Выбрать главу

– ¡Pero si es comunista! Tú mismo lo has reconocido. Aquí las cosas se han puesto mal. Ya has visto cómo dieron garrote a Grimau. Ni con la petición de clemencia del papa se ablandó Franco. Los comunistas, Dios mío, los masones -sacudió la cabeza con incredulidad- son el enemigo público número uno en esta mierda de país. Hay cosas a las que mi influencia no alcanza, Borja, y la principal es ésta de liberar a comunistas… Además -apretó los labios-, contra la jurisdicción militar no podemos hacer nada.

– Espera, espera, papá, llevamos semanas hablando del Tribunal de Orden Público que van a crear para acabar con la jurisdicción militar sobre crímenes políticos…

– Ya, ya lo sé, Borja. Pero, si lo crean, no te fíes ni por un momento de que vaya a ser más indulgente…

– Sólo te pido una cosa, papá. Una sola cosa. -Apoyé las dos manos sobre la mesa de despacho de mi padre, con los brazos estirados, como los había tenido Cosme aquella tarde-. Inténtalo, por Dios te lo suplico, inténtalo.

Suspiró.

– Está bien -añadió en voz baja-, está bien. Lo intentaré.

Lo intentó, ya lo creo que lo intentó. Consiguió que el caso de Tomás no pasara a la jurisdicción militar. Consiguió que fuera retrasado hasta la creación del Tribunal de Orden Público. Consiguió que el juicio de Tomás no coincidiera con el de dos anarquistas, Francisco Granados y Joaquín Delgado, a los que acabaron dando garrote vil. Se trajo a don Pedro desde Mallorca para que declarara como testigo de carácter. Y defendió a Tomás.

Como era de esperar, la presencia inmediata de don Pedro respondía no sólo a la llamada de mi padre sino a una misión espiritual difícil. Por un lado, se trataba de proteger a uno de los suyos, por más que Tomás fuera un miembro tardío del grupo y además el menos inclinado a seguir las enseñanzas evangélicas; era más bien la manzana podrida, pero… a don Pedro le obligaba la solidaridad de todos nosotros con el último llegado a la pandilla. Por otro lado, nuestro buen cura quería aminorar los efectos catastróficos no sólo del contagio político con lo incorrecto sino de lo que creía que acabaría siendo la degradación social de todos nosotros. Sospecho que respiró con alivio cuando comprobó que Tomás tardaría algún tiempo en salir de la cárcel.

Para cuando mi padre consiguió que sólo le impusieran una pena de un año (y, por consiguiente, con una sentencia suspendida), Tomás llevaba ocho meses en la prisión de Carabanchel.

Fui a buscarlo a la puerta con Cosme.

La noche siguiente hicimos una gran fiesta, sin excesivas alharacas por aquello de la vigilancia policial, pero grande entre nosotros. Y fuimos todos. Hasta mis padres. Hasta Marga vino de Barcelona, y Jaume y Domingo y Alicia, de Mallorca.

¿Cómo es posible que ese mismo grupo que lo festejó con lágrimas en los ojos como si fuera un héroe lo rechazara de su seno pocos años después sólo porque había roto con Catalina y porque, en palabras de Carmen, «bah, de todos modos no pintaba nada aquí»? ¿«Es un zafio»? Sólo se me ocurre que fuera una reacción tribal de rechazo a un cuerpo extraño, tal vez traidor, que nunca se había incorporado realmente, nunca había aceptado las reglas del juego.

A mi padre, esa noche, lo miré a los ojos y le dije «gracias». Sonrió.

– Era lo menos que podía hacer. Tomás es buen chico y yo, que soy un hombre de Marañón, no acepto las tonterías de la tiranía. Pero los comunistas no me gustan nada, ¿eh?

XIII

– Estos manteles son de mi abuela, de cuando se casó -dijo Marga-. Y serán míos cuando me case yo.

Se dio la vuelta para mirarme y apoyó un codo sobre la mesa. Era la primera vez que la veía con el pelo recogido. Se había hecho un moño muy tirante, tanto que le achinaba los ojos.

– No te está bien el moño, ¿sabes?

Me salió la crítica con sabor a despropósito, pero fue sin intención verdadera de censurar.

Marga rió sin que le importara gran cosa.

– Pues desházmelo. Me lo pongo así para que se me note que soy una mujer seria y comprometida.

