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El desarrollo de Casariego & Partners fue fulgurante. Nos convertimos con gran rapidez en una de las firmas sin cuyo consejo y gestiones no resultaba sensato invertir en España.

En los primeros años vivía a caballo entre Madrid y Londres. Creo que debí de ser el primer pasajero y el más frecuente de un puente aéreo imaginario entre las dos ciudades. Iba y venía hasta cinco y seis veces al mes.

Sólo que, en esta ocasión, este viaje de Mallorca a Londres fue oscuro, desesperado y pesimista. No debería haberlo sido, puesto que estaba haciendo exactamente lo que quería, pero, pensándolo ahora, supongo que no podía impedir que me remordiera la conciencia. Imagino que me estaba purgando el veneno espeso y me dolían las tripas.

En Londres llovía sin parar. Y así llegué allá, desmoralizado, taciturno, sin alcanzar a comprender mi desasosiego: ¿cómo era posible que me sintiera mal si me estaba liberando? Era culpa de Marga, ¿no? Era ella con sus excesos y su desmesura la que me había forzado a marchar. Si Marga hubiera sido un poco más racional, me habría resultado fácil quedarme. Ah sí. Pero de este modo, en cambio, me forzaba a romper con la vida. Era todo culpa suya.

Todos los malos tragos pasan, empero, y el tiempo acaba curándolo casi todo. Día a día, sin pensar en otra cosa que en mi trabajo, que era mucho, mi ánimo fue apaciguándose y fui recuperando la firmeza de propósito, la determinación que me habían arrancado de Deià. Tenía una ventaja: sabía que no iba a ser necesario enfrentarme a Marga. Marga no me llamaría. Y así al cabo de unas semanas fui recobrando el aliento. Hasta las ganas de vivir. Tomás me hubiera dicho que se me iba pasando el susto.

Y un mes después de llegar a Inglaterra quise reiniciar la vida de normalidad e invité a mis compañeros ingleses de despacho a cenar a casa. Tenía, tengo, un pequeño piso lleno de luz y cretonas en Knightsbridge.

Mis colegas llegaron con sus mujeres y con Rose. Rose es rubia, esbelta, de ojos intensamente azules y de piel tan clara y tan cubierta de invisible vello que se diría alimentada con melocotón. También es alcohólica, pendenciera cuando se emborracha, ignorante, llena de prejuicios, desconfiada, xenófoba y muy divertida para pasar una noche de juerga. Y esto no es una broma para indicar burdamente que se trata de una mujer ruda y simpática, poco sofisticada, dada a las bromas pesadas, pero provista de un corazón de oro. No. Era como la acabo de describir. No llevaba todo esto escrito en la cara, por supuesto. ¿O tal vez sí? El único que no lo comprendió fui yo. Mi padre lo adivinó en seguida y mis compañeros de despacho no habían pretendido nada más complicado que brindarme un solaz momentáneo. ¿Quién iba a pensar que me casaría con ella? Rose no planteaba problema alguno. Sólo el divertimiento. Ah, claro, y la huida: en ella estaba mi posibilidad definitiva de fuga.

Cuando decidí que nos casáramos me había hecho, como siempre, mi egoísta composición de lugar, había acallado los gritos de mi conciencia, no, de mi conciencia, no; de mi corazón, y me había convencido a mí mismo de que estaba frente a la salida más airosa y más conveniente. Una salida arriesgada, pensaba yo. Pero la vida es de quien arriesga.

Ignoro lo que, por su parte, Rose pensó que obtendría de mí. Aún hoy no lo entiendo muy bien. No se me alcanza qué podía querer. ¿El dinero y la seguridad que no le sacaría a un compatriota? Es lo que se me antoja como más probable. Imagino que mis socios le contaron que éramos gente de dinero. ¿Posición social? Cierto, en Inglaterra no le era dado conseguirla: reconocían demasiado bien a una aventurera -a la buscona, debería decir-. Un extranjero era la única persona que podría cargar con ella si conseguía engatusarlo. Sí, me parece que todos estos elementos juntos casaban bien con su carácter y sus ambiciones en la vida. ¿Pero qué creía ella que podía esperar de España si lo único que conocía era un trozo de Marbella en verano y eso probablemente a través de una neblina alcohólica? Algún día me obligaré a consignar su curiosa y milagrera trayectoria. Ella también huía, sólo que de acreedores mucho más inmediatos y tangibles que los míos. Algún día lo contaré, sí. Pero hoy no.

