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– ¿Desde cuándo? Porque ayer no dijo ni una palabra, ni adiós ni gracias en español. Y eso se aprende hasta en las películas de Hollywood… De modo que… Pero es lo de menos. Hay más. Yo la miraba ayer en la mesa. Y te juro, hijo, que nunca he visto a nadie más lejos de nosotros, de lo que pensamos, de cómo reaccionamos…

– ¡Pero si no la entendías!

– Ni falta que hace. Tengo ojos en la cara, Borja… ¿Cómo te lo diría?… Rose no es de los nuestros. No nos entiende, no, qué va, no quiere entendernos, le parecemos gente de segunda clase, ya sabes, los españoles en Londres somos criadas y enfermeros. ¡Pero, hijo, por Dios! ¿No le veías la mirada de desprecio hacia todos nosotros cuando no comprendía nada de lo que estaba pasando?

– Pero ¿qué dices?

– Yo la miraba, oh sí, la miraba… ¿qué crees, que no soy capaz de entender lo que hay en las miradas de la gente?, la miraba y no había cariño hacia ti, no había, cómo decírtelo, «no entiendo nada pero esto lo hago por ti». No no. ¡Había desprecio! -El también dijo esto último con desprecio y con rabia.

– ¡No es verdad!

– ¿No es verdad? Ay, hijo mío, Borja, qué ciego estás. Dime una cosa: ¿de qué libros habláis cuando habláis de libros, de qué teatros, de qué poesía?

¡Ah, qué dardo tan certero! Me levanté de la butaca y puse las manos sobre la mesa de despacho de mi padre. Me incliné hacia adelante.

– ¡No estoy ciego! ¿Me oyes? Y tú no puedes, no te permito que malinterpretes a Rose de esa manera tan zafia.

Fue como si le hubiera dado una bofetada. Cerró los ojos, estuvo un momento callado, y por fin dijo con entonación muy tranquila:

– Haz lo que quieras, Borja. Eres mayorcito. Haz lo que quieras. Ya pagarás el precio. Y cuando lo pagues, aquí estaré para recoger los pedazos. -Le temblaban los hombros y a punto estuvo su voz de quebrarse-. Pero mientras tanto, te ruego que no nos impongas a Rose. No tenemos nada que ver con ella, no queremos tener nada que ver con ella. Es tu vida. Tú serás siempre bienvenido en mi casa, que es la tuya, pero…

– Ah no, papá. O los dos o ninguno. Ya somos mayores para jugar a que no veo las cosas…

– Eso mismo te he estado diciendo…

– … Para jugar a que no veo las cosas. Rose y yo somos una sola… estructura y o los dos o nada. Adiós.

Me enderecé, giré sobre mí mismo y fui hacia la puerta.

Entonces mi padre gimió. Volví la cabeza sorprendido. Estaba muy pálido.

– ¿No lo entiendes, hijo mío? Te estoy diciendo… no, te estoy implorando que no hagas lo mismo que yo hice. ¿Qué quieres? ¿Una compañera igual a la que yo he tenido durante treinta años? ¿El mismo desierto? ¿La misma soledad? No lo hagas, por Dios santo te lo suplico… Te morirás mil veces por dentro y al final no te quedará nada. ¿Qué me queda a mí si te vas?

Pero ya no quise escuchar. Apreté los labios, me giré hacia la puerta, la abrí y salí del despacho.

Josefina, la secretaria de mi padre, levantó la cabeza de lo que estuviere haciendo y dijo:

– Te ha llamado Tomás, que no dejes de llamarle.

Estaba demudada.

Me fui sin decir nada, bajé a la calle y recorrí andando el buen trecho que hay entre la calle de Velázquez y la de Mesón de Paredes. Entré en el bar Lavapiés.

– A la paz de Dios -dije.

Tomás estaba solo detrás de la barra. No había nadie en el local a esa hora intermedia de la mañana.

Me miró, pasó el trapo una vez por la encimera, como habría hecho su madre para sacarle brillo, y dijo:

– Joder, Borja, si le tienes miedo a Marga, sal corriendo, pero no hagas esta gilipollez. ¿Quieres un vino? Tienes cara de que te hace falta un vino.

Negué con la cabeza y, sin detenerme, hice ademán de darme la vuelta e irme.

– Espera, hombre, espera. No te lo tomes así. Vale. No digo más. Si quieres hacer el gilipollas, es tu problema, venga.

– No voy a hacer el gilipollas, Tomás.

