Torre de vigía no podía ser, porque Ca'n Simó es una finca rectangular encajada en la hondonada de la ladera, equidistante de las dos puntas de la bahía, mientras que la torre de vigía verdadera, también medio derruida, se divisa como a dos kilómetros de nuestro torreón según vuela el pájaro, al otro lado de la cala. Encaramada al promontorio, asoma por entre los pinos mirando chatamente al mar, aplastada por siglos de huracanes y salitre.
Molino de aceite tampoco debió de ser, en primer lugar, porque su superficie era demasiado exigua para que se le hubiera dado tal uso y, segundo, porque a menos de un centenar de metros se levantaba, se levanta aún hoy, la casona noble de Lluc Alcari, que dicen que fue hasta hace un siglo residencia de verano del obispo de Palma (digo yo que de ahí debe de venir la expresión «vive mejor que un obispo» como consagración de lo superlativo). Y en la cueva de esa posesión hay una tafona, la más antigua de las que se conservan en buen estado en la isla. Es de 1613 y la prensa, que está intacta, es un enorme tronco de unos quince metros de largo. Está cubierto de sacos de arpillera o de capachos de esparto, usados en su momento, unos, para acarrear la oliva al lavado en el molino y, otros, para servir de bandeja a la pasta de aceituna cuando se la pone en el interior de la prensa que ha de estrujarle el aceite. A su lado hay una solera circular que, tras casi cuatro siglos de dar vueltas haciendo molienda, ha adquirido la textura aterciopelada del canto rodado. En la almazara huele poderosamente a aceite, con un olor pastoso y amargo que entra por la nariz hasta raspar el fondo de la garganta.
Se diría que por fuerza, la tafona de Lluc Alcari, más grande que las de decenas de otras posesiones de la costa norte de Mallorca, hacía aceite para más de un olivar de la redonda y, en primer lugar, para el de Ca'n Simó, que es el que le está a los pies.
Me parece que, al principio, nuestro torreón (que a lo mejor ni siquiera era torreón, sino apenas casamata) debió de ser la celda de algún ermitaño. Luego, con el transcurso de los siglos, se convertiría en el amparo del amo, que es como se conoce en la isla al payés que se cuida de la finca, o en el refugio para cualquier rebaño de míseras ovejas que buscaran cobijo durante las tempestades de otoño. Seguro que en algún momento fue casa de aperos de labranza.
Hubo un tiempo en que quisimos creer que en el torreón habían pasado noches misteriosas los piratas venidos de la costa berberisca en época de moros. Hasta hubo un verano en que cavamos por debajo del muro e hicimos con los picos y palas del amo un agujero de modestas proporciones, aunque a nosotros se nos antojara enorme, convencidos de que encontraríamos algún tesoro o mapas de la costa que nos dieran la razón o, tal vez, un baúl. Pronto dimos con la roca que hay debajo de los pobres terrones que en la sierra de Tramontana pasan por ser tierra arable y abandonamos el proyecto.
Otro año, más refinados por la edad casi adolescente, pensamos que habría sido una guarida de contrabandistas, sin que se nos ocurriera que el torreón estaba a unos trescientos metros tierra adentro y en un altillo cercano al camino de Lluc Alcari, lo que lo hacía impracticable como escondrijo. Además, las cuevas de los contrabandistas están perforadas en la roca nuda de los acantilados que caen a pico sobre el mar.
Pronto se nos olvidó, sin embargo, el uso que la vieja torre hubiera podido tener: se hizo en seguida más importante el que le queríamos dar para nuestros juegos de infancia o para el recóndito pudor de la adolescencia.
El caso es que la posesión de Ca'n Simó estaba hecha, en su pendiente, de unas treinta o treinta y cinco terrazas de irregular trazado que la recorrían de parte a parte, interrumpiéndose a veces de forma caprichosa, para seguir luego por otro derrotero, más arriba o más abajo, según lo impusieran el tamaño y solidez de la roca con que hubieran topado los payeses al construirlas. También las atravesaban caminos muleros que eran más consecuencia del paso ancestral de pastores y viajeros que resultado de una obra de ingeniería. Hoy quedan dos de estos senderos, además del que se conoce por «paseo de los pintores», uno célebre que sigue la línea de la costa tras arrancar en un acantilado al que llaman La Muleta y que va a parar a lo alto de la cala de Deià al lado de una torre primitiva, ésta sí en pie, en la que vive un novelista medio austriaco que, en los ratos libres, juega al ajedrez con quien quiera retarle. Desde la altura se divisa un espléndido panorama de mar y monte.
Por el «paseo de los pintores», que serpentea entre encinas, pinos e hinojo marino, han transitado en lo que va de siglo centenares de artistas de toda escuela e inspiración. En muchas de las rocas que lo bordean y a las que puede uno encaramarse para mirar a lo lejos, aún se notan las pinceladas que dieron para limpiar sus espátulas y pinceles o probar las mezclas de los pigmentos.
Cada terraza se sujetaba (y aún se sujeta, claro está) a la falda del monte por un bancal hecho de piedra seca, es decir, juntada y sostenida sin mortero. La cara exterior de cada piedra, dorada de color miel por efecto de la oxidación del tiempo, tiene como mínimo el tamaño de una mano grande. Todas están empotradas entre sus vecinas como si, erosionadas a gemidos por el viento, hubieran quedado igualados sus bordes hasta encajar tan perfectamente unos con otros que han acabado por parecerse a las piezas de un rompecabezas. Es un milagro que esas construcciones hayan podido durar siglos sin desmoronarse y sin que las mantenga en pie otra cosa que el precario equilibrio impuesto por su peso sabiamente distribuido a lo largo de su altura; sólo determinadas piedras, muy pocas, hacen aquí y allá las veces de llave de bóveda.
Y es apenas ahora cuando, al final del tiempo, alternándose el agua y la sequía, el polvo de la tierra que se descompone y el temblor que provocan los autobuses al circular por la carretera de Sóller, las han ido sacudiendo y desplazando; de tal modo que, de vez en cuando, suavemente, sin estrépito, se derrumba un trozo de muro y aparece en su lugar una herida abierta, una cuña de tierra dispuesta a deslizarse silenciosamente hacia el mar. Quedaría pelada la montaña si lo permitiéramos, igual que más abajo y poco a poco, sin que podamos hacer nada para impedirlo, van vertiendo al mar los bancales más cercanos a la costa. Quedan entonces desnudas las raíces de los gigantescos pinos marítimos y se los ve abrazarse desesperadamente a la tierra que se desangra. Aún hoy hay uno, al lado de la casa, solemne y majestuoso, que se yergue enhiesto mientras se sujeta dramáticamente a la roca que lo sustenta; cada año, el viento o la lluvia desmochan una esquirla de la piedra y el pino se agarra a ella más y más en precario con las raíces descarnadas al aire, como si fueran los talones de un halcón orgulloso y moribundo.
En ocasiones, en invierno, una terrible tormenta siega unos cuantos pinos con la facilidad con que se parten palillos y los hace deslizarse como si se tratara de livianas cañas. Crujen cuando se les desgarra la entraña a causa de la tensión que pretende doblarlos o estirarlos contra su naturaleza y suenan igual que en un barco gimen los maderos por efecto del viento y las olas. Y su peso y velocidad los convierten en mortíferas lanzas que todo lo arrollan a su paso.
Raro es el mes en que no me veo obligado a llamar al bancalero de Sóller para que me repare un trozo de muro o me construya un nuevo bancal que dificulte la erosión. Y luego se habla de lo bucólico y simple de la vida rural; lo cierto es que no hay fortuna que la resista.