Esa época coincidió más o menos con el comienzo de los verdaderos problemas de Tomás con la policía.
A Tomás lo venían siguiendo desde algún tiempo atrás. Como era joven, chaparro, descarado y con pinta de inocente golfillo, Cosme y la demás gente de su célula comunista lo utilizaban como correo. Nada era impuesto: él se ofrecía gustoso y se reía del peligro.
Yen un viaje a Barcelona lo detuvieron. Tuvo suerte porque, habiéndose dado cuenta de la vigilancia, se metió en el váter del vagón y tiró los papeles que llevaba por la taza. «Así, si los descubrían en la vía, tendrían que leerlos limpiándoles la mierda con las manos», me dijo meses después. Reía un poco de lado porque le había quedado una cicatriz en la barbilla a consecuencia de las palizas recibidas en los calabozos de la Puerta del Sol. Le pegaron menos que a Julián Grimau cuando había sido detenido unos meses antes porque era menos importante, no porque se apiadaran de él o de su juventud, y porque comprendieron que sabía pocas cosas. Luego me contó que lo único en lo que pensaba era en exculpar a su padre, como si no supiera nada.
Menos de un día después, sin saber lo que había pasado y sin que a Cosme le hubiera dado tiempo a avisarnos, fuimos todos a la tasca de Tomás en Lavapiés. Cosme nos recibió con aire abatido.
– ¿Está Tomás? -pregunté.
Rehaciéndose, Cosme señaló con los ojos a dos policías de paisano que bebían un vaso de vino acodados a la barra. Iban sucios, con sendas gabardinas llenas de lamparones, y uno de los dos llevaba días sin afeitarse.
– Han detenido a mi hijo y lo van a juzgar.
– ¡Dios mío! ¿Cuándo? -Los dos policías giraron la cabeza para mirarnos.
– Ayer, cuando volvía en tren desde Barcelona.
– Pero, hombre. ¿Y por qué? -pregunté asustado. Detrás de mí, Juan y las Castañas y Biel y Andresito se movieron como queriendo hacerse más pequeños, apelotonarse para que no se los viera.
Cosme se encogió de hombros.
– Por nada. El chico no ha hecho nada. Yo qué sé por qué… No sé lo que va a pasar…
En ese momento, uno de los dos policías nos interpeló:
– A ver, identifíquense.
– ¿Y por qué? -Me latía el corazón muy de prisa-. No hemos hecho nada.
– ¡No me discuta! ¡Enséñeme su documentación o me los llevo a todos a la Dirección General!
– ¿Y qué hacen unos niños tan monos y tan bien vestiditos en este antro? -preguntó el otro policía-. ¿Vamos a tener que llamar a papá? ¿Para que les dé tas tas en el culito? ¿O vamos a tener que darles de hostias nosotros?
Detrás de mí, mis amigos se encogieron aún más y a Lucía se le escapó un gemido. Tragué saliva.
– No hemos hecho nada -repetí. Le entregué mi DNI-. Y no tiene usted por qué insultar de esa manera.
– Insulto lo que me sale de los cojones -dijo girando varias veces la cabeza como si le estuviera estrecho el cuello de la camisa. Dio un paso hacia mí-. ¿Habráse visto el niñato este?
– Espera, Pepe, tranquilo -dijo su compañero, y dirigiéndose a mí, preguntó-: ¿Es usted algo de don Javier Casariego?
– Soy su hijo.
En esos días, después de la ejecución de Julián Grimau y el escándalo que se había armado en el extranjero, se hablaba de que el Generalísimo iba a hacer nueva crisis de gobierno y que mi padre iba a ser nombrado ministro de Justicia. «¿Yo, un hombre de Marañón y de Ortega y Gasset? -había exclamado cuando le habían llamado sus amigos para contárselo-. ¿Yo colaborar con la dictadura? Están locos. ¡Nunca seré ministro de Franco! Por muy hombre de orden que sea.»
– Bueno, hombre -dijo el policía más tranquilo-, usted, el hijo de un hombre público y respetado, metido en estos líos, aquí en este antro…
Miré a Cosme con el rabillo del ojo; estaba apoyado sobre la barra con las dos manos separadas y los brazos rígidos y miraba negro negro a los dos policías de la social. Si las miradas hubieran matado, ambos policías habrían caído al suelo fulminados.
