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Don Pedro estaba realmente enfurecido. Nunca lo había visto de esa manera, desafiándome, retándome a que lo forzara a traicionar su religión, a romper todos sus juramentos. Ya no era cuestión de fe; violaría sus votos de sacerdote si yo le daba una razón humana válida. Nada le importaba. Que lo convenciera y me atuviera a las consecuencias. Así era la violencia de su ira.

Pero eso fue muchos años después. Y esto era el verano del 56.

IX

Los domingos de nuestras vacaciones infantiles y, luego, adolescentes, eran especiales: añadían una fiesta a la fiesta. Y las salidas de misa eran siempre perezosas y rezagadas: quedaba todo el día por delante, brillaba el sol, olía un poco a incienso y éramos todos cómplices.

En esta ocasión, sin embargo, Marga y Juan ya se habían ido con sus padres camino del desayuno. Los busqué con la vista pero ya no estaban.

Mi madre había aparcado el Citroen abajo, en la carretera. Cuando no estaba mi padre se lo cogía y lo usaba para estas cosas, para ir a la compra, en ocasiones para llevarnos, forzados, de excursión. Subimos todos al coche y arrancó.

Al llegar al murete de la revuelta de la carretera dije:

– Mamá, ¿puedes parar aquí, que me bajo?

– ¿Aquí te vas a quedar sin desayunar, hijo?

– Sí, no importa.

– Bueno. Pero no tardes, ¿eh?, que hoy hay paella.

Con los años llegaron a divertirme esas declaraciones incongruentes de las madres, fruto de un silencioso proceso mental sobreentendido de rutinas.

Marga no estaba en el murete. Me senté un rato de espaldas al mar a esperarla, pero no vino. Me latía el corazón a la carrera. No quise que me sorprendiera y me puse a escudriñar la carretera a derecha e izquierda. Pero quedó desierta.

Hacía mucho calor bajo el sol aquel de mediodía. Era un sol de pobres, bien reseco, no como el de ahora, que huele a crema y a turistas. Todo lo achataba el sol aquel de mediodía y hasta el canto de las cigarras se antojaba más el crujir de una fritura en la sartén. Me había abierto del todo la camisa y la tenía empapada de sudor. También me sudaban los muslos; levanté una pierna hasta apoyar el tacón de la sandalia sobre el murete y me miré la pernera; estaba también completamente mojada.

Me puse de pie y eché a andar hacia Ca'n Simó. Encontraría refugio a mi angustia y un poco de sombra en el viejo torreón derruido. Podría pensar un rato y poner en orden, ¿controlar?, el tumulto de sentimientos que amenazaba con enloquecerme. Necesitaba estar solo.

Marga me estaba esperando.

Apoyada contra el viejo muro, tenía una pierna doblada y sostenía el talón sobre una piedra que sobresalía de la pared. Había inclinado la cabeza hacia atrás y cerrado los ojos. Los brazos estaban caídos a lo largo del cuerpo con las palmas de las manos hacia fuera.

Se había quitado la bata y estaba en traje de baño. Era el mismo traje de baño negro del año anterior, pero se le había quedado pequeño: por los costados, debajo de los brazos, casi se le salían los pechos. Se hubiera dicho que los delgados tirantes que le rodeaban el cuello para sostener toda aquella inverosímil arquitectura estaban a punto de saltar. La visión asombrosamente erótica de aquella curva suave de carne color de oliva, promesa de todos mis sueños, escondida en la línea misma del comienzo del pezón (tenía que estar allí; ¿dónde si no?, puesto que era inconcebible que el pecho siguiera extendiéndose indefinidamente ¿hasta dónde? sin alcanzar jamás la cima), me dejó paralizado.

No sé si fue un ruido que hice o si obedeció a una intuición suya, pero en aquel momento Marga abrió los ojos y me miró. Eran como lagos de agua malva y no habría podido apartarme de su hipnosis ni haciendo un esfuerzo humano. Alargó la mano hacia mí, ¡ah aquel gesto con el que me invitaba a entrar en un círculo mágico del que nunca querría dejarme escapar! Nuevamente ahora, al recordarla, me asombro de la cualidad tan adulta de todos sus movimientos, de todas sus expresiones, de la fortaleza sensual con la que controlaba todo lo que sucedía a su alrededor: ¡sólo tenía dieciséis años, por Dios! Cuando pienso ahora en lo que hacía, cómo nos miraba a todos, cómo nos mandorroteaba, comprendo que el dominio que ejercía sobre nosotros no se debía a un malhumor cualquiera, «a la mala leche que tiene», decía Juan, sino a la mera fuerza de la madurez.

