Выбрать главу

– Bueno -dijo mi padre. Suspiró y se recostó en la butaca-. ¿Quieres un café?

– No, gracias.

¡Conocía tan bien este despacho! Yo mismo había dirigido pocos años antes su redecoración. Había hecho sustituir los pesados muebles castellanos, las oscuras librerías de cristales emplomados, los candelabros de cobre, los ceniceros de columna de latón, las sillas y los sillones isabelinos por luces halógenas, cómodas butacas de cuero, mesas de cristal y burós de trabajo ingleses con tapas de cuero verde o rojo oscuro. Había hecho pintar las paredes en suaves tonos grises y había alfombrado el parqué de viejo roble en moqueta clara. Cuando digo que lo había hecho yo, en realidad me refiero a que lo había hecho yo con el asesoramiento de Marga, sobre todo de Marga.

– Tú sabes que soy un liberal.

Asentí. Poco faltó para que sonriera porque por primera vez, que yo supiera, mi padre no se había declarado liberal de Marañón.

– Eres mayor de edad, tienes tu profesión y tu trabajo. Cuando me retire heredarás este despacho y te harás rico.

Asentí de nuevo.

– Tus escritos y tus artículos en los periódicos y en Cuadernos para el Diálogo son respetados y leídos… De hecho -añadió arrellanándose mejor-, de hecho -se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó un paquete de cigarrillos negros, extrajo uno, se lo puso en la boca y la encendió con un mechero de oro que yo le había regalada con mi primer sueldo. No se guardó el encendedor sino que lo mantuvo en la mano, y así estuvo, jugueteando con él durante el resto de nuestra conversación-… De hecho no me parece descabellado pensar que tienes por delante una carrera política de primer orden. A Franco no le queda mucho tiempo, ¿verdad? -Hice que no con la cabeza-. Dime una cosa, entonces. -De pronto el tono de su voz so hizo más firme, menos paternal-. ¿Cómo es posible que te quieras casar con esa chica? ¿No comprendes que echas todo por la borda?

No dije nada.

– ¿Y Marga?

– ¿Qué, Marga?

– No entiendo nada. ¿No ibais a casaros? ¿Qué ha pasado?

– Nada, papá, no ha pasado nada. Sólo que no nos casamos.

– Pero, vamos a ver. Lleváis, yo qué sé, diez, doce años de novios. Doce años acostándoos -me miró directamente a los ojos-. Sí, hombre, no te sorprendas. ¿Qué crees, que no lo sabía?

– No. Pensé que tú, precisamente tú, no te habías dado cuenta.

Rió.

– ¡Pero, hombre, Borja! ¡Si volvías a casa con las piernas temblando y la espalda llena de arañazos, hombre!

Me encogí de hombros.

Levantó la tapa del encendedor y prendió fuego. Lo miró durante unos segundos y volvió a bajar la tapa con un chasquido.

– No hace ni seis meses, en la boda de Sonia, estabais como dos tortolitos Marga y tú. ¿Y ahora me vienes con que de lo dicho nada? No te creo. Os habéis peleado -afirmó con determinación.

– No, papá. No nos hemos peleado. Es sólo que no me quiero casar con Marga… no sé… que no la quiero lo suficiente como para casarme con ella…

– ¿Ya esta chica la quieres lo suficiente?

– Claro que sí.

– Ya, la quieres lo suficiente -repitió arrastrando las dos últimas palabras-. Y a Marga ¿se lo has dicho?

Hice que no con la cabeza.

– No es necesario.

– ¡Y una mierda no es necesario! -exclamó de pronto con violencia-. ¿Me quieres decir que plantas a tu novia y no te parece conveniente contárselo?

– Hace seis meses que ni nos hablamos.

– ¡Paparruchas! Hace seis meses porque Marga es una pachorra isleña que no se altera por nada y está acostumbrada a esperar.

Ya, pensé para mis adentros.

– No, papá. No nos hemos vuelto a ver y, qué quieres que te diga, mi relación con Marga se acabó. ¿No lo ves? -No pude impedir el tono de desesperación-. Me voy a casar con Rose…

Se empujó hacia atrás, cerró los ojos y respiró profundamente. Después, muy despacio, dijo:

– ¿Cómo es posible que puedas llegar a pensar en casarte con una mujer así?

