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– Ya, mala suerte -dijo Marga-. Te pude. -Me puso la mano en el antebrazo-. Pero ahora te has puesto tan fuerte que ya no me pelearía contigo. -Y torció la nariz en una mueca cómica.

– Está de broma -dijo Pere-. Ésa te zurraría la badana igual.

– Jo, sangrabas como un becerro -dijo Juan.

– ¿Quién sangraba como un becerro? -preguntó el padre de Marga saliendo al porche-. Hombre, hola, Borja; claro, tú eras el que sangraba como una porcella, no como un becerro. ¡Pero si ha venido la joven princesa Sonia! Pere, quita de en medio todas las cosas que se puedan romper, que están aquí Marga y Borja y esto es peligroso…

Así transcurrió aquel verano. Días de charla, baños en el mar y amores, de paseos por entre los olivares, de excursiones y juegos y sobresaltos. Días que uno querría haber atesorado para que nada rompiera su memoria cristalizada. Ahora los recuerdo teñidos de amarillo, de sepia, como las fotos viejas, melancólicos e irrecuperables.

Una mañana temprano bajamos el Torrent de Paréis saltando de roca en roca y bañándonos en los gorgs. Tardamos cuatro horas en llegar a Sa Calobra, pero tuvimos la playa para nosotros, entre guijarros y agua, y allí, a la sombra de una roca, comimos una merienda de pan, aceitunas y tomates, aceite y sobrasada. Sonia había bajado una bolsa entera de melocotones y, aunque alguno se había aplastado, estaban dulces y jugosos. Las Castañas traían jamón y brevas, y los mayores llevábamos cantimploras. Racionábamos el agua, más por fastidiar a los pequeños que porque fuera escasa.

Nos bañamos largamente en un mar tan azul que se hacía aguamarina sobre la arena y verde oscuro sobre las algas. Incluso nadando podían verse allá abajo, con sólo inclinar la cabeza, rocas y peces dibujando irisaciones, alargándose u ondulando perezosamente.

– ¡Una carrera hasta la roca aquella! -gritaba uno.-¡Vamos a por pulpos! -exclamaba otro.

Y Andresito, que era el único que buceaba realmente bien de todos nosotros, se ponía unas gafas de ir por debajo del agua y con un arpón que traía en la mochila desaparecía durante largos trechos. Al cabo de un rato aparecía allá lejos, en un punto inesperado, enarbolando el arpón con un calamar atravesado.

– ¡Venid! Vamos a escalar por aquí -decía cualquier otro.

– Ven, vamos a tirarnos de la roca aquella -me dijo Marga-. A ver quién entra mejor en el agua.

– Ya. La primera vez que lo hicimos, tú te tiraste antes de cabeza y casi te matas: entraste con las rodillas dobladas y separadas.

– Claro, como que no sabía. Anda, ven.

Y nos tiramos de aquella roca como Dios nos dio a entender. Estaba muy alta, pero yo ya no tenía excusa. «Vamos a tirarnos juntos, de cabeza, ¿eh?» Luego nos siguieron Javier, que hizo un ángel perfecto, y Jaume.

Tarde ya, serían las siete, pudimos divisar cómo doblaba el cabo de cala Tuent el renqueante pero sólido llaud de un viejo marinero llamado Sebastiá. Venía a buscarnos para devolvernos a Sóller a tiempo de montarnos en el vetusto autobús que subía casi de noche hacia Deià y Valldemossa.

Aunque ya estaba asfaltado el inverosímil camino que subía desde Sa Calobra hasta el del monasterio de Lluc, los más pequeños se mareaban en los autobuses turísticos que lo recorrían y todos preferíamos el llaud. Un poco más hacia el sur, los americanos habían empezado a construir la carretera que bajaba hasta Sóller. En lo alto del Puig estaban levantando una estación de seguimiento de radar, se decía que de todo el Mediterráneo, para estar preparados en caso de que los rusos decidieran atacarnos. Mi padre decía que si España era la centinela de Occidente y Franco su luminaria, Mallorca era la nariz del centinela y se llevaría la primera bofetada. Eso decía mi padre, que, cuando se descolgaba con algún sarcasmo, se ponía verdaderamente espeso.

