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Javier debió de percibir aquel silencio inusual porque se interrumpió con las manos en alto y se volvió a mirarnos. Levantó las cejas. «Sigue», dije.

Sonrió y, sin que se rompiera el ritmo armónico de cualquiera de sus movimientos, volvió a poner las manos en el teclado y de aquel viejo piano brotó una aterradora sonata de Chopin. Nos llegó romántica, a oleadas irresistibles.

Cuando hubo terminado quedó un momento recogido, encogido, con las manos juntas, exhausto de sentimiento (y yo que hasta entonces había creído que aquello que hacían los pianistas era una pose). Luego levantó la cabeza y con la mano derecha se empujó la onda de pelo hacia atrás.

La madre de Tomás salió de la cocina y, dejando que batiera la puerta, se acercó a Javier y le dio un sonoro beso en cada mejilla. Tomás, que había dejado botella y vaso sobre la mesa, empezó a aplaudir. Le seguimos todos y desde el bar también nos imitaron.

Elena lloraba en silencio.

Miré a mi hermano y me sentí orgulloso. Javierín, dije casi sin voz.

– Cojones -dijo Tomás, y ninguna de las chicas se escandalizó.

Javier sonrió.

– Ven, Tomás, siéntate conmigo -dijo.

Y ambos al piano rompieron a tocar las melodías que se reconocían uno a otro y que tarareábamos los demás. Blue moon y Chattanoga choo choo y La mer y Walkin'my haby back home y When the saints go marchin'in, que cantamos todos sin desafinar demasiado. Se quitaban la palabra, la nota, el acorde, y lo recuperaban y lo cedían y reían, y Javier y Tomás se hicieron aquella tarde amigos para toda la vida.

– Oye, chaval -dijo Cosme, el padre de Tomás-. Tú vienes aquí a tocar esta carraca cuando te dé la gana, ¿me oyes?, y si alguien se queja, como a veces se quejan del aporreo de éste -señaló a su hijo con la barbilla-, yo mismo me encargo de cortarle los huevos. -Miró a las chicas con gran seriedad-. Ya sabéis, chicas, le corto los huevos con perdón, no os vayáis a ofender, que este chaval es un fenómeno.

Tomás y Javier, con orgullo el uno y en secreto el otro porque se hubiera dicho que el arte se ofendía (y porque mi padre sí que le habría cortado los huevos como había dicho Cosme), empezaron a tocar por ahí, en fiestas y bares, cobrando, claro. Nadaban en oro y se lo gastaban todo, pero en el caso de Javier era porque no se le ocurría qué otra cosa hacer con el dinero. Me prestó una cantidad grande para irme a Barcelona una Semana Santa. Se vino conmigo y con Tomás, y Marga les dio un beso a los dos. Javierín se puso muy colorado.

Y cuando poco tiempo después mi hermano tocó en la final del Mozarteum en Salzburgo y ganó y luego dio el concierto del vencedor, además de toda su familia estaba Tomás llorando a moco tendido. A mi madre no le había parecido bien que viniera («este chico no me gusta, ya lo sabéis»), pero Javier no se amilanó y exigió la presencia de su amigo.

Fue extraña esta amistad que se estableció entre Javier y Tomás. Se querían y se respetaban con puntillosidad, pero tenían muy poco en común. Ni el ambiente familiar respectivo ni la sensibilidad ni la delicadeza de uno cuando se la comparaba con el desgarro chulesco del otro facilitaban la relación, la complicidad y el entendimiento mutuo. Por eso acabé siendo yo el nexo de unión entre ambos. Me consultaban los dos sobre cómo debían hablarse, las cosas que les gustaban, la interpretación de lo que uno y otro decían. Y al final fue el propio Tomás el que aprendió a distinguir lo que podía y lo que no podía hacer en relación con Javier. Y lo que sobraba lo dejó para mí.

