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– Así hacéis algo útil -había dicho Juan.

– ¿El qué? -preguntó Sonia.

– No te preocupes, que ya se le ocurrirá a mi hermana.

– ¿Ya habéis pensado lo que vais a estudiar? -pregunté sin que viniera a cuento.

Pero no era una pregunta ociosa ni rutinaria. Al contrario, vista con la perspectiva de los años transcurridos, ahora comprendo que era la primera vez que por tácito acuerdo íbamos a establecer con claridad los límites de nuestros futuros, que definíamos con precisión las coordenadas de nuestra amistad para siempre.

Juan se encogió de hombros.

– Bah, no sé. Mi padre quiere que estudie Derecho para heredar la notaría, pero a mí me parece un rollo. ¿Y tú?

– ¿Yo? Yo lo tengo seguro: tengo que estudiar Derecho porque quiero ser abogado…

– … Ya, y ¿no tiene tu padre un despacho en Madrid?…

– Hombre, sí. Pero no es por eso. Aquí donde me veis, lo tengo clarísimo, yo seré político.

– ¡Anda ya!

– ¿Político? ¿Y para qué quieres eso? -dijojaume.

Me desconcertó que Jaume se sorprendiera tanto con mi elección de una profesión que tenía que ver sobre todo con el bien colectivo, con defender al pueblo, con luchar por la justicia, cosas así. Titubeé y me pareció complicado tener que dar explicaciones cuando no esperaba que me las pidieran, creyendo que mi declaración vocacional sería aceptada cuando menos con admiración.

– No estoy muy seguro, la verdad, pero es por llegar lejos, hacer algo por… bueno, qué más da. ¿Y tú? -le pregunté.

Sonrió y se metió las manos en los bolsillos; tuvo que moverse a derecha e izquierda para que le cupieran, así como estaba sentado, en los pliegues del pantalón.

– ¿Yo? Filosofía y Letras.

Y en cambio, ni Juan ni yo manifestamos sorpresa alguna. Lo había dicho Jaume y no había más que hablar. Si lo decía era porque lo tenía bien pensado y decidido.

Nunca nos habíamos hecho confidencias así.

– ¿Y tú y mi hermana?

– Yo y tu hermana, ¿qué?

– No sé. Como estáis siempre juntos y alguna vez ella te agarra de la mano… ¿Qué crees que no se os ve? Joé, ni que fueras el hombre invisible.

– Bueno, ¿y…?

– Creo -dijo Jaume- que ésas son cosas entre ellos, ¿no?

– Ni hablar. Son cosas de la pandilla, y si no se lo preguntamos a don Pedro, ¿eh? -Rió-. No, hombre, no. Pero Marga es mi hermana, oye, y si tiene que ligar con alguien, mejor con mi mejor amigo, ¿no?… Oye, ¿os habéis besado ya?

– Coño, Juan, ¿y a ti qué?

– A mí nada, pero es para que me digas qué tal sabe… ya sabes… si está rico o qué. El año pasado le dije a Marga que nos besáramos para ver qué tal. Me mandó a la mierda. Joé, cómo se puso. Me dijo que para besarla a ella había que ser muy hombre y además otro que no fuera su hermano, que eso era una porquería. Me da igual, oye. Se lo pido a tu hermana y tan ricamente.

– ¿A mi hermana? ¿A Sonia? ¡Pero si tiene catorce años!

– Joan, animal -dijo Jaume.

– ¿Yqué más da? Bien buena que está. Y luego, dentro de unos años, me caso con ella y ya está. Estaría bien, ¿eh?, yo casado con Sonia y tú con Marga, ¿eh, tú?

Durante aquel verano fuimos dejando atrás la niñez sin saberlo.

Pero a los que éramos de fuera, además, no sólo nos estaba asaltando una revolución de los sentidos y los sentimientos como no hay dos en la vida del hombre; lo hacía por añadidura en una tierra más soleada, más corruptora que la del puritanismo de Península adentro. Nos iba sorbiendo el seso, nos iba adormeciendo.

Los frutos maduran mejor en verano, al sol, bañados por el mar. ¿No?

¿Cómo decirlo? El amor resultaba más comprensible a la orilla del mar.

