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Fue mi primer contacto con la política y la primera vez que oía hablar de algo clandestino, por más que tal vez la clandestinidad residiera más en la palabra «sindicato» y en el tono con que había sido pronunciada que en el concepto mismo de la actividad.

– Sí, tú ríete -le dijo Tomás a Juan, sin hacer caso del exabrupto de Biel-, que así estáis todos, hechos unos señoritos, aquí en la universidad y haciendo toreo de salón. Mientras tanto, los demás nos jugamos la vida haciendo cosas contra Franco. -Se encogió de hombros-. No es mucho, pero por lo menos damos la lata. -Rió.

– Hombre, Tomás, la universidad armó un buen follón en febrero de este año y antes, en el 54… -dijo Elena.

– Sí, bah, para que os construyeran una facultad nueva, y mientras tanto nosotros escapando de la social y escondiéndonos para que no nos cazaran como a conejos… -Por un instante, la voz de Tomás se había vuelto intensa, violenta y sus ojos, bajo las cejas fruncidas, casi tenebrosos. Luego, de golpe, lanzó una sonora carcajada-. ¡Chorradas que uno hace!

– No, no, déjate -dije-. Venga, anda, cuenta.

Tomás echó una prudente mirada a su alrededor.

– Aquí no es el sitio para hablar de estas cosas.

– ¿Y por qué no? -preguntó Elena-. Al revés, es justo aquí donde hay que hablar de todo esto…

– ¿Aquí? -Tomás rió de buena gana-. Si sois todos una pandilla de diletantes, mujer. Venga ya.

También fue la primera vez que oí la palabra «diletante» y recuerdo cuánto me impresionó.

– ¿Qué es diletante? -preguntó Juan.

– Principiante con un toque de frivolidad -dijo Biel, que con esta frase y las anteriores había hablado más que en un par de días. No parecía haberle importunado el rechazo colectivo de sus opiniones políticas.

– Ya has oído a don Sentencias -dijo su hermano Andresito-. Así que somos todos unos diletantes… estudiantes diletantes. -Rió.

– Mi padre siempre dice que los estudiantes a estudiar -dije.

– Ya -dijo Lucía-, si pudiéramos…

– Tiene razón Lucía -dijo Andresito-. Aquí no hay quien estudie…

– Justo -dijo Tomás-… en la cafetería de la Facultad de Filosofía, con todo este follón, la gente fumando y bebiendo y poniéndose muy seria para discutir de chorradas. Estáis en babia, chicos. Yo, a este bar, vengo a ligar con las extranjeras que estudian español. -Estiró la cabeza para mirar a los que estaban sentados en otras mesas-. Sobre todo francesas… – Nuevamente rió-. Las digo que soy torero. Togueador, me llaman…

– Es «les digo» -dijo Biel en voz baja.

– Venga, Tomás, déjate de tonterías, que me interesa.

– ¿Te interesa, Borja? -Se puso muy serio-. ¿Te interesa lo que hace el partido comunista, por ejemplo?

Me latió más de prisa el corazón. ¡El partido comunista, Dios mío! De pronto hablábamos de cosas extremadamente graves. A la gente la mandaban a la cárcel por esto, la ejecutaban. Lo sabíamos bien, se lo había oído a mi padre muchas veces, incluso los estudiantes franceses que estaban en la Facultad de Filosofía nos contaban que fuera se sabía de persecuciones, encarcelamientos, torturas de las que no se hablaba en España. (Hasta hubo una chica de París que había hecho el viaje hasta Madrid en tren y que venía tan condicionada por las cosas que se decían de España que me explicó horrorizada cómo desde la ventanilla de su compartimiento iba viendo los campos de concentración en cada ciudad por la que pasaban; «¿campos de concentración?», pregunté; «sí, sí -contestó ella con gran seriedad-, campos de deportes».)

– ¡Claro que me interesa, Tomás!

Me miró sonriendo. Luego asintió varias veces.

