Me encogí de hombros.
– Sí que te late igual. Te lo noto en una vena del cuello cuando nos besamos. ¿Quieres ver? -Acercó su rostro al mío y mi corazón se desbocó de golpe-. ¿Ves? Te lo noto en el cuello. -Me sopló por la nariz sobre el pómulo-. Dime una cosa: ¿por qué estás siempre tan serio?
– No sé, será porque no hay muchas cosas de las que reírse.
– ¿No es para reírse que nos queramos?
– No: es para tomárselo en serio.
– ¡Pero qué bobo eres! Nos queremos en serio y a mí eso me hace estar alegre y entonces me río.
– Ya, pero yo no soy así, no soy como tú.
– ¿Y cómo eres?
– Todo el mundo dice que me parezco un poco a mi padre…
– ¡Jesús!
– … Que soy serio y reflexivo…
– Eres bastante más guapo que tu padre, que siempre va de negro.
– Es porque está de luto por la muerte del abuelo. -Me quedé pensativo por un momento y luego añadí-: ¿Sabes que casi no me acuerdo de mi padre vestido de otra manera?
Pues tu padre no me da ningún miedo. Todo el mundo dice que es muy severo y a mí me parece bastante dulce, ya ves.
– Bueno, pues serás la única.
– Yo quiero casarme contigo de blanco y celebrar el banquete en Ca'n Simó y hacernos fotos aquí en el torreón, y así ese día nos acordaremos de la primera vez que lo hicimos.
– Pues a mí tu padre me parece un tío divertido.
– Es genial. ¿Me has oído?
– El qué.
– Lo de la boda aquí.
– Sí.
– ¿Y?
– Pues eso, qué bien.
De pronto se le encendieron los ojos y su tonalidad malva se ensombreció hasta casi el negro.
– ¿Eso es todo lo que se te ocurre?
– No sé, Marga, jopé, yo qué sé. Me parece que falta tanto tiempo que no me lo puedo ni imaginar. Si fuera a ocurrir mañana…
– ¡Pues yo sí me lo puedo imaginar! ¿Quieres decir que a lo mejor me dejas de querer y que para cuando nos tocara casarnos ya no te importará?
– No, claro que no, no seas idiota, Marga. Yo a ti…
– … Porque yo sí sé hasta cuándo te voy a querer. Te voy a querer hasta que me muera, hasta siempre. Y te esperaré siempre.
Me dio miedo.
Marga se incorporó, giró la cintura para ponerse frente a mí y, apoyando sus manos sobre mis hombros, me fijó contra la pared de piedra.
– ¿Y sabes qué más? Hasta sé los hijos que voy a tener contigo.
– ¡Qué tonterías dices! Oye, Marga, dime una cosa: ¿tú por qué me quieres?
Me miró con ferocidad. Pero en seguida se relajó y sonrió.
– Te quiero desde aquel día en que saltamos juntos desde la piedra en la cala. Esa noche ya pensé en historias y aventuras contigo de novios… fíjate qué tonta. Y cuando me peleaba contigo y nos pegábamos era porque, en el fondo, ya te quería.
– Sí, pero cómo me quieres ahora.
– ¿Y tú a mí?
– Yo a ti no sé cómo te quiero. ¿Y tú a mí?
– ¿Por lo menos sabes que me quieres?
– Claro.
– Pues entonces te lo voy a decir: ¿has leído Cumbres borrascosas?
– No.
– Pues te lo dejaré para que lo leas. Es una novela maravillosa. ¿Sabes que me la leí en dos días? La tienes que leer. ¡Lloré tanto! Pues yo a ti te quiero tanto como la protagonista a Heathcliff: como si te llevara dentro. Ella dice «mi amor por Heathcliff es como las piedras que hay debajo, ¡yo soy Heathcliffl». Su amor la ha transformado, ha transformado su corazón en el de él. Pues a mí me pasa lo mismo. ¿Entiendes? ¿Entiendes cómo te quiero? Por las noches hablo contigo como si estuvieras a mi lado en la cama y me muero de ganas de tenerte encima…
Me enderecé sin querer, como empujándome hacia atrás para meterme dentro de las piedras del viejo torreón. Y es que lo tenía todo tan a flor de piel y tan reciente que la verbalización de este amor nuestro brutalmente físico me causaba verdadera angustia. Ofendía a mi sentido del pudor, hasta me parecía casi grosero hablar de ello, mientras que para Marga apenas si se trataba de sacarse a borbotones los sentimientos del pecho.
