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– ¿Marga está esperando un hijo? -pregunté por fin. Tenía ganas de llorar.

– ¿No se te ha ocurrido hasta ahora que os podía pasar? Pero, bueno, eres un insensato, Borja.

– ¡Pero dígamelo, por Dios!

– ¡No, hombre, no! Tenéis una suerte que no os merecéis. -Del alivio me empezó a sudar la frente-. Marga es otra insensata y la doy casi por perdida, pero ¿tú? ¿Tú que eres el mejor de todos? ¿Cómo te voy a dar por perdido?

– ¿Perdida Marga? ¿Cómo puede usted decir eso? Ella comulga todos los días y…

– Mira, Borja, la relación de Marga con la religión y conmigo, que soy su representante, es cosa mía y de Dios. Déjamelo a mí. Yo ahora en quien tengo que pensar es en ti, en tu futuro, en la vida que te espera: es nuestra responsabilidad compartida, tuya y mía, ¿me entiendes?

No debí hacerlo, pero asentí tímidamente.

– ¡Claro! -dijo don Pedro-, claro que sí. Tú eres un muchacho bueno, inteligente, lleno de virtudes y con un futuro espléndido por delante. No lo estropees todo por una aventurilla sórdida…

– ¡Espere, espere! -exclamé reaccionando al fin un poco-. No es una aventurilla sórdida para nada, don Pedro. Marga y yo nos queremos y nos vamos a casar…

– ¡Hale! Casaros, qué enorme palabra. -Pero se corrigió en seguida-: No quiero decir que Marga o tú seáis sórdidos. Quiero decir que devaluáis vuestro amor manchándolo sin necesidad. Sois muy jóvenes, Borja. Tenéis todo el tiempo del mundo y todavía no estáis preparados para el amor físico, la entrega de uno a otro cuyo único objeto, cuyo único objeto, ¿eh?, es la procreación y la satisfacción de la concupiscencia mutua.

– Eso son dos objetos -murmuré-. Mejor entre Marga y yo que en una juerga cualquiera…

– Nadie te está diciendo que la alternativa sea que te vayas por ahí o que tú solo apagues tu concupiscencia. No, no. La alternativa es la pureza, Borja, el sacrificio personal para el futuro. Mira -dijo con impaciencia-, todo lo que atesores ahora te será devuelto con creces cuando estés casado con Marga. Te doy mi palabra de honor sobre ello. Palabra de sacerdote.

– ¿Y Marga? Según usted, ella está en pecado y por tanto no debe comulgar. ¿No la va a excomulgar? ¿O negarle la comunión?

Don Pedro sonrió con tristeza.

– No puedo hacerlo. Es una de las chicas de mi pandilla de ángeles y le voy a perdonar todos los errores por grandes que sean para que, en el momento oportuno, esté cerca de nosotros y la podamos salvar. No la voy a estigmatizar negándole públicamente los sacramentos; allá ella con su conciencia; si viene a comulgar y no está arrepentida, no seré yo quien le niegue los auxilios sacramentales. Ahora me preocupas tú, tu vida futura. Sabes que tienes un gran futuro por delante. No lo estropees ahora con estas tonterías. Piensa en el Señor, Borja, que dio su vida por ti en la cruz.

– ¡Pero yo quiero a Marga! ¡Qué quiere que haga! ¿Que rompa con ella? ¡Si ya le he dicho que nos vamos a casar!

– ¿Dentro de cuánto, Borja? Por supuesto que no quiero que rompas con ella; quiero que decidáis ambos libremente hacer un sacrificio por el Señor. Imagínate: ella vive aquí y tú, en invierno, en Madrid. Si ahora relajáis vuestra moral, si os entregáis a bajas pasiones, ¿no tenderéis cada uno por separado a satisfacerlas culpablemente cuando os apetezca? Y piensa en otra cosa: la pasión se agota con el tiempo. ¿Vais a agotarla ahora que sois niños y que estáis lejos del matrimonio sin siquiera darle una oportunidad? ¿Y si de pronto tuvierais un hijo? ¿Estáis preparados para darle educación, alimentarlo, verlo crecer?

– No sé, padre.

¡Cuánto me estaban afectando todos aquellos dardos tan certeros!