¿Y yo? Cuando intento analizarme, volver a aquellos momentos y comprenderme, no sé cómo explicarlo ni cuáles fueron los mecanismos que me impulsaron a cometer tanta torpeza. Hoy llego a la conclusión de que, de pronto, me quedé sin baremos morales, de que perdí el norte, de que la dignidad dejó de importarme. Me justifiqué ante mí mismo con el engaño de que nada de mi vida personal tenía importancia puesto que lo único trascendental era mi futuro político, como si el nervio que una cosa exigía pudiera convivir con la degradación en la que la otra me sumergía.

El día en que llevé a Rose a Madrid para que la conocieran mis padres y mis hermanos no estaban ni Juan ni Sonia y Javier se encontraba en París dando un concierto mientras que Elena se había quedado en Mallorca cuidando de sus dos pequeños. Mis otros cuatro hermanos andaban cada uno por su lado estudiando o viajando o poco interesados por lo que yo pudiera contarles.

Fue un almuerzo espantoso, lleno de tensión y apesadumbrados silencios. No había avisado a nadie de la bomba que pensaba depositar en el regazo colectivo de la familia. Nadie se lo esperaba. Como, además, mis padres no hablaban bien inglés, tuve que ejercer de intérprete y transmitir, embelleciéndola, la falsedad de las palabras para así disfrazar la muy verdadera intensidad de la antipatía. Mi madre me miraba sin comprender y jamás había visto en mi padre una expresión tan apesadumbrada como la que tenía.

¿Qué más da lo que se dijera en la mesa? Una sarta de incoherencias que no soy capaz de recordar. Al terminar, mientras nos despedíamos, mi padre me dijo en tono tranquilo «me gustaría hablar contigo antes de que vuelvas a Londres. ¿Mañana por la mañana en el despacho?». Asentí.

– ¿Qué vais a hacer esta noche, hijo? -preguntó mi madre sonriendo tímidamente a Rose.

– Nada, mamá, nos quedaremos en el hotel. Como os ha dicho, Rose tiene que volver mañana temprano a Londres. You have to go back to hondón early tomorrow morning-le dije a Rose a modo de explicación. Ella sonrió con amabilidad un poco ausente.

– Os diría que os quedarais en casa, Borja, pero… pero… ya sabes… es algo difícil…

– No tiene importancia -dijo mi padre con tono cortante-. Seguro que están más cómodos en el hotel. Hasta mañana, hijo. -Y cerró la puerta de casa dejándonos solos en el descansillo mientras acudía el ascensor. Mi casa. La que hasta hoy había sido mi casa.

– Wow-dijo Rose-, caramba, tus padres son un poco intensos.

Respondí con un gruñido.

Al día siguiente llevé a Rose al aeropuerto. Y es que durante la comida en casa de mis padres, cuando se hablaba de nuestros planes inmediatos, había recordado que tenía una cita con su ginecólogo de Londres y prefería acudir a ella antes que llamar por teléfono para anularla. Cosas de ingleses, recuerdo haber pensado. Y, como era natural, ni se me ocurrió que a lo que iba era a que le retiraran el aparato anticonceptivo intrauterino. Lo que Rose tenía muy desarrollado era el instinto de autodefensa, y el almuerzo que acababa de padecer en casa de mis padres le había encendido las señales de peligro: iba a tener enfrente a formidables adversarios que intentarían por todos los medios impedir su matrimonio conmigo. Por tanto le urgía quedar embarazada. ¡Qué mujer más idiota! No sabía ella cuan indiferente me era el hecho de la paternidad y la escasa influencia que un hijo inoportuno habría tenido en mis decisiones. Es más: si Rose se hubiera quedado embarazada a traición, es probable que no nos hubiéramos casado siquiera.