– Muy bien, vale. Pregúntale a tu padre por la política de reconciliación nacional, ya verás lo que te dice… Y luego hablamos. -Volvió a sonreír-. Pero, en fin, bueno, oye, ¿por qué no os venís mañana que es sábado al bar y hablamos y tomamos unos vinos? Y como estaréis tronados, os invitaré yo, ¿no?

Hasta el concepto de «tomar unos vinos» nos era extraño. Así estábamos de escondidos en el mundo bien protegido de la alta burguesía. No se hablaba de «tomar vinos» o de «osas», que era como llamaban a las chicas los jóvenes a los que Tomás describía como lumpen. Las «osas». No. No se hablaba de nada tangible y verdadero entre la gente de nuestro entorno. La universidad era una pecera perfectamente aislada de la vida real. Nuestro contacto con ésta consistía en refugiarnos, todo lo más, en el recuerdo del mundo onírico de las tardes de pereza y sol de Deià, nunca en este universo bien concreto de la universidad, el futuro, la dictadura, la miseria (¡ah, el Pozo del Tío Raimundo, ese barrio marginal y mísero de Madrid en el que los jesuitas volcaban con gente bien intencionada su afán de sacrificio!), el cine, Siete novias para siete hermanos.

Incluso yo era con toda probabilidad el único que había dejado de ser virgen, seguro que un caso raro entre los miles de jóvenes que nos movíamos por el campus de la Complutense. Y es curioso que al final fueran estos hijos de la alta burguesía los que, con su oposición y sus críticas a la ineficacia y a la corrupción del sistema, hicieron más daño al franquismo. «No hay peor cuña que la de la propia madera», solía decir mi padre.

– Papá -le pregunté aquella noche durante la cena-, ¿qué es la política de reconciliación nacional?

Mi padre, que había empezado a comer la sopa (sopa de fideos, acelgas con patatas, merluza rebozada, natillas y fruta), se quedó de pronto con la cuchara a medio viaje entre el plato y la boca. Muy despacio la volvió a bajar y, sin soltarla, apoyó la mano en el mantel. Por fin me miró.

– ¿De dónde sacas tú eso? -preguntó.

Me encogí de hombros.

– No sé… de la facultad.

– ¿De eso habláis en la facultad en vez de dedicaros a estudiar y a intercambiar apuntes?

– Pues…

– ¡Bueno! -exclamó tirando la servilleta sobre la mesa-. Lo que me faltaba por oír.

Y de pronto habló Javier:

– Será que si no consiguen que estudiemos y que lo que hacemos es hablar de lo que pasa, el gobierno debería comprender que estas cosas no se hacen obedeciendo órdenes sino facilitando a la gente que estudie. Y eso se hace resolviendo los problemas, no mandando a la gente a porrazos a estudiar.

Había dicho todo esto sin dejar de mirar al plato. Y entonces levantó la mirada y la dirigió directamente a su padre.

– ¿Cómo?

No pude evitar sonreír.

– Caramba, Javierín… mira el que nunca dice nada.

– No te burles, Borja, que estas cosas son muy serias.

– Si no me burlo, papá. Es que me sorprende que Javierín dé señales de vida.

Javier bajó la vista a su plato.

– Déjate de tonterías y dime ahora mismo de dónde sacas esta historia de la reconciliación nacional.

– Contesta a tu padre, hijo.

Miré a mi madre y me parece que me debió de notar la impertinencia.

– Sí, mamá -dije con voz seca y resignada. De haber estado solos, mi madre me habría regañado por mi tono de voz. Pero ahora la cosa se le antojaba demasiado seria y no intervino más-. No sé, papá, son cosas que se dicen por ahí…

– Pero ¿quién?

– Cualquiera, qué más da. Se comentan… las comentan otros estudiantes en el bar…

– ¡Ya estamos! ¡En el bar!

– Pues sí, papá, en el bar. También descansamos de vez en cuando. Entre clase y clase… Se charla… ¡Pero si estamos todo el santo día redactando manifiestos que no sirven para nada y que nunca se mandan a ningún sitio y celebrando asambleas en las que todos vociferan y nadie oye nada! Y alguien, mientras discutíamos de lo que fuera, habrá dicho eso de la política de reconciliación nacional, qué sé yo…