Tenía que labrarme un futuro, mi padre me lo exigía, yo lo quería, me lo pedían mi posición social y el despacho, y pensé que ese futuro, contrariamente a lo que ahora me es obvio, estaba, qué sé yo, en la sociedad desarrollada de la gran urbe más que en el silencio de la tierra y en la minucia de las cosas pequeñas y entrañables.
Debí de comprender que esto apuntaba por encima de todo en una dirección que acaso entonces se me antojara superflua, marginal, ni siquiera complicada, ni siquiera conscientemente asumida como problema, pero que era sin duda el obstáculo con el que estaba obligado a enfrentarme: la superación de la adolescencia y la sustitución del modelo colectivo de sentimientos detrás del que me había escondido hasta entonces, por juegos individuales de acción y reacción. Había llegado, sí, el momento de dinamitar la pandilla y de echar a volar, de hacer todo lo contrario de lo que me había aconsejado, insistido, don Pedro. Tenía que escapar de su imperio moral.
Y eso fue precisamente lo único que no hice. Dinamité a Marga, eso sí, de una manera que ahora me llena de vergüenza y que en aquel momento debió hacerme comprender hacia qué retorcimiento moral se encaminaba mi existencia. Pero… Sólo puedo decir en mi descargo que lo hice precisamente para convertirme en un ser individual (ése era el camino, pensaba yo), para independizarme del control que ella ejercía sobre cada uno de mis sentidos, para romper el lazo del compromiso sentimental que me unía a ella, único modo de crecer, pensaba yo. Y lo que hice fue emponzoñarlo.
Todo se complicó bastante después del verano aquel tan luminoso del 56. El regreso a Madrid para empezar un curso nuevo, la universidad, la ruptura con los rigores disciplinarios del colegio, el descubrimiento de una vida más abierta y más libre que la de una institución regida por curas trastocaron el orden natural de mis preferencias. Nos pasó a todos por igual, me parece. Sin embargo, en vez de asumir nuestras nuevas condiciones de gentes crecidas, y al contrario de lo que se necesitaba, nos limitamos a convertir el grupo infantil de juegos de verano en un nudo de amigos que respondía únicamente a la edad que teníamos y no a la mentalidad que necesitábamos. Y así nos fuimos transformando en un círculo de niños adultos que se apoyaban entre ellos y que marchaban hacia la madurez sin dejarse respirar. Diletantes, nos acabaría llamando Tomás, y con cuánto tino.
De este modo nos hicimos todos más y no menos dependientes los unos de los otros. Incluso Marga, que rehusaba casi con ferocidad someterse a nadie ni a nada y cuyos sentimientos y carácter eran de tal fortaleza que la individualizaban respecto del resto de sus parientes, de sus amigos, de nosotros, de mí, dependía de la pandilla de forma enfermiza, un odio y un amor, como si ésta fuera un coro de tragedia que le resultare esencial como espejo de resonancias de cada uno de sus actos. ¡Qué extraordinario juego de necesidades! Porque mientras Marga aparentaba lo contrario (nadie debía atreverse a hablar de sus cosas de manera colectiva ni diseccionar sus sentimientos en público), en esas apariencias desempeñaba un papel fundamental el muro de silencios que ella imponía respecto del resto de la pandilla; si ésta no hubiera existido, Marga no habría podido volcar sobre nosotros su tragedia personal para prohibirnos reaccionar respecto de ella, no habría habido muro de silencios.
La única excepción era Jaume, que nunca dependió de nadie ni le importó, y cuyo criterio fue siempre excesivamente personal (he sospechado, me parece que no sin razón, que su decisión de estudiar Filosofía y Letras en Barcelona y no en Madrid obedeció a la voluntad de estar solo, al deseo de encontrar su propio camino sin tener que compartirlo ni consultarlo con nadie; era así de maduro).
Biel, Juan, Andresito y yo coincidimos en Madrid para estudiar en la nueva Facultad de Derecho. La acababa de hacer construir el gobierno en la Ciudad Universitaria para alejar a los estudiantes de Leyes de la vieja Facultad de la Carrera de San Bernardo, en el centro de la capital. Los disturbios estudiantiles del invierno anterior habían decidido al gobierno a suspender el curso universitario (todos lamentamos que no nos hubiera tocado a nosotros: habría sido Jauja), a aprobar a todo el mundo en junio (más Jauja) y a edificar la nueva facultad en cuatro meses.
