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Para esta boda del año habían llegado desde Madrid más de dos centenares de mujeres encopetadas y más elegantes que un desfile de modas. No queriendo ser menos, de Barcelona y de la misma Palma había acudido lo más granado de ambas sociedades.

Pamelas blancas, velos negros, casquetes marrón claro, tocados de grandes flores de estío, sombreros de raso, algún mantón de Manila de vivos colores granate y largos flecos grises; peinetas, moños, melenas, flequillos y ondas milagrosamente sujetos o descuidadamente caídos sobre frentes y mejillas; y las orejas asomando por entre todo aquello, cargadas de pendientes de brillantes y esmeraldas, de perlas y oro y oropel, unos dando falsa impresión de modesto recogimiento sobre los lóbulos, otros cayendo hacia las gargantas en cascadas de rayos de sol o de luna, de centelleantes reflejos en oro o en aguamarina. ¡Dios mío! Todas aquellas mujeres, jóvenes o viejas, llevaban los ojos marcados a fuego por los trazos marrones y negros de lápices maquilladores, los párpados azules o moteados de oro y las ojeras disimuladas; las pieles tersas, los labios violentamente pintados de rojo, de marrón, casi de negro, de rosa. En una sola decena de damas de alta alcurnia y baja cama, como decía una canción ahora nuevamente en boga, podían apreciarse, refulgiendo, todos los colores del arco iris en todas sus tonalidades imaginables. En los cuellos, gargantillas, collares, cadenas, perlas, diamantes, rubíes; en los dedos, solitarios; en las muñecas, pulseras. Y pese al calor de aquel día de finales de junio, indefectiblemente, en todas las piernas, medias de seda.

A mi izquierda, al otro lado del pasillo, un poco más atrás del banco de los testigos del novio que yo encabezaba, una bellísima y jovencísima mujer había conseguido revestirse de unos colores tan nítidos, un traje de chaqueta de raso verde de anchos hombros y profundo escote, una gran pamela blanca, las piernas, éstas sí sin medias, uniformemente tostadas, el maquillaje sin sombras perfectamente aplicado a la cara para que se le notara la juventud, que bien hubiera podido ser un retrato de Botticelli o de Lempicka desprovisto de claroscuros. Imaginaba uno un pubis lustroso, la piel hidratada a la perfección, unas caderas voluptuosamente marcadas a grandes trazos por un pincel implacable y absolutamente preciso, unos pechos pequeños e impertinentes. Aquella muchacha era la encarnación de la primavera sin mancha. Me miró y sonrió; luego se inclinó hacia su amiga que, tan limpia y tan perfumada como ella, se encontraba a su lado y le susurró cualquier cosa al oído.

En un banco a media iglesia vi de pronto a Tomás. No esperaba que hubiera venido y me sobresalté. A mi lado, Jaume lo notó y giró la cabeza mirando hacia atrás hasta que: también lo divisó. Lo saludó con un movimiento de la barbilla y una gran sonrisa. Tomás sacudió la cabeza y movió los hombros para acomodarlos a un traje que le estaba evidentemente incómodo. Con su mata de pelo negro y rizado y sus ojillos vivos, sonreía como siempre de medio lado, seguro de sí mismo, como si acabara de conquistar el mundo. Supuse que había llegado desde Madrid aquella misma mañana y con la vista busqué a Catalina temiendo que la presencia de ambos en la boda pudiera acabar provocando una violencia, alguna discusión escandalosa, un gesto de desprecio o de rabia, pero no sólo en ella sino también en las demás mujeres de la pandilla. Ah, allí estaba Catalina, más cerca de mí, junto a su hermana Lucía, tres filas más atrás. Sonreía con indiferencia, como siempre, y si se había percatado de la presencia de Tomás, parecía ignorarla.

Lucía y Andresito miraban al frente con actitud apacible. Pensé que Lucía estaba verdaderamente guapa con la piel tostada, rellena de carnes, la mirada viva y la imborrable sonrisa. Andresito no había querido ser testigo. «Si voy a la boda de mis amigos, no necesito ser testigo y vestirme de chaqué; pues vaya una tontería.» Pero sospeché que las razones eran otras y que tenían más que ver con el tamaño de su estómago y la grasa acumulada en su pecho y en sus hombros por la buena vida de años. ¡Qué buena gente, el juez!

Al lado de los tres también estaban Alicia, la mujer de Jaume, tan dulce y guapa y apacible como siempre, y Carmen, que de vez en cuando miraba a su marido plantado con solemnidad en el banco de los testigos, íntimamente convencido de su importancia. Pero en seguida desviaba la mirada y la paseaba por los invitados, buscando en las caras de la gente conocida un cotilleo, un motivo de escándalo, cualquier curiosidad que pudiera luego alimentar horas de conversación.

