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– Hola -dijo Juan, y todos nos quedamos inmóviles, patosos, sin saber qué hacer o qué se esperaba de nosotros.

– Hola, chicos -dijo mi madre-. Me gusta mucho que estéis aquí… Huy, Elena, cómo has crecido. Lucía, estás guapísima. Hola, Biel, casi no os reconozco -añadió dando besos a las niñas. Se detuvo frente a Marga-. Hola, Marga, estás preciosa. ¿Ya controlas a toda esta pandilla? ¡Estás tan mayor! Ya has cumplido ¿dieciséis?, ¿diecisiete?

– Dieciséis -dijo Marga en voz baja desviando la vista-. Pero cumplo años dentro de poco…

– ¿Ah sí? Como Borja entonces. ¿Tú cuándo los cumples?

– El cuatro de agosto.

– ¡Claro, no me acordaba! ¡Si sois casi gemelos! Borja los cumple el diez…

Enrojecí violentamente y Sonia me miró sonriendo con aire de absoluta felicidad. La fulminé con la mirada, pero sin que diera tiempo a más sonó la voz bien timbrada de don Pedro, que de pronto había aparecido en el ventanal que desde el salón franqueaba la salida al porche:

– ¡Bueno, bueno! Cuánta gente menuda. Veo a mucho frescales por aquí.

Hubiera matado a mi madre por la encerrona, pero me limité a murmurar con la boca ladeada hacia Juan «jo, qué mierda».

– ¿Eh, doña Teresa? -dijo don Pedro dirigiéndose a mi madre-. Mucha gente menuda con cara de frescales, ¿verdad? -Dio dos pasos para acercarse a nosotros, a Juan y a mí, que éramos los que nos habíamos colocado de este lado de la mesa. Me puso la mano sobre el hombro y pensé dar un paso hacia atrás para librarme, pero me lo impidió con un leve apretón de los dedos-. ¡Ah! El jefe de la banda. -Miró a Juan-. Y su acólito y lugarteniente. Los golfillos de la costa norte. -Sonreía-. Y eso que ya vais creciendo y que las señoritas que os acompañan han dejado de ser chiquillas y se han convertido en… eso, en señoritas, ¿verdad?

Miró a Marga en silencio, levantando mucho las cejas; como si la viera por primera vez y fuera a preguntarle quién era. Sus gestos teatrales siempre nos desconcertaban, porque luego, inmediatamente después, los desmentía con sus palabras: a la fuerza en este caso, puesto que Marga y Juan eran los hermanos que don Pedro conocía mejor. No en vano, el párroco de Selva, a quien don Pedro debía la carrera eclesiástica, y sus dos hermanas eran tíos de Juan y Marga.

– Marga, Marga, la mayor de todas, la más sensata, la más recta. ¿Ya los mantienes a raya?

Marga no dijo nada. Se limitó a mirarle con la cara seria y los ojos malva muy abiertos. Su sencillo vestido blanco y la tez olivácea, el pelo estirado hacia atrás en una larga cola de caballo, la hacían parecer una virgenmaría.

Dejé de mirarla para que nadie pudiera adivinar nada, para que ni mi madre ni don Pedro pudieran intuir lo que nos unía a ambos. Menos mal porque si alguien en ese momento me hubiera exigido prueba de lealtad como cuando el canto del gallo, habría traicionado a Marga sin dudarlo. Eso era lo que nos diferenciaba, creo: ella se habría enderezado, se habría acercado a mí y, agarrándome la mano, habría hecho pública profesión de fe.

– ¿Por qué no os sentáis, hijos? -dijo mi madre, señalando con la vista las sillas vacías y el borde de piedra del porche.

Sin pensárselo dos veces, los más pequeños se refugiaron sobre el borde porque la gran mesa repleta de merienda que les quedaba delante parecía protegerlos de la gente mayor, poniendo la distancia física del mantel y los platos entre unos y otros.

– ¿Y Javier? -preguntó don Pedro acercándose a mi hermano-. Bueno, a ti es al que más veo. Mientras vosotros dormís como marmotas por las mañanas, Javier viene a la iglesia y toca el órgano. -Sonrió-. Cuando no estoy diciendo misa, me siento en uno de los bancos a escuchar las fugas de Bach interpretadas por Javier Casariego. ¡Nada menos! Ah, doña Teresa, este chico nos llenará de orgullo a todos cuando leamos que ha tocado un concierto en el Metropolitan de Nueva York, ya lo verá. Bueno, usted no necesitará leerlo porque estará allí. ¿Eh, Javier? -Mi hermano se encogió de hombros y bajó la cabeza; le colgaba un mechón de pelo dorado sobre la frente y se lo apartó con la mano. Don Pedro miró teatralmente a su alrededor-. ¿Pero qué estoy haciendo? -dijo-. Hablo y hablo y os tengo sin merendar. Venga. No dejéis de merendar por culpa mía, ¿eh?

