Mi padre suspiró profundamente.
– Este asunto de la mal llamada reconciliación nacional es un tema que se han sacado los comunistas de la manga. Es muy peligroso hablar de ello con nadie… Por eso me extraña que en tu facultad ande la cosa de boca en boca. Debes tener cuidado, hijo: hay mucho policía secreta circulando por ahí, mucho confidente…
– Pero ¿qué es?
– Pues que, después de los disturbios en la universidad de febrero del 56 y de las huelgas de otoño, los comunistas, sobre todo los de Cataluña, vinieron a decir: bueno, está bien -mi padre se puso a gesticular como si él estuviera discurriendo el argumento-, de acuerdo, durante la guerra civil y en los años peores del franquismo todos estuvimos peleados los unos contra los otros. Si ahora nos olvidamos de nuestras rencillas por un tiempo y nos unimos todos contra Franco, podremos vencer, etcétera, etcétera… Pero, Borja, todo esto es muy peligroso. Tú que estás estudiando Leyes deberías saberlo mejor que nadie. Los delitos contra el régimen son juzgados por tribunales militares, los acusados son defendidos por abogados militares nombrados de oficio, en fin, poca o más bien ninguna justicia se hace… No quiero que te arriesgues a acabar en la cárcel ni metido en líos. -Me miró sin estridencia, casi con súplica.
– No estoy metido en líos, papá.
– Me alegro de oírtelo decir. Porque no te lo podría perdonar y tendría que prohibirte salir de casa o te tendría que mandar a Deusto… No sé, algo así -añadió con severidad-. Cualquier cosa antes que verte desperdiciar tu futuro o jugarte la carrera…
– Pero, papá, ¿tú estás de acuerdo con esta gente?
– No, claro que no. Me parece que una dictadura no es buena. La gente sufre, se la encarcela por sus ideas… Pero, hijo, la situación no es muy buena en el mundo. Cuando hay un régimen como el soviético amenazándonos a todos no está bien poner en peligro nuestro sistema de vida. Porque, lo mires como lo mires, nuestro sistema de vida es mejor que el suyo. Hay que hacer un sacrificio en beneficio de la humanidad, hay que aguantar… -Suspiró-. Además, a este pueblo nuestro no hay quien lo controle y le viene bien de vez en cuando un poco de mano dura, ¿eh?
– Hombre…
– Poca mano dura, ¿eh?, pero de vez en cuando… -Titubeó.
Al día siguiente, al caer la tarde fuimos todos al bar del padre de Tomás. Estaba en la calle de Mesón de Paredes y era una taberna con una fachada de azulejos y madera pintada de verde. Había grandes letras doradas que anunciaban «vinos y comidas» y «vermú de grifo, licores, cigarros habanos, gaseosa». Una pizarra negra colgada cerca de la entrada explicaba en letras dibujadas a tiza los platos y tapas del día. Por lo borroso de los renglones sospeché que los platos del día eran siempre los mismos.
Dentro, el bar Lavapiés se dividía en dos: una primera estancia grande, con los suelos de madera, tenía a todo lo largo de su pared de la derecha una barra primorosamente mantenida. La encimera era de latón siempre limpio y brillante gracias al esmero de la madre de Tomás, que se pasaba horas frotándolo con un trapo blanco y secándole las marcas de agua y vino. Del lado de Cosme o de su hijo Tomás, cuando se ocupaba de servir desde detrás de la barra, la superficie era en su mayor parte de aluminio y sobre ella se amontonaban vasos de vidrio espeso que lanzaban destellos azules y verdes, frascas de vino y grandes frascos de cristal llenos de aceitunas, de pepinillos, de boquerones en vinagre. La familia de Tomás era muy cuidadosa y nunca guardaba las aceitunas y los pepinillos en sus latas de origen. Había grifos para tirar cerveza y uno muy pintoresco, estrecho estrecho, de hierro, por el que se servía el vermut casero. Siempre me ha gustado el vermut (servido en vaso alto, con unas gotas de ginebra, a veces de angostura, una rodaja de limón y hielo). En un extremo de la barra había un armarito redondo de paredes de cristal en cuyos varios anaqueles se colocaban croquetas caseras (unos días eran de jamón y otros, como aseguraba la madre de Tomás, le salían de «según», una bechamel algo espesa e insípida), empanadillas, platitos con ensaladilla rusa y huevos duros rellenos de atún con tomate. Eran la especialidad de la casa.