Un poco más allá, dos señoras mayores, también coloreadas por el sastre sevillano o madrileño de la última moda, se abanicaban pacientemente para combatir el calor.

Y así, un banco tras otro. Todas estaban aquí. Con sus maridos o con sus hijos o con sus amantes, con sus adulterios o con sus pasiones o solas o en grupo. Todas.

Y solamente nosotros, Juan y yo, Jaume, Alicia, Biel, Tomás, Andresito, Lucía y los demás (mis hermanos, también mis cuatro hermanos pequeños y Sonia, mi única hermana), encajábamos en la representación, acto primero, escena primera o acto postrero, escena final. Y es que en realidad se trataba de nuestra ceremonia, de nuestros novios, de nuestro melodrama, y no necesitábamos la compañía de nadie que nos lo explicara y lo cargara de solemnidad. Como todo lo nuestro, hubiéramos preferido celebrarlo a solas.

En los bancos del final, las viejas del pueblo esperaban sentadas a que pasara el cortejo nupcial. Vestidas de negro, contemplaban tanta cacofonía y tanto colorín con la mezcla de desconfianza y desprecio tan propia de pueblos reacios. Rígidas, envaradas, miraban con ojos duros e inmóviles, como lagartos.

En el interior de la iglesia, igual que antes en la calle, se encendían los fogonazos de los flashes de los fotógrafos que retrataban sin discriminación a todo el que se moviera. Y los invitados se detenían un instante, aparentando indiferencia, para hacer un comentario jocoso que pudiera ser fotografiado como si a ellos les trajera sin cuidado. Allí estaban, procurando ser vistos y sin atender a lo que sucedía a su alrededor.

A todos les pasó por encima la homilía de don Pedro. No la escucharon siquiera y, así, se perdieron uno de los grandes y más amargos momentos del año.

– ¡La felicidad no existe! -gritó de pronto don Pedro-. Ninguno de vosotros sabe, ni siquiera vosotros… -bajó la mirada hacia Marga y Javier y los apuntó con la mano derecha. Ellos seguían inmóviles, como si manteniendo la quietud pudieran escapar a las increpaciones de quien estaba ahí para casarlos, por más que, oyéndole, se hubiera dicho que estaba para maldecirlos-. Ni siquiera vosotros sabéis lo que es la verdadera felicidad, de qué pasta está hecha. Y, puesto que no lo sabéis, para vosotros no existe…

– Fíjate bien en lo que está diciendo -murmuró Jaume en mi oído-, fíjate bien y luego busca las explicaciones en lo que sabes, en todo lo que has vivido en estos años, y comprenderás… -Se echó hacia atrás, mirándome de hito en hito, triunfante; medio sonreía y en sus ojos muy negros había un brillo, tal vez travieso, tal vez perverso o de revancha, no sé-. ¿No lo ves?

Moví la cabeza de derecha a izquierda muy despacio. Luego fijé la vista en don Pedro, que gesticulaba frente al altar mayor. Y luego volví a mirar a Jaume. Levantó las cejas al tiempo que asentía.

– ¿Lo ves?

Sonrió.

II

Siempre fue un viejo torreón derruido en medio de un olivar.

Mi padre había comprado las seis o siete hectáreas de Ca'n Simó mucho antes de que mis hermanos y yo tuviéramos edad para que nos llamara la atención el hecho o pudiéramos pensar que adquiría la propiedad para algo más que para añadirla a nuestro paisaje cotidiano. En lo que a nosotros hacía, Ca'n Simó estuvo allí desde el principio, y eso era todo. Nunca supimos por qué se había quedado con aquel olivar; yo no se lo pregunté y a mis hermanos no les importó averiguarlo. Fueron siempre indiferentes a la llamada de la tierra; ellos son urbanos y los aterra la soledad del silencio. Además, no les gustaba gran cosa Deià; de hecho, me parece recordar que, salvo Javier, y por supuesto Sonia que nunca volvió a salir de la isla, los cuatro restantes no han vuelto allá desde la muerte de nuestro padre o, tal vez, desde que fueron lo suficientemente mayores como para ir por su cuenta a veranear a algún otro lugar. A Marbella o a San Sebastián o al Empordà. Javier y Sonia, por su parte, viven en Mallorca (Javier no mucho, claro) por imperativo del destino, no porque les haya apetecido especialmente anclarse allá.