– Ah no, majo. Haces lo que te da la gana, no quieres que te diga nada, que para eso están los amigos, no te digo nada y te ofrezco un vaso de vino. Pero a mí no intentes convencerme además… De modo que no hablemos más del asunto. Cuando quieras, aquí estaré si estos hijos de puta no me dan garrote vil antes. Y cuando la cagues seguiré estando aquí para recogerte los trocitos. -Soltó una carcajada-. Los trocitos que te deje la inglesa. Con los demás hará Marga carne picada como te llegue a poner la mano encima.

– Eso mismo me ha dicho mi padre.

– ¿Que como Marga te pille…?

– No. Que estará aquí para recoger los trozos.

– Claro.

Me encogí de hombros. Tomás me sirvió un vaso de vino.

Pocos días después, de regreso en Londres, me llamó don Pedro desde Mallorca.

– Ya te imaginas, ¿no?

– Sí-dije.

– ¿Por qué, Borja?

– A usted se lo puedo decir, padre. A lo mejor me entenderá mejor: es más pacífico, más tranquilo. No creo que la vida de un hombre tenga que ir jalonada de sobresaltos…

– El reposo del guerrero, ¿eh?

– Pues sí. Tengo muchas cosas que hacer en la vida y Marga no me dejaría. Marga exige demasiado de mí.

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Luego, un gruñido.

– Bueno. No estoy muy seguro de esto, Borja. Me preocupa, me preocupa mucho. ¿Por qué no nos vamos tú y yo solos a algún lugar remoto -rió-, ya sabes, a unos ejercicios espirituales o así, y analizamos la situación? No sé… Sabes que te apoyo siempre y que me fío de tu juicio, sabes que desconfío un poco de las pasiones carnales como la tuya con Marga, o más bien la de Marga contigo… pero, no sé, me gustaría convencerme de que estás verdaderamente seguro de lo que vas a hacer, ¿eh?

Sonreí.

– Bueno, páter, el problema es que esto ya no tiene remedio. Nos casamos mañana.

– Ya… Bueno, qué le vamos a hacer. Si estás seguro… ¿Te puedo dar un consejo cínico y nada sacerdotal? No te cases por la Iglesia. -Le oí sonreír-. Dicho lo cual, Borja, de todos modos, esto no puede seguir así. No puedes romper así con tu familia, ¿estás de acuerdo? Tienes que volver a hablar con tu padre, Borja, y con tu madre.

– Si hablo con él, padre. Con mucha frecuencia, además… Y mi madre…

Las conversaciones telefónicas con mi padre estaban siendo rápidas, duras, sin concesiones al sentimiento, puramente profesionales. Ni una sola vez habíamos aludido a nuestra discusión en su despacho.

– Ya, asuntos del despacho, claro. No es eso lo que digo. Digo hablar con él, Borja, en serio…

– Buf, bueno, ya llegará. Hay que darle tiempo al tiempo, ¿no? Ya llegará. Todo esto ha sido muy duro.

– Pero no ha sido culpa de ellos.

– Ya. Qué se le va a hacer.

También me llamaron los demás. Biel, Andresito, las Castañas, Domingo, Javier. Uno detrás de otro quisieron saber la razón de mis actos y yo se lo expliqué con infinita paciencia. No se me ocurrió colgar el teléfono a ninguno de ellos. Eran mi gente, tenían derecho a una explicación. Javier, además, venía a Londres con frecuencia a dar conciertos. Fue el único que estableció una relación amistosa con Rose. Se veían, no se estorbaban, a ella le gustaba el glamour de la relación con un concertista famoso al que invitaba a cenar y podía exhibir con orgullo. Y él, con su blandura habitual, no se metía en camisa de once varas, no se enfrentaba a nada.

Juan fue el primero en llamar. Me preguntó lo que había pasado.

– Nada, Juan, no sé cómo decírtelo, qué quieres que te diga, tu hermana y yo no encajábamos, ¿eh?

– Pero tú y yo seguimos siendo amigos, ¿no?

– Claro, hombre, estaría bueno.

Jaume, en cambio, no llamó. Al principio me dolió. Ahora sé bien por qué no lo hizo: él sabe que cada cual tiene derecho a sus equivocaciones. Y las mías eran exclusivamente mías. Para él, las equivocaciones no forman parte del proceso del aprendizaje de la vida. Son lo que constituye estar vivo. Un acervo vital que es indispensable respetar. De haber sido yo un niño, Jaume se habría entretenido con paciencia en explicarme lo que es una equivocación, por qué la estaba cometiendo y por qué debía evitar cometerla si no quería sufrir. Siendo yo una persona mayor, sin embargo, consideraba que se habría injerido en mi espíritu al darme un consejo no solicitado. Respetaba demasiado la opinión del prójimo y yo no le había requerido la suya. Una lástima porque era la única opinión desapasionada a la que habría prestado oído atento.