– Mentira. Llevas moño para que se te note que eres arquitecto y se sepa que eres una ejecutiva que va al despacho con traje-pantalón.

– Machista… Eres un machista. ¿Y sabes qué?

– Qué.

– Que no me importa. No, es más: que me gusta.

Estábamos en el comedor de la vieja casa de sus padres en Selva, ¿cuántos años hace de esto? ¿Ocho? Sí, ocho; no, siete, porque estábamos al principio del verano y era la misma noche del día en que se habían casado en Deià Sonia y Juan.

Los dos solos en el casón de la placa Maior hacíamos planes. Los novios eternos hacían planes. Habíamos pasado toda aquella tarde en la boda de mi hermana contestando preguntas sobre ellos. «¿Qué, y vosotros cuándo?» «Bueno, ¡quién iba a decir que Sonia se casaría antes con Juan que Borja con Marga!» «Ahora sí que ya no tenéis excusa, ¿eh?»

¿Cómo era posible que hubiera pasado el tiempo sin que llegáramos a casarnos? Sí, bueno, yo había tenido las milicias y luego había pasado veranos en Londres para aprender inglés y luego había sido preciso empezar a ganarme la vida de forma independiente. Excusas. Excusas.

Pero ¿y ella? A veces me preguntaba si la personalidad de Marga era tan fuerte que en realidad prefería tenerme a distancia para no aburrirse conmigo en el trato diario de un matrimonio. Pero no, no era eso. Creo que Marga esperaba a que yo diera el paso, o puede que estuviera tan segura que, teniéndome, quería ver cómo me comprometía. No sé. Habían pasado diez o doce años desde nuestro principio, cinco o seis en realidad desde que nuestra relación fuera reconocida con mayor o menor oficialidad por nuestros padres y bendecida por don Pedro. ¿Cómo se me había volado este tiempo rutinario?

Así había pasado, en un suspiro, y yo sin enterarme. Y durante todo este tiempo había ido observando a Marga.

La había visto crecer, esponjarse su belleza, la había visto un poco más gorda y mucho más delgada, siempre con sus increíbles pechos atenazándome. Un día se había cortado el pelo («si no fuera por las tetas, ¿a que me tomarías por un chico?») y después lo había dejado crecer mucho más que nunca. La había escudriñado desnuda y vestida de ciudad, calzada con unos zapatos de tacones inverosímiles que la hacían más alta que yo. La había sentido acida y crítica hacia mis cosas, comprensiva con mis dudas, intolerante con mis cobardías que ella siempre adivinaba pese a la perfección de mi arte en el disimulo, tierna con mis enfermedades, risueña con nuestras risas, dolorida con las injusticias, apasionada con su carrera. Me había entretenido y aburrido. Tal abanico de sentimientos, tal acumulación de rasgos de carácter, me tenía anonadado. Me parecía un espectáculo excesivo para un hombre que sólo deseaba mesura y paz en su vida íntima para, pensaba yo, poder dar alas a la desmesura y a las exigencias de una vida pública que pretendía fulgurante. Porque Marga me habría de tener en continuo sobresalto. No sería yo capaz de aguantar tal maratón de sensaciones. Había sufrido demasiado con la ponzoña de los sentimientos y de los sentidos y, casi en el umbral de los treinta años, añoraba ya una vida ordenada y pacífica, no la que me ofrecía aquella mujer de proporciones bíblicas. Vaya pedantería.

Pero Marga me comprendía bien. Sabía de estos sarampiones, claro que sí, y simplemente esperaba a que yo madurara. Sabía que, de haberme casado antes, ella me habría devorado en un segundo, me habría destruido. Marga no quería los trozos rotos; quería el rompecabezas entero, sin darse cuenta de que la imagen completa era mucho menos hermosa y sólida de lo que ella intuía.

¡Ah, pero yo aquella noche ya había dejado de querer! Creo que hacía años que no quería casarme ya con Marga, que me asustaban las décadas venideras de vida en común. Se me hacía insoportable considerar lo que la rutina acabaría haciendo con tanta pasión como la que Marga inyectaría en nuestro matrimonio. Me parece que lo que yo deseaba era arrancar ya con rutina, no ser asaltado por ella de forma inesperada. Hacía tiempo que en el fondo último de mi último recoveco había decidido que el compromiso sería excesivo, que no me apetecía tal intensidad en mi vida íntima diaria. No lo sabía de cierto pero quería huir.