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De repente, de un suspiro largo, Marga se separó de mí y, con el mismo gesto sencillo de antes, enganchó sus dedos en el bañador y tiró de él hacia abajo, por sus caderas, por el pubis, por sus muslos, sin vergüenza alguna, como si desvelara el cuadro de una Venus que despacio, despacio, fuera reintegrándose, disolviéndose en la tierra de la que había salido. No fue un gesto sublime o brutalmente sexual, sino uno revestido de completa sencillez: ella y yo debíamos estar despojados de toda ropa, no correspondía otra cosa cuando estuviéramos juntos.

Quedé largo rato extasiado frente a la desnudez de sus muslos y de su sexo. Eran lo más bello, lo más arrebatadoramente armónico que había contemplado jamás. Es la única descripción que se me ocurre ahora que el tiempo ha pasado y que los matices de la madurez me permiten racionalizar aquellas sensaciones. Bello, armónico e irresistible.

Parece ridículo, pero sólo entonces hice el primer gesto de afirmación sexual de mí vida, tras tanto preámbulo iniciado la noche antes: me desabroché el cinturón y los botones del pantalón. ¡Dios mío, qué patético se me antoja ahora, cuánta inocencia!

Y Marga acabó de desnudarme.

También ella se quedó de pronto quieta mirándome, Después alargó la mano y me tocó. A los dieciséis años, las erecciones son un estado casi natural. Se movió contra mí o sobre mí, no lo recuerdo, y la penetración, ese misterio insondable y temeroso, un río de lava incandescente, fue lo más directo y fácil de toda mi vida. Y las decenas de mis nuevos sentidos se concentraron dentro de Marga, mientras ella, rígida de pronto, tensada como un arco, lanzaba un largo y suavísimo gemido.

No lo tenía ensayado. No, no: se rindió del todo, sin condiciones. Lo malo para nuestra vida futura, sin embargo, fue que se rindió precisamente a mí, un amante incapaz de reconocer a una gacela cautiva, de textura de seda.

Perdimos la noción del tiempo.

Después bajamos al mar medio vestidos. No había nadie aún por las rocas y nos escondían los pinos de cualquier mirada indiscreta. Menos mal porque, preso de un repentino ataque de pudor, miraba yo a todos lados, no fuéramos a ser descubiertos. A Marga no le importaba: volvió a quitarse el bañador que sólo se había subido hasta la cintura y, desnuda, se tiró de cabeza al agua.

– ¡Ven! -gritó riendo. Se puso de espaldas y le asomaron los pechos y el pubis como islas.

No me podía bañar con pantalón largo y me lo quité. Tenía que volver a casa y algo debía llevar seco y en orden. ¡Santo cielo, la paella!

Me tiré de cabeza. Al subir a la superficie, Marga me sujetó por las axilas.

– Te enseñé yo, ¿eh? -Y con la boca me echó un chorro de agua a la cara-. ¿Te acuerdas?

– Sí que me acuerdo -dije, y me abracé a ella-. Tragué más agua…

– Era la primera vez que me tiraba de cabeza, ¿sabes? -Rió-. No tenía ni idea… Sólo quería hacerme la chula… Hmm, cómo estás de suavito…

– ¡Eh! ¡Que me hundo! -grité mientras intentaba mantener la cabeza por encima del agua. Me agarré con fuerza a su cintura.

– ¿Y si nos dejáramos ahogar? Como dos amantes suicidas, ¿eh?

– Tú estás tonta.

Rió.

– No, bobo, no me quiero morir nunca, sólo quiero que me quieras… Así, ¿ves? -se frotó contra mí-. Ven, vamos ala orilla, a la roca esa. -Dio dos brazadas y se agarró a la roca-. Ven -dijo jadeando, resoplando agua-, ven que te limpie. ¿Cómo vas a ir a casa, si no? ¿Qué va a decir tu madre?

Fue la única vez en que la vi totalmente luminosa, absolutamente desprovista de toda sombra de tiniebla.

¿Fui yo quien la ensombreció?

X

Fue el verano de nuestras vidas.