– No te asustes, que no pasa nada. ¿No es normal querer a una persona y querer hacer el amor con ella? ¡Si tú y yo hacemos el amor! ¿Sabes qué te digo? Que yo no entendería el amor sin… sin… ya sabes, el físico.
– Sí, pero generalmente eso queda para después del matrimonio… -dije en voz baja.
Rió alegremente.
– Pues sí… para cuando nos llegue el matrimonio a mí y a ti, si no lo hiciéramos antes, llegaríamos más secos que una pasa…
– No te rías. ¿Qué diría don Pedro, por ejemplo?
– ¿Y a mí qué más me da lo que diga don Pedro? Y además, no podría decir nada. No hacemos nada malo. ¿No me ves que voy a comulgar todos los días?
Hice un gesto dubitativo.
– Sí, claro, pero como tú no vas a confesarte, tú decides por ti y ante ti…
– Es que yo estoy muy segura de lo que hago. ¿Tú no?
– Sí, claro, pero ¿y el sexto mandamiento?
– ¡Ah! Eso sí que lo tengo pensado, no te creas. Has leído el Evangelio, ¿no? -Asentí-. Jesús condena a los mercaderes en el templo, a los fariseos, pero ¿a la mujer que ama? Ni hablar, Borja. Faltarás al sexto si lo haces sin amor. Pero ¿estando enamorada? -Rió de nuevo.
Suspiré y le acaricié lentamente el muslo.
– ¿Y cuántos hijos quieres tener conmigo?
– Cuatro. Dos niños y dos niñas, ya ves.
Sonreí.
– Seguro que sabes hasta cómo se van a llamar.
– Claro. Borja, María, Pep y Leticia. ;
– Pep no es nombre.
– Bueno, pues José o Josep, me da igual, pero lo llamaremos Pep.
– Borja no me gusta.
– Pues te fastidias… y tú ándate con bromas, que lo tengo ahora y nos tenemos que casar a la fuerza. -Soltó una sonora carcajada.
Se me cortó la respiración. Debí de palidecer porque noté que se me estiraban las mejillas y que tiraban de mis ojos las sienes. Marga me miró con lo que supongo era travesura, alargó nuevamente la mano y me la metió por el pelo, despeinándome del todo.
– Huy qué susto te he dado. Te has puesto como el papel. Bobo, que siempre me lavo y tengo cuidado, anda. -Rió otra vez de buena gana. Mi inocencia era tan completa que me pareció que esas precauciones eran suficientes.
Respiré hondo y dije en voz baja:
– Marga, jopé, ¿estás segura de que con eso es bastante?
– Claro. Y si tuviéramos un niño, ¿qué? Nuestros padres no tendrían más remedio que aceptarlo y casarnos, ¿no? -Apoyó su cabeza sobre mi hombro y añadió como en una ensoñación-: Viviríamos juntos y estudiaríamos y yo te ayudaría a hacerte famoso y tú serías el político más joven de España…
– ¿Y cómo sabes tú que quiero ser político?
Levantó la cabeza para mirarme.
– Fácil… Ahora que se te ha ocurrido que es eso lo que quieres ser se lo cuentas a todo el mundo.
– No se lo cuento a todo el mundo.
– Bueno, se lo dijiste a Juan ayer y lo soltó en casa durante la cena.
– Pues vaya con los secretos que le cuenta uno a los amigos.
– Ya ves.
La noche siguiente los mayores fuimos a cenar a casa de Juan y Marga. Pere, el viejo criado, a quien no había visto aún aquel verano, nos esperaba bajo el porche vestido con su pantalón negro de costumbre y una camisa blanca remangada hasta por encima del codo y con el cuello desabrochado. Siempre iba igual, menos cuando ayudaba a misa al viejo canónigo tío de Marga.
– ¿Y tú, Borja? -me dijo en mallorquín.
– Hola, Pere.
– Qué, ¿vienes a pelearte con ésa otra vez, como el verano pasado? Te rompió la nariz, muchacho.
Me encogí de hombros.
– Fue mala suerte.