A finales de agosto, un día de misa de domingo, antes de que pudiera escabullirme, don Pedro me cazó al vuelo desde la sacristía y me dijo «espera, Borja, no te vayas todavía que tengo que hablar contigo. Es un momento sólo, anda».

Resoplé, pero no tenía modo de escabullirme y no me quedó más remedio que sentarme en el murete que rodea la iglesia y desde el que hay una maravillosa vista panorámica sobre el Clot.

– Hacía días que quería hablar contigo -dijo don Pedro.

Le miré sin contestar. Nos habíamos sentado uno a cada lado de la mesa de trabajo en su despacho de la casa parroquial en la que aseguraba vivir, aunque todos sabíamos que tenía un buen piso en la parte noble de Palma y que era rara la noche en que no bajaba a la ciudad.

– Verás- No sé muy bien cómo empezar. -Sacudió la cabeza-. Tal vez deberías recordar que eres uno de mis chicos, uno de los de mi pandilla, y que por eso puedo hablar con entera confianza contigo. No. Eres más que uno de los chicos. Eres el más importante por ser el mayor, pero sobre todo por ser el modelo que todos quieren imitar…

– ¡Bah! Menuda bobada, padre. Nadie me quiere imitar.

– No me digas eso, Borja. Sabes bien que lo que digo es verdad. Marga y tú sois los jefes de la banda y todos los demás quieren ser como vosotros.

– ¿Jaume? ¿Quiere ser como yo?

– No, Jaume no, pero es la excepción que confirma la regla. Los demás siguen lo que Marga y tú ordenáis… Eso es lo malo -añadió pensativamente.

Me empezó a latir el corazón a la carrera en cuanto dijo «eso es lo malo» porque acababa de adivinar el motivo de la conversación. Tragué saliva.

– ¿Por qué es lo malo, padre?

– Bueno… -titubeó-, en realidad… sí… en realidad yo quisiera hablarte de tu relación con Marga. -Levanté la cabeza para protestar; no sé qué iba a protestar, pero algo protestaría para defenderme-. No, espera, no me interrumpas, déjame que te diga lo que pienso y luego hablas tú. ¿Eh?

Pasó una mano por encima de la mesa y la apoyó en mi muñeca. Guardé silencio.

– ¿Qué relación tenéis tú y Marga? -Y quitó la mano.

No dije nada. Sentía que me latían las sienes y me había empezado a doler la nuca, todo por el esfuerzo de que no se me notara nada del torbellino que me venteaba por dentro.

– Te lo pregunto en serio.

– Normal.

– Que sois novios, ¿no?

– Pues sí, yo qué sé. ¿Y usted cómo lo sabe?

Sonrió.

– Más bien di quién no lo sabe. Porque es la comidilla del pueblo.

– ¡Venga!

– Sí, Borja, lo sabe todo el mundo. A mí me lo comentó tu madre hace días.

– ¿Y qué hay de malo en ello?

No contestó a la pregunta. Un momento de silencio y después:

– ¿Por qué ya no comulgas nunca?

Me encogí de hombros y enrojecí, pero don Pedro hizo como si no lo hubiera visto.

– Antes comulgabas siempre en misa los domingos… Y tú y yo sabemos que venías a confesarte y de qué venías a confesarte -levantó las cejas expresivamente-, y no pasaba nada… Pero ahora ya no vienes. -Se inclinó por encima de la mesa y me agarró las manos con las suyas-. Dime, Borja, dímelo… Porque a mí me duele, y no te quiero decir al Señor.

– No… -empecé a decir.

– Espera. ¿Tú sabes cómo está Marga?

– ¿Cómo está Marga? No le entiendo, padre.

– ¿Y si Marga estuviera esperando un hijo tuyo?

Di un respingo y quise hablar, pero me había quedado sin voz. Nunca hasta entonces había sabido lo que es el pánico. Rompieron a sudarme las palmas de las manos y me dio la sensación de que me estallaba la vista y se descomponían los colores.

– ¿Y si estuviera esperando un hijo tuyo? ¡Aha! No dices nada, ¿verdad? -No recuerdo lo que balbucí-. No me engañas… Porque no puedes negar que os acostáis… Sí, no me mires así. Eso que vosotros hacéis no es el amor. Eso no recibe ese nombre; eso se llama joder, así te lo digo. Eso no entra en los planes del Señor, no entra en los planes que El y yo tenemos para ti, hijo…