Así fue como salimos con unas osas extranjeras que había conocido Tomás en el bar de Filosofía y Letras. Y debo decir que mi primera cita a ciegas no fue un éxito sin paliativos. La de Tomás era una francesa, aquella que había llegado a Madrid impresionada por la abundancia de campos de deportes a lo largo y ancho de la geografía española, y la que me correspondía era una inglesa, Barbara, de carnes abundantes y ojos de cerdito relleno. Una chica simpática pero poco tentadora como posible aventura. Aclararé que nada estaba más lejos de mi ánimo en aquel momento que embarcarme en un episodio carnal. Si alguna utilidad podía tener todo aquello era la de establecer una relación amistosa con alguien a quien acudir en Londres cuando me mandaran mis padres a aprender inglés durante el siguiente verano. Pero para Tomás las cosas eran bien diferentes: tenía un solo objetivo y si no salía a solas con su amiga francesa era para no alarmarla innecesariamente al principio y que se pusiera a la defensiva antes de haber intentado él, qué sé yo, darle un beso («con lengua, ¿eh?») o tocarle los pechos.

A mí, por el contrario, me atrajo mucho más la idea (más limpia, menos comprometida) de ir a un guateque de gente bien, una familia amiga de mi madre con dos hijas que dieron una fiesta prenavideña. Mi madre hizo que Juan fuera invitado y allá nos fuimos los dos vestidos con nuestras mejores galas.

No tuvimos mucho éxito en aquel primer guateque. Juan se aburrió de solemnidad y yo me topé con la resistencia de casi todas las chicas a bailar conmigo. Se debía, claro, a que nadie nos conocía aún. Sólo las niñas de casa accedieron. Era evidente que lo hacían obedeciendo órdenes estrictas de su madre. Las demás me despacharon con un «estoy cansada» o un «acabo de bailar» o un misterioso «no puedo, guardo ausencias». Pregunté a una de las dos anfitrionas qué significaba aquello de guardar ausencias y me fue explicado que se debía a que tenían un novio que estaba ausente y que, por consiguiente, respetaban la circunstancia no bailando con nadie. A Juan le pareció una idiotez («pues si se van a poner tan estrechas, que no vengan a la fiesta, ¿no, tú?»), pero a mí se me antojó una muestra sublime de fidelidad y lealtad. Pensé en Marga y creí que, respetando la nueva teoría, yo tampoco debía bailar con nadie; me iba a costar un poco, pero lo haría.

Sin embargo no era la ausencia en sí lo que me atraía en verdad, sino el juego de la pureza algo coqueta que encerraba. Se trataba de un sacrificio activo, de los que pedía don Pedro, una actitud virginal a la que yo a lo mejor no era ya acreedor pero que me resultaba de instinto más atractiva que la negrura apasionada de lo que me ofrecía Marga. Y de ese modo fui separando pasión de elegancia, fuerza de limpieza, amor de blandura, y me refugié en las tres virtudes teologales, elegancia, limpieza y blandura, acentuando así mi alejamiento del mundo real.

Escribí a Marga explicándole el asunto de las ausencias. Creo que se me adivinaba entre líneas un toque de admiración, de añoranza por tan poco arriesgada actitud vital, y Marga, como siempre, lo adivinó al instante: «Ay, mi amor. ¡Y pensar que hay gente a quien atraen estas cosas! Pues vaya una tontería, ¿no? Guardar ausencias porque el novio no está equivale a confesar que el amor con ese novio es completamente superficial, que no ha calado más adentro que la epidermis. Yo puedo bailar con quien me da la gana porque, mientras bailo, el rescoldo que llevo dentro es tuyo, mi entraña es tuya, sólo ha sido tuya. Vaya niñas ésas con las que vas a bailar. Qué montón de sinsorgas. Si no te conociera el sexo y cómo se te pone cuando estamos juntos, hasta creería que te gustan…»

Esta doble o triple vida que llevaba me tenía algo esquizofrénico y, en el fondo, añorante de una existencia sin complicaciones que me permitiera dedicarme a labrar el famoso futuro que recomendaban mi padre y don Pedro.

La escapatoria estuvo en las cosas de la política, porque me pareció que los riesgos que empecé a tomar en aquella dirección (mínimos, todo hay que decirlo) justificaban toda mi vida y me permitían trampear y jugar a ignorar que todo quedaba en la superficie de las cosas, de los amores, de las pasiones, de los sentimientos. Cuando se pasa miedo, cuando la adrenalina se descarga, no se suele analizar la verdadera justificación moral de los actos.