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En cada terraza se alinean los olivos, bien espaciados, aunque no tanto como en Cartago, en donde, en la antigüedad, tenían mandado ponerlos cada más de veinte metros porque dieran mejor fruto y más abundante. En Ca'n Simó, como en toda Mallorca, por ser la tierra más escasa y menos generosa, los tienen plantados a razón de uno cada cuatro o cinco metros.

Son angustiosamente bellos y crecieron retorcidos de las más diversas maneras por seguir el capricho que les dictara su secular busca del sol o del aire y la poda a la que hubieren sido sometidos con mayor o menor regularidad. También hay algarrobos aquí y allá y, ahora, adelfas blancas o rojas jalonando el camino; no es que éstas nacieran un día gracias a la sabiduría de la naturaleza, es que hace poco hice que las pusieran para tapar unos desagües que mandé construir de modo que las cañerías de la casa pudieran llegar hasta la nueva depuradora.

Ca'n Simó fue durante tantos años nuestro hogar de juegos y de fantasía, que quedó unido para siempre a nuestro recuerdo. Por eso, tras todo ese tiempo, he vuelto y he hecho construir, aprovechando las paredes del viejo torreón, la casa de la que tengo poca intención de marchar.

III

En realidad, los veranos de ahora no difieren mucho de aquellos otros de antaño. El aire sigue siendo el mismo, el ritmo de la vida es aproximadamente igual, los vecinos y los habitantes esporádicos de Deià, más maduros tal vez, siguen pensando y obrando de semejante manera.

De entre la población permanente, es cierto que los viejos se han ido muriendo, de modo que parecería que Deià se rejuvenece paulatinamente. Pero es ésta una falsa impresión, nacida de que, poco a poco, mientras la ciudadanía deiana propiamente dicha se reduce, van siendo más los veraneantes (de los que chiquillería y juventud son mayoría) que pasan temporadas y más los extranjeros (sobre todo alemanes, que parece que no hay otra cosa en Europa) que, habiendo comprado casas, se han instalado en el villorrio o en sus aledaños. También acuden en mayor número quienes pasan de visita, escudriñando curiosamente el interior claroscuro de los patios o los semblantes de los otros transeúntes, por si se tratara de alguna celebridad de la música, las letras o las artes. Y los forasteros que viven en el pueblo, tal vez ensoberbecidos por la leyenda intelectual de que está adornado el lugar, adoptan con intensidad algo teatral el gesto adusto de quienes, sabiéndose depositarios de algún secreto mirífico o de una tradición sagrada, han aceptado el papel de vestales y sacerdotes con los que los ha uncido la tradición. Viven cada momento con la seriedad de quien interpreta un rol trascendental en un espectáculo olímpico del que sólo son partícipes unos pocos privilegiados.

Todo forma así parte del escenario en el que se desarrolla la apacible vida de Deià; una vida en la que las pasiones son más bien pueblerinas, es decir, limitadas, aunque las dignifique el nivel humano que adquieren las tragedias. ¡Y Dios mío, cuánta tragedia banal! Las peleas por el agua tan escasa, por un par de metros cuadrados de tierra, por quién hizo qué hace décadas, porque un hermano ha roto con los otros dos a causa de los tabiques que separan las partes alícuotas de la casona que les dejaron los padres al morir, por unos amores traicionados… Y así, la historia mía, a la que he regresado, pertenece tanto a Deià, a sus habitantes, a sus veraneantes, que me parece haber vencido un periplo completo, alejado de aquí y finalmente encadenado de nuevo sin posibilidad de escapar a lo que durante tanto tiempo me reservó el destino.

El ritmo de las horas, el transcurso de los días, la evolución de las historias familiares, de las peleas y alianzas, sigue siendo el mismo de siempre, el mismo de mi niñez, de mi adolescencia y de mi juventud. La sangre casi nunca llega al río y las pasiones, al final, siempre se ajustan a la pauta superficial de la rutina.

Hasta la extraña melancolía del final de temporada, hecha de añoranza y de la luz amarillenta de septiembre, se repite cada año sin sustancial alteración, hoy como ayer.

