Más tarde, mientras los demás merendaban, don Pedro me llevó a un rincón para hablar con mayor confidencia.
– ¿Qué tal estás, Borja?
Me encogí de hombros.
– Bien.
– ¿Sólo bien?
– Bueno, bah, padre, ya sabe…
– Ya sé, ya. Es Marga, ¿no?
– La echo de menos, padre. Ya sabe, es en estos momentos cuando uno querría tener a la novia al lado…
– Ah, Borja. Es en estos momentos cuando la separación, precisamente, os viene de perlas. Es una prueba para vuestro amor. -Me puso una mano en la nuca y me atrajo con fuerza hacia él, hasta que nuestros rostros estuvieron muy cerca el uno del otro. Una incomodidad a la que quise resistirme, aunque sin forzar demasiado, no me lo fuera a notar. Le olía el aliento a café-. Primero comprobarás, estando lejos de ella, que la relación física no es tan necesaria, que se aguanta bien sin ella, que el imperio del cuerpo y de los sentidos puede y debe ser dominado con corazón y cabeza. Un poco, un mucho de espiritualidad te va a venir bien, Borja, hijo. Comulgar con frecuencia, rezar a Dios Jesús… Segundo, tienes mucho que estudiar y las distracciones no te convienen. A Marga le pasa iguaclass="underline" la carrera de Arquitectura es dificilísima y debe concentrarse en sus estudios tanto como tú en los de Derecho. Los años pasan rápido, con vacaciones de por medio, y cuando queráis daros cuenta estaréis vestidos de boda, ¿eh? -También a mí me sacudió con cariño por el cogote-. Debes dar ejemplo, Borja. Tu ejemplo nos es fundamental a todos.
Desde el centro de la habitación, mi madre nos miraba sonriendo.
En aquella primera etapa es cierto que Marga y yo nos escribimos con frecuencia, doliéndonos de la distancia y, por lo que a mí hacía, aprovechando tal vez sin querer, no, seguro que sin querer, la ausencia mutua para dar a nuestros sentimientos menos carnalidad, un tono más elevado de romanticismo algo novelero. Era cuestión de pudor. Todavía recuerdo la pedantería de aquellas cartas: «Marga adorada, la vida sin ti tiene poco sentido… pienso en nuestras tardes solitarias, en nuestros paseos, en las largas conversaciones sobre nuestro futuro… pienso en nuestra vida juntos y quiero apresurarme para terminar cuanto antes esta carrera. Estas larguísimas ausencias, meses sin verte ni abrazarte, me pesan más que nada en este mundo. No puedo más. Si pudiera, correría a Barcelona… Mi único consuelo es tener por mejor amigo aquí a tu hermano Juan y saber que tú tienes allí a mi mejor amigo, Jaume… Sé bien que el tiempo pasa y que pronto estaremos juntos de nuevo, pero la espera se me hace interminable.» Hacíamos grandes planes de viaje, pero ninguno teníamos los medios de fortuna para emprenderlos. Sólo más tarde pude ir a Barcelona una vez en Semana Santa.
Y Marga, tan turbadora: «Borja, mi cordero, mi amor, mi vida entera. Me duelen los huesos, los pechos y el vientre, el ombligo, de no tenerte cerca… Ya sé que no quieres que te diga estas cosas porque te dueles más de nuestra separación, pero es que no puedo callármelas. Te necesito, pero no en la cabeza como se necesita al ángel de la guarda. Te necesito para tenerte pegado a mí, para besarte, mi hombre, para que tú me beses como sabes… ¡Vaya! Ya se me ha escapado otra vez… ¿Te acuerdas de Heathcliff? Pues ni siquiera sabiéndome tú en mí me basto ya…»
¡Ah, esta paz tan falsa!
Habríamos seguido así, sin término, si no fuera porque algún tiempo después, en segundo o tercero de carrera, no lo recuerdo bien, empezamos a frecuentar a Tomás. Lo habíamos conocido aquel mismo verano en Deià, un chico madrileño independiente y algo chuleta, que se pagaba los gastos de la pensión con lo que ganaba en el bar de su padre en Madrid. Tocaba el piano como los ángeles. Lo cierto es que no le habríamos tratado en Madrid de no ser porque Catalina apareció con él un día en el bar de la facultad. La adhesión a la pandilla en verano era una cosa; la intimidad lejos de Mallorca, otra bien distinta, sobre todo cuando las diferencias sociales eran tan patentes.