– ¡Papá! Te tengo mucho respeto, pero te prohíbo que hables así de Rose.

– ¿Prohibirme? ¿Tú? No digas tonterías. Tengo el sacrosanto derecho de decirte lo que quiera. Eres mi hijo… Pero no te preocupes, no te voy a matar -sonrió-. Si después de esta conversación sigues pensando igual y queriéndote casar, no seré yo quien te lo impida. No, hijo, no. Yo no te respeto. Yo te quiero, ¿me entiendes?, te quiero más que a nada. Eres, eres mi hijo primogénito. Eres mi preferido -bajando la voz-. Mi preferido. ¿Y quieres que me calle cuando estás a punto de cometer una tontería mayúscula? Ni lo sueñes.

Nunca me lo había dicho, nunca había contado sus preferencias y sus amores a nadie de su entorno. Yo no se lo había oído nunca. Oh, Dios, no se lo había oído nunca. Ni a mí, ni a Javier, ni a Sonia, ni a los demás. Ni a Sonia sobre todo, por la que era evidente que, aunque con gran disimulo, sentía ternura y debilidad.

– ¿Qué crees? ¿Que voy a estropear mi futuro político por casarme con Rose? Por Dios, papá. Esas cosas no influyen para nada.

Levantó las cejas.

– Sí que influyen, Borja. Pero… -Sacudió la cabeza-. No, hombre, no. Lo que creo que te vas a estropear seriamente es tu vida personal, hombre de Dios. Tú quieres a esa mujer tanto como yo a una rana…

Me enderecé en mi asiento.

– ¡No digas eso!

Levantó una mano en señal de paz.

– Vale, bien, bien. No digo eso. Perdona, perdona. No quiero ofenderte, nada está más lejos de mi intención que ofenderte cuando te estoy declarando mi amor, hijo. -Bajó la cabeza y, con un susurro, repitió como si no comprendiera-: Te estoy declarando mi amor, ¿para qué querría ofenderte?

Se me hizo un nudo en la garganta. Hoy, tenía que ser precisamente hoy el día escogido por mi padre para decirme por primera vez en mi vida que me quería. Hoy, Dios mío.

Por fin pude tragar saliva.

– Sé bien que no quieres ofenderme, papá… Pero tampoco puedes despreciar mi decisión de esa manera.

Cerró exageradamente los ojos.

– No sé lo que ocurrirá entre tú y yo cuando terminemos esta conversación. Ruego al cielo que nada, pero mi obligación como padre es decirte lo que te voy a decir: si te casas con esa mujer, te arruinarás la vida. -Levantó una mano para que no le interrumpiera; la mano en la que tenía el encendedor. Debería haber comprendido el tremendo esfuerzo de moderación, de autocontrol, de tensión propia que estaba realizando mi padre. Pero no: sólo pensaba en defenderme-. Espera, déjame terminar. Esa mujer que trajiste a casa ayer…

– Espera, espera, no puedo permitir… esa mujer se llama Rose…

– Rose, puesto que quieres. Rose, a la que trajiste a casa ayer, ya sé, ya sé, es inglesa y no sabe español y por eso no puede comprendernos todavía. ¿Cuándo va a aprender español? ¿O crees que aquí, como mujer de un ministro o de un diputado o de lo que sea que haya después de Franco, podrá pasar por la vida hablando inglés?

(Yo ya se lo había dicho a Rose y ella había empezado, decía, a estudiar español por el método Assimil. Un esfuerzo bastante poco entusiasta, la verdad sea dicha, pero yo no lo quise ver. Estaba dispuesto a no ver nada. Rose, como muchos ingleses, era singularmente inepta a la hora de aprender idiomas; es más, le parecía que tenía poca importancia no hablar otras lenguas. Bastaba con el inglés para circular por el mundo. En eso era insular como muchos de sus compatriotas, pueblerina en exceso.)

– No, no. Está aprendiendo…