Marga no dio señales de vida.
El día que Javier llamó para decir que nuestro padre había muerto de un ataque al corazón, Rose estaba embarazada de siete meses y llevábamos casados cinco.
Papá fumaba demasiado, dijo Javier, la presión del despacho era grande, tenía la tensión arterial por las nubes, fue visto y no visto. Nunca me dijo «lo mató el disgusto». Y yo nunca me lo planteé siquiera. No hubiera podido seguir viviendo.
Rose no me acompañó al funeral. Hicimos el paripé de que su avanzado estado de gestación lo hacía poco aconsejable. El niño ante todo. El niño ante todo… Válgame.
Para qué explicar lo que "fue el funeral. Vinieron todos, todos, hasta varios ministros del gobierno. Todos me saludaron, unos con respeto, otros con condolencia, otros con curiosidad (¿no era yo la estrella emergente, el nuevo político no rupturista, una de las posibilidades para después de la muerte de Franco?). ¡Cuánta vanidad!
Los míos, mi pandilla, estaban entristecidos e impresionados, sobre todo impresionados: mi padre había sido una roca para todos, el punto de referencia, el hombre severo al que todos habían temido, el hombre respetado del que todos habían buscado la aprobación y, en ocasiones, el consejo. Su muerte equivalía casi a la pérdida de sus propios padres y, por consiguiente, estaban ahí menos para manifestarnos tristeza por nuestro dolor que para estar tristes ellos mismos. Nos abrazamos todos. Incluso Marga vino hasta mí y sin decir nada, mirándome a los ojos sin pestañear como cuando se daba la vuelta después de comulgar, me puso una mano en la mejilla. Luego se apartó y desapareció.
Don Pedro también estuvo presente desde el primer momento. Me abrazó fuerte fuerte y estuvo así durante un buen rato, sin decir nada, sin murmurar una palabra de consuelo, simplemente abrazado a mí. Luego extendió su brazo derecho e incluyó a Javier en el abrazo. Después se separó de nosotros y fue a refugiar a mi madre en sus brazos, y también permaneció así, en silencio, por largo tiempo. El muy farsante.
Lloré. Naturalmente que lloré. ¿Quién iba a poder aguantar tanta tensión emotiva? Pero fueron unos días solamente. Pronto comprendí que no podía vivirse sometido a la constante presión de la tristeza. Perdí en seguida la añoranza de los momentos en los que mi padre se encontraba más cerca de mí, y después, de inmediato, empecé a olvidar todo de él. Así son las cosas de la vida.
El hecho es que me quedé en Madrid para poner orden en las cosas de la familia y del despacho. Era lo que se esperaba de mí y me dispuse a cumplir con mi obligación con toda naturalidad. Ello requeriría mi presencia casi continua en España y no perdí un segundo en lamentar no poder estar en Londres acompañando a Rose cuando naciera nuestro hijo. O a lo mejor sí podría estar; daba igual. Esto era precisamente lo que había pretendido al casarme con ella y no con Marga: poder hacer las cosas de mi vida profesional, política y pública sin tener que soportar urgencias y exigencias de mi esfera más personal. Con Rose, mi intimidad pasaba al último lugar; con Marga no podía más que estar en primera línea.
De hecho estuve en Londres cuando nació Daniel. Fue una casualidad profesional, pero allí estuve.
Dios mío. Da la sensación de que aquel matrimonio de conveniencia fue rígido, frío, antipático y, sobre todo, poco cordial. No es así. Rose era divertida y hubo meses, muchos meses que pasé en Londres durante los tres años siguientes, en que nuestra relación fue de cordialidad, incluso apacible. Daniel crecía en la nueva casa de campo que yo había comprado para nosotros en el condado de Berkshire y pasábamos el tiempo sin sobresaltos.
