquirían un tinte de profundidad erudita (con destino a los pocos forasteros presentes) que seguro dejaba completamente confusos a los habitantes del lugar. «Es necesario y bueno, hermanos míos en Cristo, pensar con recogimiento en esta palabra de Jesús sobre a cuál amo servir con provecho, porque seréis capaces de amar a uno o a otro, pero no a los dos al tiempo, no a Dios y a Mamón simultáneamente.» Juntaba las manos y las ponía delante de la nariz. Guardaba unos instantes de silencio para dejar que se nos borrara la sonrisa traviesa que suscitaba en nosotros la palabra mamón y después, levantando la vista, nos miraba uno a uno, me parecía a mí. «Pensad, sin embargo, que nuestro Señor no pretende que escojáis a un amo o a otro por el atractivo que puedan ejercer sobre vosotros la bondad o el pecado; ambos parecen dar satisfacción. Oh sí: una salva y otro condena, pero ambos dan placer; en caso contrario no existiría la tentación, ¿verdad? -Sonreía-. Pero no quiere decir eso Jesús. Oh, no. Él dice: debéis inclinaros por el bien porque con el bien podréis desentenderos de todo lo demás. No os preocupéis de lo que habréis de comer o de cómo habréis de vestiros. Contemplad los lirios del campo: ni trabajan ni hilan, pero os digo que ni Salomón con todo el esplendor de sus ropajes se habrá vestido jamás como uno de ellos… El Señor, dice san Agustín, quiere que recordemos que al crearnos y al formarnos en alma y cuerpo nos ha dado mucho más que alimento y vestido.»

Don Pedro hablaba y hablaba sin parar, sin equivocarse y sin corregirse nunca. Me maravillaba su capacidad discursiva, una fuente de oratoria jamás interrumpida por titubeo o tartamudeo alguno, nunca rota su elegancia por espumarajos de saliva que saltaran hasta el primer banco, siempre subrayado el verbo por un gesto suave de las manos. Sospecho que mi madre pensaba igual porque seguía las palabras del párroco como si bebiera de sus labios maná caído del cielo.

Tanto mi madre como los tres hermanos mayores llevábamos sendos misales del padre Lefebvre, regalos de nuestras respectivas madrinas o alguien así el día de las primeras comuniones. Todos les habíamos intercalado en las páginas decenas de estampas conmemorativas de muertes de abuelos, de confirmaciones, bautismos y primeras comuniones, de bodas y cumpleaños, y habíamos manejado siempre con veneración aquellas pequeñas obras de arte de cantos dorados encuadernadas en cuero suave de color marrón o negro. Naturalmente, yo a mis dieciséis años, con el ejemplo diario de la actitud de mi padre, empezaba a preguntarme qué era todo aquello de la religión, la vida eterna, el castigo de los pecados y todas las pamplinas con las que nos asustaban en el colegio, y me debatía entre el miedo del «¿y si es verdad?» y el rechazo intelectual. Claro que aún no habían llegado los tiempos en los que catolicismo era sinónimo de carcundia y en los que producía cierto alipori público ir a la iglesia.

En Deià, sin embargo, no tenía más remedio que acudir a la parroquia con mis dudas a cuestas y misal Lefebvre en ristre para que no se dijera y para ahorrarme reprimendas que no hubieran hecho más que avergonzarme ante mis compañeros de la pandilla. Ni siquiera habría conseguido la comprensión de mi padre en esos trances porque, pese a su laicismo declarado y a que, por ello, nunca se metía en temas de religión que tuvieran que ver con la educación de sus hijos, para él las cosas de la moral también debían seguir un orden bien establecido: creer en Dios podía ser una aberración; en cambio, seguir los dictados de la religión como código ético hasta la adolescencia contribuía al enderezamiento de la voluntad y a que no se extraviara el recto camino. Ya llegaría el momento en que las lecturas de los clásicos y de los enciclopedistas aprovecharan toda aquella disciplina encaminándola hacia finalidades más racionales.

Aquel domingo no comulgué, claro. Ninguno de mis pensamientos volaba por las alturas del espíritu requeridas para ello. Mi madre me miró con curiosidad, sorprendida, seguro que pensando que se habían hecho necesarias aquellas meriendas que prometía servirnos para tenernos mejor vigilados.

Marga, en cambio, sí fue a comulgar. Llevaba el porte recto y desafiante. El velo negro que cubría su cabeza le daba un aire sobriamente inocente. Ahora, años después, la actitud que enarbolaba se me antoja como la exhibición algo impúdica de un sacrificio deliberado. La creo muy capaz de haber paseado de este modo ante mí su virginidad para anunciarme que la subía a un altar justo antes de entregármela ante Dios y ante los hombres o ante lo que fuera, qué más daba. Pero sólo ella lo sabía.

Después, mientras volvía hacia su sitio, me miró al pasar, sin una sonrisa, sin un solo gesto de complicidad. Nada. Como si no me reconociera.