Y para dar buen ejemplo se acercó a la mesa, tomó una rebanada de pan de payés untado de tomate, le añadió un chorreón de aceite, le puso una loncha de jamón encima y le hincó el diente. «¿Hmm?», dijo con la boca llena. «No se habla con la boca llena», pensé, y miré a mi madre. Pero ella estaba tan contenta de su merienda y de la sorpresa que nos había dado con la presencia del cura que no parecía dispuesta a escandalizarse (como lo habría hecho con nosotros) por un mínimo pecadillo de etiqueta.

Juan y Sonia fueron los primeros en perder la vergüenza y en acercarse a la mesa. Juan se untó una enorme rebanada de pan con sobrasada y Sonia, que era la más dulcera de la casa, se sirvió dos trozos de tarta, uno de la de chocolate y otro de la de manzana. «¡Sooonia!», dijo mi madre en voz baja. «Jo, mamá», contestó ella sin hacer caso. A mis hermanos pequeños, Pili les había preparado tazones de leche fría con colacao, y los demás se fueron sirviendo lo que les apetecía. Sólo Jaume y Domingo comieron únicamente pan con tomate; Jaume pidió un vaso de agua.

– ¡Bueno! -exclamó don Pedro frotándose las manos mientras se sentaba en el alféizar de la ventana que daba al porche y que quedaba a la derecha del ventanal de entrada-. Estáis muy callados… Esto no es un funeral, caramba… ¿Os ha comido la lengua un gato? Bueno. Está bien, hablaré yo. Hace tantos años que os conozco a todos, hace tantos años que a alguno os doy tirones de oreja -me guiñó un ojo-, que me parece que sois como hijos míos. Os he dado primeras comuniones, os he confesado a todos, sé lo que pensáis y lo que sentís… sois… como la pandilla del Señor, mi pandilla de ángeles. -Levantó un brazo, igual que hacía durante los sermones de la misa de los domingos, la mano de canto con los dos últimos dedos un poco doblados en señal de bendición. Cerró los ojos. Guardó silencio un momento y luego los volvió a abrir-. No soy como esos curas que andan prometiendo el infierno a troche y moche porque, como sé bien cómo sois, no me parece que vayáis a cometer muchas maldades en vuestras vidas y amenazaros con el infierno como hacen los curas en los retiros espirituales sería una tontería. -Rió de buena gana-. Además, no estoy muy seguro de que el infierno exista realmente.

Mi madre dio un respingo; no me parece que hubiera oído nada semejante en su vida. Nosotros tampoco, para qué nos vamos a engañar, y en lo que a mí hacía, si me hubiera creído la afirmación, me habría levantado de encima todos los pesos, toda la suciedad que arrastraba desde hacía unos días. Pero la educación que había recibido en casa me tenía puesto un corsé incorruptible: el infierno existía, faltaba más, y me amenazaría de nuevo esa noche y la siguiente y la siguiente.

– Lo que quiero decir -continuó don Pedro- es que encontraréis en mí siempre a un amigo antes que un confesor vestido de negro. ¿Iba Jesús vestido de negro? No. Las imágenes nos lo presentan revestido de túnicas blancas. A lo mejor no iba así, aunque es verdad que en el desierto los beduinos llevan chilabas blancas para combatir el calor. Pero lo importante de que vistiera de blanco era el símbolo: el credo de Jesús era un credo de alegría, de esperanza, de amor. -No hubiera podido oírse el vuelo de una mosca porque lo ahogaban las cigarras, pero don Pedro tenía completamente atrapada nuestra atención. Se encogió de hombros-. Ya sé que los curas vamos con sotana negra. Creo que se trata de una costumbre adquirida en los tiempos no muy lejanos en los que la risa era considerada una frivolidad pecaminosa. Eso ya no ocurrirá entre nosotros. ¿Y si el color blanco fuera malo, a qué vendría que el papa se vistiera de blanco?… Bueno… A lo que vamos -se inclinó hacia adelante para dar mayor intensidad a sus palabras y apoyó los codos sobre las rodillas-: quiero deciros hoy con toda la solemnidad de un compromiso eterno que siempre tendréis en mí al amigo antes que al cura. ¿Os sorprende? Que no os sorprenda, que no estoy diciendo herejías, porque, en este caso, los dos, amigo y cura, se confunden, son la misma cosa. Cuando Jesús estaba en la tierra no se paseaba como un rey. Lo hacía como un carpintero humilde: era más amigo que divinidad, más maestro que disciplinario. Y lo que os pido es que os fiéis de mí, de mi criterio. Yo os diré cuándo habéis hecho bien y cuándo mal. Fiaos de mí y juntos iremos andando hacia Dios. Sé bien dónde está el mal. Igual que cuando, obedeciendo mis órdenes, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, del mismo modo lo que yo os perdone os será perdonado. Y lo que yo diga que está bien, el cielo dirá que está bien.