– No hemos hecho nada… Conozco a Tomás y… y…
– Bueno, bueno… Mejor será que se vayan a casa, ¿eh? Y ya hablaremos con su padre.
– Venga, largaos ya, niñatos -dijo el que se llamaba Pepe.
– Lo siento, Cosme. Ya le diré a mi padre lo que ha pasado.
– Déjalo, Borja. No te metas en líos. Nosotros ya saldremos de ésta y como Tomás no ha hecho nada… pues eso…
– Tú a callar -dijo el policía tranquilo.
– Bueno, bueno -dijo Cosme-, es mi hijo, ¿no?
– Venga… -dijo Pepe con impaciencia.
Estábamos en primavera de 1963, si no recuerdo mal. Yo había terminado la carrera casi dos años antes, igual que Biel, Juan y Andresito. Mi padre nos había metido en el despacho como pasantes a Biel y a mí una vez que hubimos terminado los meses de prácticas de las milicias universitarias que nos quedaban por hacer a todos como traca de fin de carrera. A mí me había tocado en Valencia. Marga estaba en tercero de Arquitectura pero se las compuso para pasar un mes en la ciudad, se supone (eso había contado a sus padres) que en casa de una compañera de facultad, pero en realidad en una pensión que no recuerdo como sórdida. Fue el momento más feliz de nuestra vida juntos: totalmente despreocupados, en manos del destino, vivíamos como marido y mujer, como si fuera un período estanco, separado de todo, sin antecedentes ni consecuentes.
Durante los dos veranos en que hacíamos las milicias en La Granja, Marga había venido a visitarnos. Una de las dos veces yo estaba arrestado y no pude verla. Pero luego, durante los permisos, íbamos a Mallorca, viajando en tren toda la noche y en barco todo el día, y al regreso igual, para aprovechar en el mar los cinco días que nos daban.
Y mientras nosotros empezábamos a trabajar en el despacho de mi padre, Juan se había quedado en el colegio mayor a estudiar la oposición de notaría y Andresito hacía lo propio para intentar entrar en la judicatura.
Juan y Sonia ya eran novios formales.
Javier y Elena eran novios formales y serían los primeros en casarse, claro.
Marga y yo éramos novios formales, los más formales y los menos formales de todos.
España andaba muy revuelta. Meses antes de la detención de Grimau (y de la de Tomás, que era la que nos afectaba e importaba de verdad), mucha gente de la oposición había viajado a Munich para reunirse con gente del exilio, socialistas y nacionalistas vascos y catalanes. Estos de la oposición interior eran sobre todo católicos, demócrata-cristianos. Uno de los pasantes de mi padre había acudido; con su consentimiento, claro. A mí no me había dejado ir.
Para lo que podrían haber sido, las represalias fueron mínimas. Al pasante de nuestro despacho le cayó un extrañamiento a Canarias y, cuando el ministro de la Gobernación le preguntó a mi padre cómo había podido tolerar esta deslealtad de su empleado, mi padre se limitó a encogerse de hombros y decir: «Bueno, estamos en un país libre, ¿no? Lo ha dicho el otro día el Generalísimo. Y yo no puedo controlar lo que piensan quienes trabajan para mí.» Es revelador de la influencia de mi padre y del respeto que inspiraba que no le hicieran nada.
– Papá, tienes que ayudar a Tomás… -le dije aquella noche, cuando hubimos vuelto de la tasca de la calle Lavapiés y una vez que le hubimos explicado con detalle todo cuanto había ocurrido.
A punto estuvo mi padre de llamar por teléfono al ministro de la Gobernación para quejarse del trato que me habían dado, pero luego lo pensó mejor y decidió no complicar más las cosas.
– ¿Ayudar a Tomás? No te entiendo. ¿Cómo podría ayudarlo?
– Defendiéndolo, sacándolo de la cárcel… eso, ayudándole.
Cerró los ojos y con las manos unidas se masajeó la nariz.
– Ni aunque quisiera, podría. ¿Defenderle?
– Sí, claro que sí. Eres un abogado de prestigio, te respetan… Si hablas con el ministro de la Gobernación -levantó una mano para recordarme que había decidido no hacerlo-, bueno, no ahora mismo, tal vez, pero ¡si hablas con él a diario! Papá, que te han ofrecido ser ministro de Justicia… Seguro que si tú lo pides, le dejan en libertad.