Es un sentimiento discreto este de la despedida y así lo recuerdo ahora, sabiendo que entonces lo experimentaba sin acertar a explicármelo. Concluido nuestro veraneo, nos íbamos de regreso a Madrid y eso era todo, porque indefectiblemente al año siguiente llegaríamos de nuevo en los primeros días de julio y reemprenderíamos nuestras aventuras, nuestras amistades y nuestros rencores, y luego nuestros amores (los que hubiéramos osado), allí donde los habíamos dejado unos meses antes.

Con la única diferencia de que, sin saberlo, habríamos cambiado nuevamente.

En verano vivíamos en la parte alta de Son Beltrán, una posesión que está directamente encima de Ca'n Simó, al otro lado de la carretera, hacia el monte, en una casa grande de dos plantas y varias habitaciones. Nunca fue soporte de historias, fantasías o peligros imaginarios o románticos y, por eso, no guardo de ella más recuerdo que el puramente utilitario del aposento. Era fea, eso sí, de piedra hosca por fuera y recovecos algo lóbregos y ciertamente poco discurridos por dentro. Una casa de verano, vamos, provista de agua de aljibe (fría hasta que mi padre acabó instalando un calentador con depósito, pero sólo para los mayores; los pequeños nos duchábamos ocasionalmente a diario con agua gélida) y sin electricidad (sólo el primer año, tras el que mi padre, harto de no poder leer a gusto por la noche las decenas de libros que devoraba en el verano, hizo instalar un pequeño grupo electrógeno de gasoil).

La casa tenía un porche cubierto en el que nuestro padre pasaba muchas horas leyendo o charlando al caer la tarde con el párroco o el alcalde, con el canónigo de la catedral capitalina, con amigos de Palma o conocidos de Deià. Alguna vez, muy de tarde en tarde, acudía brevemente Robert Graves, el poeta de la melena blanca y los ojos profundos. Se sentaba, tomaba un poco de queso, unas cuantas aceitunas y un vaso de vino, hablaba de esto o aquello (en mal castellano, del que sólo chapurreaba algunas palabras con el abominable acento propio de los ingleses), saludaba y se marchaba. Iba camino del baño cotidiano o de vuelta de él; siempre lo tomaba en Es Canyeret, la diminuta cala en cuyo escar guardábamos la barca de remos y de cuyas rocas él recogía la sal depositada por la marea. Decía que era muy sano hacerlo y cocinar después con ella. Pero ni de Graves tengo un recuerdo muy preciso. Era uno de los mayores habituales que iba y venía sin que a nosotros nos afectaran sus libros, las gentes que lo visitaban, los amores que luego supimos que tenía. Sólo más tarde, cuando la televisión inglesa emitió la serie de Yo, Claudio, nos dimos cuenta de que era todo un personaje. Mi padre me dijo luego una vez que Graves era un hombre grande, un sabio y un poeta; me explicó que sus poemas de guerra y de trincheras eran tan tristes que hacían abominar de la suerte del soldado por más que a veces las batallas fueran inevitables. Nunca olvidé aquellas palabras y nunca fue necesario que las repitiera (él jamás repetía las cosas) para que a partir de entonces los temas militares provocaran en mí una repugnancia instintiva, aun antes de haber leído los versos de Graves.

En la casa de Son Beltrán cabíamos no muy holgadamente, además de mis padres, Pepi la cocinera, las dos doncellas y todos los hermanos. Por ser yo el mayor, sólo compartía cuarto con Javier, que era el que me seguía en edad. Los otro cuatro varones, Pepe, Luisete, Chusmo y Juanito, se amontonaban en un dormitorio pequeño en camas superpuestas de dos en dos. Sonia, nuestra hermana de en medio, por ser mujer, tenía derecho a vivir y dormir sola; lo que no la libraba de todas las perrerías singularmente crueles que le infligíamos los hermanos. En realidad no hacíamos más que repetir el arreglo que teníamos en Madrid durante el invierno.