Tomás nos sacudió.
Estábamos sentados en torno a una mesa del fondo (ahora Elena fumaba también, igual que Juan, Biel y Andresito, pero me parece que era para darse aires). Elena, que era delegada de curso, nos leía un proyecto de manifiesto universitario en pro de los derechos de los estudiantes o algo así, chiquilladas de poco alcance, cuando fue interrumpida por la voz de Tomás:
– Pero qué derechos ni derechos, cono, que no os enteráis de la misa la media.
– ¡Pero hombre, Tomás! -exclamó Juan-. Si has venido a ver a los de provincias… ¿Y de qué cueva has sacado a este neandertal? -preguntó dirigiéndose a Catalina.
– Fijaos que me lo encontré ayer en la parada del autobús y… -se encogió de hombros.
– Claro, muchachos, que es que no os enteráis -dijo Tomás. Y estirándose el párpado hacia abajo con el índice de la mano derecha, añadió-: Hay que estar ojo avizor. Ésta, que quería entrar en contacto con el pueblo. ¿Y quiere? Pues se la pone. Ayer la llevé a conocer mi bar al lado del Rastro, bueno el bar de mi padre, y allí estuvimos, ¿verdad, tú? -le dijo a Catalina. Ella sonrió con su aire ausente de siempre-. No sé si después llegaste tarde al colegio mayor o no, pero nos reímos bastante, ¿verdad, tú? Oye, os invito cuando queráis, así conocéis el mundo lumpen y os dejáis de tanta finustiquería.
– Venga, Tomás, siéntate -dije-. ¿Quieres un café?
– Venga. -Volviéndose, de la mesa de al lado, ocupada por un grupo de estudiantes extranjeros, cogió una silla sin pedir permiso y se sentó-. ¡Pero si no me había fijado! ¡Estáis todos!
– Bueno, casi todos. Los mayores sólo, los que estamos en Madrid -dije mirando a los extranjeros. Pero como no protestaron dejé de preocuparme.
– Es verdad, que no veo a Jaume ni a Domingo ni, Dios mío -exclamó dirigiendo su mirada a mí con aire melodramático-, ni a Marga, ¿eh?
– No, ya ves. Marga y Jaume estudian en Barcelona.
– Ah pues yo voy a Barcelona de vez en cuando a hacerle recados a mi padre. Me tenéis que dar la dirección de los dos y los llamaré… aunque me parece que no soy santo de la devoción de Marga. -Rió.
– ¿Vas a Barcelona? -pregunté extrañado.
– Sí, cosas del bar. Bueno, en realidad no son cosas del bar sino -bajó la voz- del sindicato, ya sabéis. Aquí estamos todos en esto de plantarle cara al dictador.
– Sí -dijo Juan-, pero tú ya sabes el chiste ese del que tiene el índice hinchado como una morcilla de tanto decir «Franco se va, de este año no pasa» y de aporrear la mesa con el dedo. -Y pegó varias veces sobre la mesa con la punta del dedo. Soltó una sonora carcajada de las suyas, bronca y malintencionada.
– No sé qué manía os ha dado con esta historia de Franco -dijo Biel. Le miramos con sorpresa porque Biel casi nunca hablaba-. Estamos bien, no tenemos problemas y, mientras no nos metamos con el régimen, nadie se meterá con nosotros. ¿Qué más queréis?
– Vamos, Biel -dijo Elena.
– ¡Joder! -dijo Tomás.
– No, si lo digo en serio -dijo Biel.
– Pues por eso. Es lo que más me molesta.
– Da igual, no le hagáis ni caso -intervino Andresito-. Mi hermano es muy carca. Pero tiene una ventaja: cuando nos detengan por comunistas a los demás siempre habrá uno que nos pueda defender en los tribunales. -Rió con estrépito.