Soy consciente de lo cursi que resulta expresarlo así, pero me acerqué a ella como atraído por un imán. ¿Qué otra forma hay de describir lo que me ocurrió? Sus dedos estaban imantados y les circulaba la electricidad y daban calambre, y aún hoy no sé si Marga, como una diosa de la tierra que controlara los elementos todos, había impregnado las rocas y los árboles del aura de tormenta azul que despedían o si era ella quien había tomado la fuerza magnética de algún magma volcánico en el que se hubiera bañado dejándose abrasar por él.

Me puse frente a ella, todo lo cerca que osé. Entonces Marga, con un gesto muy sencillo, todos los suyos han tenido siempre esa elegancia lenta y definitiva, llevó sus manos al tirante del bañador, lo levantó por encima de su cabeza y luego tiró de él hasta la cintura. Así, sin más.

Hubiera querido perderme en su piel (entonces no habría sabido verbalizarlo de esta manera) y tener el atrevimiento de beberle una gota de sudor que le resbalaba desde la garganta hasta el comienzo de aquellos pechos increíbles. Y me quedé quieto. Luego quise subir las manos hasta ellos y acariciar las areolas tan de color de aceituna oscura y averiguar como en mis sueños su textura. Y me quedé quieto. Luego, en un arrebato de locura, quise inclinarme y morder aquella fruta. Y me quedé quieto.

Y Marga llevó sus manos a los costados de mi cara y me dijo en voz baja «anda, atrévete, ¿a que no te atreves?». Sonrió con total dulzura. Y tiró de mi cabeza hacia abajo y puso mi boca sobre uno de sus pechos.

Me pareció que me desmayaría.

En seguida me supo a poco y le besé el otro pecho y lo empujé con la barbilla y jugué a que me empujara a mí. Y después, ¡oh osadía!, lo mordí. «Huy», dijo Marga.

Me quitó la camisa, que ya llevaba desabrochada, y me puso las manos sobre los hombros. Me forzó a separarme.

– Anda, bésame otra vez.

Y en ese momento sentí el orgasmo que se me desbocaba y no pude contenerlo. No recuerdo lo que hice; sólo sé que Marga me dijo en el oído «no importa, mi amor, no importa, mi pequeño», y nos fuimos deslizando hacia el suelo y ella me acariciaba el estómago y me besaba en los ojos y luego reía. Sentados así, me puso las manos en la espalda, se inclinó hacia mí y restregó sus pechos contra mi piel. Ardían e iban dejando rastros de fuego por todos lados.

¿De dónde sacaba aquel instinto? ¿De qué relicario le salían las palabras? ¿Cuántas veces las habría ensayado preparando este momento?

Me encontraba perdido en un paraíso de sensaciones táctiles en el que cada uno de los sentidos disfrutaba por separado, mordiendo, besando, oliendo, oyendo, mirando. Pero es que, además, ahora que pienso en ello, me parece que la fuerza de aquella pasión hasta entonces desconocida me obligó de pronto a desarrollar millares de nuevos sentidos. Añadidos a los cinco que me había prestado la madre naturaleza, me crecieron en un segundo decenas, centenares de ellos para alimentar aquel inesperado asalto erótico. Ninguno me bastaba ya para hacer frente a la invasión de placeres que provocaba en mí el contacto total de Marga. Había uno para oler el cuello, otro para morderlo, otro para lamer un pecho, otro para rozarlo con la mejilla, uno más para meter la lengua en el ombligo o la nariz debajo de su brazo, otro para acariciar un lunar de su espalda, otro para tirarle de la mata de pelo (yo tiraba y al tiempo notaba el tirón, un sentido para cada una de las dos cosas), otro para escucharle los ayes…