– Habla con ella e impónselo. Tú eres el hombre, Borja, a ti corresponden las decisiones. ¡Exígele el sacrificio! Te esperan grandes cosas en la vida y no tienes derecho a perder el tiempo en nimiedades. -Levantó una mano anticipándose a mi objeción-. Yo sé que os queréis y lo acepto, pero ésa no es tu vocación. Tu vocación es otra de más altura, de mayor sacrificio. No la emborrones con la cesión cómoda a un instante de placer. -Me sonrió para darme ánimos y, mirándome a los ojos, añadió-: Y ahora te voy a dar la absolución. Ego te absolvo a pecatis tuis in nomine Patris et Fui et Spiritu Sancti -dijo, e hizo una solemne señal de la cruz muy cerca de mi cara. Después suspiró recostándose satisfecho contra el respaldo del sillón-. ¿A que se encuentra uno mejor? Has vuelto con nosotros, de este lado de la bondad, te hemos recuperado y ahora, si vienes conmigo a la iglesia, te daré la comunión.

Así eran aquellas conversaciones.

– ¿Qué sabrá él de lo que me pasa? -gritó Marga con furia-. ¿Tendrá idea ese imbécil de lo que es mi cuerpo? Bueno, sí, claro que sí, el muy cerdo. Me habrá ido a ver a la cala para después masturbarse como un mono… Eso es lo que es, un mono.

– Marga… oye… espera, Marga.

– No, Borja, espera tú. ¿Con qué derecho se atreve a decirte que si hacemos el amor nos entregamos a bajas pasiones? ¡Pero será imbécil el cura ese! O sea que si estamos enamorados y hacemos el amor, baja pasión. Pero si estamos casados, incluso si no estuviéramos enamorados, ¿qué, alta pasión?

– No, Marga, lo que él decía era que el sexto mandamiento hay que respetarlo y que ahora, hasta que nos casemos, tenemos que hacer un sacrificio por amor…

– ¿Por amor? Yo por amor me desnudo contigo y me dejo besar y te beso y me duermo en tus brazos. ¡Eso es amor! ¿Qué hay de malo en eso?

– Nada, Marga. Nada. Pero, claro, si don Pedro lo acepta, deja de ser cura. -Reí. Me sentía seguro.

Apoyó su frente contra la mía y me sopló en la nariz.

– Y tú ¿qué le dijiste?

– ¿Yo? Nada, qué quieres que le dijera.

– Pues lo mismo que le dije yo, anda éste. Que se dejara de tonterías y que si eso creía de mí, mal entendía el amor. Eso. Y que si era eso, que debía dejar de ser cura.

– Hala, Marga, qué burra.

No le conté que además don Pedro me había dicho que la vida me llamaba a cosas más altas, a una vocación de más altura, había dicho él; pensé que la razón de no contárselo era que, callándomelo, Marga no se enfurecería más.

Y el domingo siguiente fue a comulgar como siempre. Sólo yo vi que iba más erguida que de costumbre, más segura, y al darse la vuelta para regresar a su banco se detuvo frente a mí un segundo y me miró directamente a los ojos. Luego saludó a mi madre con una levísima inclinación de cabeza y siguió por el pasillo central.

XII

Hubo un momento, sin embargo, en que mi vida cambió. No sabría cómo definir lo que ocurrió ni en qué instante situarlo con precisión.

Lo primero que sucedió fue que el eje de mi existencia se desplazó de Deià a Madrid. Eso sí lo sé con seguridad. Me convertí en un urbanita, si tal término puede utilizarse con propiedad para describir la alteración profunda que experimentaron entonces mis sentimientos, mis opiniones y mis reacciones ante la vida.

Me pasó algo que sólo podría describir como un gigantesco encogimiento de hombros frente al asalto de los sentidos, frente al despertar de mi cuerpo y de mi mente. Puede que, preso de un ataque de pudor instintivo, decidiera esconder todo lo que de mí pertenecía a la tierra en algún doble techo de mi conciencia: me hice chico de ciudad, niño bien de la capital, cosa que me resultaba mucho menos exigente que la tarea de enfrentarme a las demandas de los sentimientos verdaderos que me planteaban Deià, la pandilla de amigos y la vida del verano. La vida en general. Debí de pensar que todo lo de allá era en el fondo cosa de gente primitiva y poco conectada con la realidad y supuse que la madurez iba unida a una ruptura con las cosas sencillas. Es decir, que la vida se me complicaba sobremanera y enfrentarme con ella me obligaba a ¿romper con el pasado? Ahora que lo escribo comprendo la necedad del concepto; entonces, sin embargo, no tenía más armas que un corazón confuso, un carácter débil y una mente enredada.