Rose bebía, claro, pero se controlaba bastante bien y su alcoholismo sólo se le notaba en la belicosidad del atardecer, the evening's belligerency, como llamábamos a las tensas peleas que por una mezcla de suspicacia y whisky estallaban entre nosotros con regular frecuencia. Los motivos eran siempre una idiotez, y me parece que lo que más enfurecía a Rose era detectar, gracias a una especie de sexto sentido alcohólico, el desprecio que sentía por ella, por su ignorancia supina, por sus respuestas a todo tan reaccionarias e inspiradas siempre en los editoriales más racistas y xenófobos de cuantos había leído en la prensa amarilla de la mañana. Con frecuencia tenía ganas de abofetearla, pero se me pasaban una vez que, regresados a casa, ya no había testigos de la humillación que provocaba en mí tener a una mujer borracha a mi lado.
Una vida sencilla, en realidad, sin sobresaltos, sin demandas sentimentales. Poco a poco iba ganando aquella batalla de equiparar el nervio que me exigía la vida pública a la degradación de mi vida íntima. Se podía hacer y el precio era mínimo. ¿Y qué me importaba cuál fuese? Todo esto era una obra de teatro y yo su único verdadero actor, porque yo solo era el único que actuaba sin comprometer el corazón en la comedia.
Incluso la vez en que acudí a Palma de Mallorca a visitar a don Pedro para obtener de él el beneplácito para la anulación del matrimonio de Javier y Elena, incluso en esa ocasión fue como una partida de ajedrez sin alma. Acorralé a don Pedro y lo llevé hasta el borde de la aniquilación. Luego no tuve más que esperar de él que, aprovechados todos los recursos que me daba el largo conocimiento del adversario vencido el enemigo por la lógica, pidiera una salida honorable.
Discutimos durante largo rato sobre la anulación canónica y las posibilidades de que Javier se beneficiara de ella. Don Pedro, que no es ningún tonto, no quería salirse del campo de la religión, que era donde estaba seguro del dogma y de donde, de no dejarse un flanco descubierto, yo no podría sacarle jamás hacia mi terreno de las necesidades humanas. Ah, pero nuestro buen cura era un sentimental.
– ¿De qué me estás hablando? Me parece, Borja, que te estás inventando una obligación que nunca contraje…
– ¿Que nunca contrajo? ¿Que nunca contrajo? ¡Venga, hombre, don Pedro! ¿Quiere que le recuerde sus palabras? Sois mis chicos, dijo, y nunca os fallaré, aquí estaré siempre, seré vuestro consuelo, vuestro amparo… Acudid a mí, dijo, acudid a mí, que yo os ayudaré si me necesitáis. ¿No nos dijo eso? Siempre me pareció que usted nos prometía ayuda, que éramos como sus hijos y que iniciaba con nosotros una especie de cruzada del bien. ¡A ninguna de las ovejas se le permitiría descarriar!
– No te burles de mis sentimientos, no te rías de mis compromisos, ¿me oyes?… No tienes derecho a hacerlo y no te lo voy a permitir… No tienes derecho a ser tan frívolo. Te voy a decir lo que me pasa con la nulidad del matrimonio de tu hermano. Es verdad, ¿eh?, es verdad que por encima de todo empeñé mi palabra por vosotros. Que me juré que os ayudaría. ¡Claro que sí! Pero ¿anular el matrimonio de Javier? ¿Es lo que le hace falta? ¿De verdad? ¡Convénceme! ¡Venga!
Acababa de ganarle la partida.
– Estamos hablando de su salud mental y de la de Elena. Estamos hablando de la felicidad y bienestar de mis dos sobrinos. Estamos hablando de un mundo como es el de Javier, lejos del concepto religioso de la vida. ¿Salvación? ¿Y qué le importa a Javier la salvación? ¿No es mejor que Javier bendiga una religión misericordiosa antes que maldecir al Dios que le niega otra oportunidad? Lo digo con total seriedad, páter, somos sus chicos, esos a los que prometió amparar. Pues ahí tiene usted un chico al que amparar antes de que se vaya, abandone su Iglesia, viva para siempre en pecado y acabe condenándose. Una pequeña mentira sola arreglaría eso. ¿No merece la pena?