Así lo recuerdo ahora, veinte años después, cuando me pregunto si, siendo tan juvenil, tan adolescente como fue, puede merecer el calificativo de último año mío de pasión. Suena a ridículo, ¿no?, que el primer año de pasión, a los dieciséis años (bueno, casi diecisiete), sea también el último. ¿Qué sabría yo entonces de pasión? Pero es que nunca más a partir de entonces me habría de bajar por las venas una ponzoña tan fuerte, culpable, violenta como aquélla. La delicia estaba en la culpa. Su negrura tenebrosa me tenía agarrado por la entraña: disfrutaba disolviéndome en la tierra. A lo largo de todas aquellas semanas que ahora daría mi mano izquierda por recuperar (pero no por la pasión sino por la taquicardia de la adolescencia, por la intensidad con que se vivía cada cosa, por la juventud, vamos), mi universo se circunscribió al cuerpo de Marga. Marga era un veneno, una droga. Su piel, sus pechos, sus ojos, su vientre me retuvieron completamente cautivo e infeliz.

Cuando me separaba de ella por las noches me sentía manchado, envilecido y, lo peor para un muchacho adolescente en aquella época tan puritana, traidor a mi religión y a mi limpieza (pureza, la llamábamos entonces). De buen grado le hubiera confesado todo a mi madre. Para entonces, sin embargo, ese todo era tan enorme que ni la tentación de aliviar mi conciencia me compensaba del terror que me inspiraba la confidencia. Los sentimientos me sobrepasaban. No los entendía. Con frecuencia se habla del torbellino de la vida que le asalta a uno como si se tratara de una condición objetiva del entorno; de pronto la vida se acelera y nos atrapa en una especie de locura. No es así, claro. Ese torbellino no es una repentina aceleración de los tiempos vitales; es el sobresalto al que se somete uno mismo porque, por culpa de los sentidos tan traicioneros, de la psique tan confundida, es incapaz de comprender nada de lo que ocurre a su alrededor.

Pasaba las noches en vela o casi, hasta que me vencía el sueño en la madrugada, contando las horas que faltaban para poder ver a Marga de nuevo, el tiempo interminable hasta que pudiera estrecharle la cintura o mirarla o ver su sonrisa cómplice o notar su brazo contra el mío cuando, codo con codo, habláramos con el resto de la pandilla para preparar las aventuras del día. Olía su piel a manzanas y miel, y me moría de impaciencia.

Creo que también fue un verano de continua impaciencia malhumorada.

Los domingos, en misa de once, Marga seguía yendo a comulgar, recta como un huso, cubierta la cabeza con un velo negro, completamente segura de sí. Tan recalcitrante… Se sabía la mujer amada. Siempre se arrodillaba delante de mí, en el comulgatorio de la derecha, sabiendo que yo no le perdía ojo. Luego, después de comulgar, se levantaba, giraba en redondo, nos miraba con calma, como si no nos reconociera, y regresaba hacia su banco por el pasillo central.

Yo, por el contrario, preso de tantos escrúpulos y de infinitas tinieblas, ni comulgaba ni me confesaba. El instinto o, mejor dicho, el pudor me sugería, además, que debía protegerme de don Pedro y de su complicidad con mi madre, por mucha obligación de respetar el secreto de confesión que él tuviera. Mi madre me miraba extrañada pero sólo una vez me dijo al salir de misa «oye, Borja, hace días que no te veo comulgar, ¿te pasa algo?». Me encogí de hombros. «Qué va -contesté-, nada.»

Y es que en aquellos meses sucios y deliciosos (y en los años de tortura que los siguieron) nunca establecí el vínculo entre el amor culpable y el amor total. La naturaleza me lo reclamaba, pero yo no me enteraba porque mi educación había colocado una barrera insalvable entre una cosa y otra. Peor aún, mucho más tarde, en la madurez relativa del final de mis años más jóvenes, en lugar de rendirme a la evidencia, mis genes o el férreo control de mi madre o lo que fuere que me tenía puesto cerco al sentimiento hicieron que acabara apartándome de aquella pasión para despreciarla y arrinconarla.

Oh, no. No comprendía nada, sólo el peso de la culpa, y me enfurecía ver la naturalidad con que Marga lo asumía todo.

Me había vuelto taciturno, eso sí, tan ensimismado que andaba por casa como una sombra, sin querer comunicarme con nadie. Un día, Javier me preguntó «¿qué te pasa?» y le contesté desabridamente que me dejara en paz y que no se metiera en mis cosas. Otras veces era Sonia la que me decía «jo, Borja, estás más raro que yo qué sé», siempre la misma cantinela asustada. También oí en una ocasión que mi madre le decía a mi padre (semanas más tarde, después que él llegara a Deià) «es que, de veras, está muy extraño; no es el chico alegre de siempre; algo le pasa… creo que le diré a don Pedro»… «No le digas nada, mujer -interrumpió mi padre con sequedad-, que el chico está creciendo, madurando, y bastante tiene con pensar en lo que le espera en la vida. Tú déjale que lea y medite.»