Un gran espejo recorría el bar de parte a parte detrás de la barra. Tenía los bordes pintados con una ancha raya de color verde ribeteado de amarillo. En una esquina había una vieja máquina de hacer café, siempre impecable («italiana, de las que primero llegaron a España»). La luz artificial la suministraban unos grandes faroles que colgaban del techo sobre los extremos de la barra y algún aplique de latón. Escondida por un largo tubo de latón, una bombilla alargada iluminaba la parte central de la barra. En la familia de Tomás nunca creyeron en las virtudes de la iluminación por tubos de neón.
La segunda estancia del bar, que fue en la que rápidamente establecimos nuestro lugar de reuniones (cuando íbamos por allí, que era con no excesiva frecuencia, desde luego), era una habitación cuadrada, decorada de la misma forma que el bar, con las mismas planchas de madera en el suelo y los mismos motivos verdes en tres espejos, uno para cada pared. Había seis mesas y cuatro sillas de enea por mesa, y, contra una pared, un piano vertical. Una puerta de muelle daba a la cocina, y de allí se pasaba a la vivienda de la familia de Tomás. La vivienda, que era interior y sólo recibía luz del patio, tenía salida por el portal contiguo al bar, y esa circunstancia fue la que en una ocasión nos permitió a Tomás y a mí escabullimos de los policías de la social que nos venían siguiendo desde el Rastro (bueno, venían siguiendo a Tomás; a mí no me conocía nadie). Pasé mucho miedo, una sensación nueva de peligro y de riesgo, y durante días me quedé escondido en casa sin ir a la universidad. «¿Qué haces, hijo?», me preguntaba mi madre. «Nada, que tengo mucho que estudiar para los parciales.» «Así me gusta.»
El bar estaba siempre muy concurrido y los clientes habituales nos miraban con curiosidad: un grupo de jóvenes bien vestidos y risueños que pasaban horas en la habitación de atrás charlando y cantando y riendo. Cuando a Tomás le tocaba quedarse detrás de la barra nos decía «hoy no vengáis, que me toca barra», o se asomaba para ver qué tal nos iba y para que le contáramos el motivo de tanta risa.
Aquel primer sábado, sin embargo, fue la ocasión en que Javierín nos regaló la música.
Cuando llevábamos un rato sentados hablando de esto y aquello, Catalina le pidió a Tomás que tocara algo en el piano, igual que hacía en la fonda de Deià en las noches de verano. Tomás se sentó frente al piano y empezó a tocar unos boleros con gran ritmo, muy llenos de escalas y fiorituras, que nos sonaban a gloria. Al cabo de un rato, cuando se cansó y se levantó para ponerse una cerveza, Javier, sin que nos diéramos cuenta, se sentó en la banqueta y tocó tres tímidas notas, yo creo que por curiosidad. Pero el sonido que extrajo del piano con aquellos solitarios acordes fue de tal calidez que pareció que estaba tocando un instrumento distinto. Tomás se quedó inmóvil con un vaso en una mano y el botellín en la otra a medio escanciar la cerveza. Desde la cocina asomó la cabeza de la madre de Tomás con cara de sorpresa («ya me parecía que no era Tomás») y desde el bar nos llegó de pronto el silencio.
Nunca había pensado en la música de Javier como un sonido hechizante. Estaba harto de oírle en casa y sus ejercicios siempre me habían sabido a un sonido impuesto en rigurosas escalas, en esotéricas sonatas. No sé si fue el contraste de la divertida y rítmica musicalidad de Tomás con la luminosidad y fuerza del recorrido de los dedos de Javier por el teclado o si el ambiente popular de una tasca del viejo Madrid hizo que este nuevo sonido nos resultara totalmente real. De pronto había dejado de ser el sonido académico de los ejercicios y escalas de Javier en casa o en el conservatorio para convertirse en un instante de música completamente vivo que nos alcanzó de lleno.