– ¡Vaya panda de caguetas! -había exclamado mi padre-. Disturbios les iba yo a dar. Lo que tienen que hacer los estudiantes es estudiar y dejar de torturarse el alma con la inmortalidad del cangrejo. Vaya pamplinas. Y vaya un gobierno que se tambalea porque cuatro gatos salen a la calle a chillar.
– No sé, papá -dije yo en aquella ocasión-. La gente se queja de que la universidad tiene demasiados estudiantes, de que los profesores no van a clase, de que no hay libertad…
– Probablemente es cierto. No. Es más. Seguro que es cierto. Así funcionan las dictaduras, hijo. Pero os toca a vosotros cambiarlo, y para eso tenéis que estudiar, sacar la carrera, convertiros en la clase dirigente… ¿No lo entiendes, Borja?… Pero mientras tanto, tú a estudiar.
También las Castañas vinieron a Madrid: Catalina iba para enfermera, dama enfermera de la Cruz Roja las llamaban (con graduación militar de alférez), Lucía empezaba Pedagogía y Elena se proponía estudiar la carrera de Filosofía y Letras. Las tres se alojaban en el Colegio Mayor Poveda. Las veíamos en el bar de Filosofía por las mañanas. Los sábados o los domingos por la tarde íbamos todos al cine y a merendar a la cafetería California. Más tarde, cuando estábamos en segundo o tercero de carrera, íbamos de vez en cuando a bailar a la boíte del campo de rugby de la Ciudad Universitaria u organizábamos un guateque en mi casa. Siempre todos juntos, todos en grupo.
También Javier acudía al bar de Filosofía a tomarse un café con nosotros alguna mañana. Estaba terminando la carrera de piano y en el Conservatorio ya se decía que era un prodigio.
En los primeros años, Sonia, mi hermana, todavía iba al Colegio de la Asunción y no le hacíamos ni caso.
Cuando todos estuvimos instalados vino don Pedro a Madrid a hacernos una visita.
Mi madre celebró una de sus meriendas para que nuestro cura se refocilara en el contacto con su pandilla de ángeles. A todos nos abrazó don Pedro, nos acarició el pelo o nos sujetó por la barbilla o nos pasó la mano por encima del hombro de dos en dos, a derecha e izquierda suyas, mirándonos con intensidad y riendo con anécdotas y sucedidos. Luego se puso grave, se sentó y, abrazado a mis dos hermanos más pequeños, Chusmo y Juanito, que andaban por los seis y siete años de edad, dijo:
– He venido a Madrid para veros y bendeciros. La mayor parte de vosotros empieza ahora una nueva vida, una vida de gente mayor, menos sometida a la disciplina del colegio, más libre. -Sonrió y sacudió a Chusmo cariñosamente-. No me estoy refiriendo a vosotros los peques, ¿eh? Me refiero a estos mayorzotes… Y vosotros -dirigiéndose a los mayores con una sonrisa-, no creáis que esto es Jauja; siempre tendréis la disciplina de vuestros padres para que no os descarriéis. Me faltan unos cuantos de nuestra pandilla: Marga, Jaume, Domingo, Carmen, Alicia… ¿me dejo alguno? No. Unos en Barcelona, otros en Mallorca… Pero de ellos ya me encargo yo. Es de vosotros de quienes tengo que hacer más caso: estaréis lejos, aunque en el caso de los Casariego -miró a mí madre-, estáis en casa. Aun así. Madrid es Madrid, una ciudad peligrosa para las almas y para los cuerpos, esos cuerpos vuestros tan jóvenes y tan inocentes. No abuséis de vuestra libertad. Os toca estudiar y labraros el porvenir. Ésa es vuestra principal obligación ahora: estudiar y prepararos para la vida. Tenéis la suerte de tener unos padres que pueden daros la mejor educación posible. Aprovechadlo. No digo que no debáis divertiros. ¡Claro que podéis divertiros! Pero libertad no es libertinaje. Todo con mesura. Y a ti te lo digo especialmente, Borja. Tú eres el mayor, eres en cierto modo responsable de todos, ¿eh?, de lo que hagan todos. Tenéis la suerte de estar juntos aquí, de poder apoyaros los unos a los otros. No dejéis de hacerlo nunca: en un momento u otro, cada uno de vosotros necesitará a los demás, qué sé yo, por una desilusión amorosa, por un cate en los estudios, por una inseguridad en el futuro, por haber caído en la tentación. Todos sois responsables, todos debéis estar ahí como una pina. Y luego siempre estaré yo, dispuesto a acudir si algo lo demanda, dispuesto a contestar vuestras cartas…