Выбрать главу

Guardó silencio. Nos miró a todos uno a uno y, salvo Marga y Jaume, todos bajamos la vista, incapaces de resistir tanta pasión salvadora.

– Entendedme: este grupo de hijos de Dios se pone hoy bajo mi ala protectora. ¡Yo soy vuestro guardián! Me hago

responsable de vosotros. Sois mis chicos, los chicos de mi pandilla, y nunca os fallaré. Aquí estaré siempre, seré vuestro consuelo, vuestro amparo… Acudid a mí, que yo os ayudaré si me necesitáis. Para todo, ¿eh?, absolutamente en todo.

Sonrió. Impresionados por unas palabras que ninguno comprendía bien, cuyo significado en realidad no se nos alcanzaba, permanecimos callados. Los más jóvenes se removieron inquietos en sus asientos.

Domingo dio dos pasos hacia atrás y bajó de este modo los escalones que desde el porche conducían al camino. Giró en redondo y, protegiéndose los ojos con una mano puesta en la frente, se puso a escudriñar el horizonte. No me parece que hubiera atendido gran cosa ni que le importaran mucho las declaraciones de amistad de don Pedro.

Juan me miró fijo fijo, esperando a que un gesto mío le indicara qué actitud debía tomar, y Jaume suspiró y arrugó el entrecejo; metió las manos en los bolsillos y se apoyó contra una de las columnas de mares que sustentaban el porche.

Marga, sentada en el borde de piedra, alargó la mano y acarició el pelo de Sonia.

Biel asintió varias veces con cierta solemnidad; era el más alto de todos nosotros y ya había adquirido la costumbre de estar de pie con las piernas separadas y los brazos cruzados. Para darse importancia.

Don Pedro nos miró nuevamente uno por uno. Sonrió satisfecho.

Después que todos se hubieron marchado, mi madre se sentó en un gran sillón de mimbre que había en el porche. Era el que siempre ocupaba mi padre cuando estaba. Suspiró largamente.

– Ven aquí, hijo. -Me miró al tiempo que daba unas palmaditas en la silla que tenía más próxima-. Bonita merienda, ¿verdad?

– Bah, sí… Qué quieres que te diga, mamá, reunirnos a merendar para largarnos un sermón como los domingos… No sé. Yo qué sé. Los pequeños casi se duermen.

– Hombre, Borja, no me gusta que seas tan poco respetuoso con un sacerdote tan maravilloso como don Pedro. -El tono de mi madre era triste, dolido, irritante-. Me parece que os quiere de verdad a todos. ¡Y es tan campechano! Parece que no, que todo es a la pata la llana, que nada es muy trascendental, y luego os dice esas cosas tan sencillas y tan bonitas…

– ¿Tú crees que el infierno no existe?

Se quedó callada.

– ¿Tú crees que el infierno no existe, mamá? -repetí.

– Yo… yo… en fin, me parece que a lo mejor don Pedro quería decir que para ir al infierno hay que hacer tantas maldades que en vuestro caso nunca será posible que os condenéis… -Dejó que las palabras se arrastraran con lentitud, tan insegura estaba de lo que iba diciendo.

Di un gruñido.

Sonrió con aire travieso.

– Me ha dicho un pajarito que Marga y tú os vais a casar. ¿Es verdad?

– ¡Aj! ¡Sonia es una idiota y la voy a matar!

– No, Borja, no digas bobadas. Sonia es una niña pequeña y no sabe guardar un secreto… Deberías haberlo imaginado. Con lo cuentera que es…

– ¡Pero es que son tonterías, mamá! ¡Qué secretos ni secretos!

– Claro, ya lo sé. ¿Cómo quieres que piense que os vais a casar? ¡Si sois unos críos! No, hombre. Lo que quiero decir es que estáis de novietes y que me parece muy bien.

– ¡Pero, mamá!

– No me interrumpas. Marga es una chica preciosa y estupenda… ¡tan religiosa! Sus padres son gente muy bien. Lo que quiero decir es que… es una familia, bueno, eso… muy bien. -Rió-. Y no sé si de aquí a unos años os acabaréis casando… Hoy en día, los noviazgos duran más que un día sin pan. Pero es lo de menos, hijo. Lo que quiero decir es eso.

– Voy a matar a Sonia.

– Ni se te ocurra mencionar que te lo he dicho, ¿me oyes?

– La voy a estrangular.

– Borjaaa.

XI

El de 1956 también fue el verano en el que todos definimos nuestras amistades para siempre.

La famosa merienda de mi madre nos dejó, por lo menos a los mayores, bastante desconcertados. Aunque no fuéramos capaces de explicárnoslo con claridad, intuíamos que don Pedro había querido dar carta de naturaleza a la pandilla haciéndola suya. Sin embargo no se nos alcanzaba su verdadero motivo o, de buscarlo en algún lado, lo atribuíamos a lo que Lucía llamó con algo de menosprecio «el rosario en familia». Como si don Pedro fuera un moderno Lewis Carroll, «sus chicos» iban a constituir una célula aparte, bien protegida, de límites muy precisos, que él orientaría hacia lo que más nos beneficiase (y considerando su profesión, ello incluiría nuestra salvación eterna). Por tanto no teníamos ni idea de hacia dónde nos encaminábamos. Sí sabíamos con seguridad que lo haríamos todos juntos. Por eso, los períodos escolares, que nos pillaban desperdigados por aquí y por allá, serían meros hiatos sin importancia, épocas oscuras de formación académica pero de soledad del alma. Lo trascendental vendría con los tres meses de verano.

– Oye -dijo Juan-, ¿tú crees que vamos a tener esta merienda todos los años?

– ¿Yyo qué sé? -le dije-. Me parece que don Pedro está de cómplice con mi madre, y vete tú a saber lo que nos preparan esos dos. Pero sí. Sí creo que quieren que haya una merienda al año.

– Yo no me preocuparía mucho -dijo Jaume encogiéndose de hombros-. Ahora nos dejarán en paz durante un tiempo y, además, con esto de que don Pedro será más amigo que cura, nos podemos confesar y -rió silenciosamente- no nos pondrá mucha penitencia.

– Mira, no se me había ocurrido -dijo Juan-. Así cuando me tire a Catalina…

– Ya…

– … Cuando me tire a Catalina me lo perdonará dos veces: una porque todo queda en la pandilla y otra porque todo es para bien de la vida eterna…

– Mira, Joan -interrumpió Jaume-, el supuesto no se va a dar porque tú a Catalina no le vas a poder tocar ni un pelo… ¿No ves que está en las musarañas y que nada de lo que le puedas decir lo va a oír siquiera? Y no te quiero contar cuando le digas oye, Catalina, ¿te puedo tocar las tetas?

– Lo que yo os diga.

Estábamos los tres sentados sobre un bancal medio derruido que había al lado del viejo torreón. Mirábamos al mar en el atardecer. Juan se estaba fumando un pitillo. Habíamos mandado a los demás a ponerse a las órdenes de Marga.