No quiero invocar con esto el atractivo irresistible que ejercen sobre una alma joven hipotéticos efluvios de sensualidad desprendidos de la untuosidad de un aceite joven, la influencia del circo de montañas que rodea a Deià sobre los impulsos creativos, la sierra de Tramontana como lugar de ensoñación o el mar que le está a los pies como refugio de objetos voladores no identificados. Es bien cierto que todo eso se ha dicho que ocurre en aquella tierra maravillosa, pero Dios me libre de hacerme eco de tanta inventiva. Robert Graves indagó en los años veinte sobre cómo se vivía en Deià; la respuesta que recibió de la novelista Gertrud Stein fue: «Te recomiendo que vayas a Deià… si te crees capaz de soportar la vida en el paraíso terrenal.» Y ése es aún hoy mi sentimiento más preciso. Me fui un tiempo porque era incapaz de aguantarlo y luego regresé buscando la paz. Pero me equivocaba de tormenta. Había de desencadenarse en mi vida política, creía, no en mi vida con Marga.

Imagino que el Mediterráneo, los calores, el paso poco frenético de la vida, el hecho mismo de que Deià fuera en las mentes de la sociedad mallorquina sinónimo de lugar salvaje y perdido en la montaña, hacía que, aunque las costumbres rurales de la isla más parecían entonces del medioevo que de la mitad del siglo XX, el ritmo de los sentidos fuera mucho más tolerante y lujurioso, menos intenso que el de una gran capital como el Madrid de mediados de los años cincuenta. Había una dictadura entonces, pero de las de verdad, con policía secreta, detenciones ilegales, torturas y, por encima de todo, con una tiranía moral e intelectual que se hacía insoportable hasta para mí, un muchacho de apenas diecisiete años que empezaba a husmear la vida fuera del colegio. Me habían sublevado las algaradas estudiantiles de febrero de aquel año, su represión idiota, las carreras frente a la policía por la calle de San Bernardo (unos cuantos compañeros de colegio nos habíamos escapado para verlo, temblando de miedo, eso sí), y sobre todo me había encendido la irritación de mi padre contra el régimen y su estulticia.

Pero Mallorca, en verano, estaba a mil leguas de aquel Madrid de nube gris, llovizna y carbón de hulla. Es bien cierto por otra parte que mis padres, mis hermanos y yo nos movíamos en dos planos diferentes: el del establishment oficial en Madrid y el de las vacaciones desprendidas de cualquier obligación social en Deià.

¿Se explicaba el comportamiento de Marga por esta diferencia de actitudes y ambientes sociales? Ninguna niña de la buena sociedad peninsular, que yo supiera, se habría dejado ir como lo había hecho ella a una aventura de amor sensual ¡a los dieciséis años! En Madrid no se conocían chicas de buena familia que perdieran la virginidad antes del matrimonio, Dios nos librare, o, si alguna había, era objeto de la peor maledicencia, de ostracismo y eventualmente de viajes al extranjero, siempre muy comentados y perfectamente inútiles (la memoria de la maldad es larga), a menos de que se tratara de hacer abortar a la infeliz. Y la pobre regresaba convertida en puta oficial, pasto para estudiantes que creían poder encontrar en chicas así aventuras en apariencia fáciles. ¡Qué sabrían ellos!

Pero nada de lo que hacía Marga tenía que ver con esos códigos morales o sociales. Marga era como potro libre sin brida. Todo corazón apasionado. ¿Cómo podría yo no entenderlo hoy, ahora que escribo estos recuerdos que no comprendo? No, no. Marga concebía la vida como compromiso total, ni siquiera se planteaba lo contrario, y con toda seguridad pretendía lo mismo de mí. Y lo extraordinario en ella, sin embargo, no era ser una mujer independiente, sino serlo en la divisoria de los diecisiete años.

– Eres muy tímido, ¿verdad? -me preguntó Marga-. Eres muy tímido -se contestó en seguida, asintiéndose con la cabeza-. Porque, si no, ¿de qué se te suben los colores a nada que se hable de ti? -Me puso la mano en la barbilla y me obligó a girar la cara hacia ella-. ¿Eh?

– Y yo qué sé.

– Ya, tú nunca sabes nada.

– No. No sé… es que estas cosas son mías y… y tuyas, y no me gusta que la gente se meta.

– ¿Qué más te da? -Me cogió la mano izquierda y se la puso sobre el pecho, justo encima del corazón-. ¿Notas cómo late? Me late así cada vez que te tengo al lado, cada vez que pienso en ti… Ya ti, ¿te late igual?