Bah. Marga se casaba mañana. La fiesta sería grande y, al concluir, yo volvería aquí a seguir intentando descifrar a Daniel y a esperar.
– Qué silencioso está esto, ¿verdad? -dijo desde detrás de mí Marga en un susurro. Me sobresalté y después me quedé quieto, completamente paralizado de terror y de sorpresa.
– Te has pegado un susto de muerte -dijo Marga con malicia.
Tragué saliva.
– Bah. -Carraspeé.
– Qué silencio, ¿eh? -repitió.
Cerré los ojos.
– Sí, mucho.
– Era lo que tú querías, ¿verdad?
– Sí, era lo que quería. Para eso he vuelto. -Debí haber añadido «para eso he vuelto al mismo patio de siempre, el de las risas, los lloros y las derrotas que me angustia», pero no lo hice.
Me di la vuelta para mirarla. Traía puesta una camisola de algodón y unos viejos pantalones vaqueros. Se hubiera dicho que tenía dieciséis años y las mismas piernas largas largas de un potro recién parido.
Con lentitud subió sus manos hacia la nuca y se fue deshaciendo el moño, y toda la tirantez de sus facciones y de sus ojos se relajó de golpe y se le dulcificó la mirada.
– ¿Sólo por eso? Creí que habías venido para meditar antes de que te llame Adolfo Suárez porque te va a hacer ministro de Justicia. -Lo dijo con levedad, para reírse suavemente de mí.
– Sí, creo que me hace ministro de Justicia.
– ¿Seguro? -Sonrió.
– Bueno, casi seguro. Sabes lo que me apetece. Siempre quise ser político porque siempre estuve convencido de que podía prestarle un servicio al país, ¿no? Me animaste a ello muchas veces.
– Sí, claro. Y como para ser político hay que ser frío como un pez…
– Marga…
– No me hagas caso. -Se metió las manos en la mata de pelo negro y se lo peinó hacia arriba con los dedos, mezclando la parte izquierda de la melena por debajo de la derecha, como en el comienzo de una trenza-. Sólo digo tonterías. Has venido en busca de paz. ¿Sólo por eso?
– Oh sí, Marga. Sólo por eso. Bastantes desastres he provocado en mi vida como para pretender otra cosa.
– Es verdad -dijo asintiendo con la cabeza. Se acercó hasta donde yo estaba y puso una mano en el respaldo del sillón de mimbre. Miró hacia el horizonte-. Es verdad, claro. Los desastres te son achacables porque partían de ti y volvían a ti y nos envolvían a todos. En el fondo, tú has sido el punto de referencia de todos nosotros durante -resopló despacio- ¿veinte años?.
– No, Marga. Fuiste tú. Tú fuiste el punto de referencia…
– Yo fui la más fuerte, Borja… Ay, Borja. Pero tú, tus sueños, tus idas, tus venidas, tus amores y sus consecuencias, tú fuiste el centro alrededor del que girábamos los demás.
– Ah, bah, qué más da -dije con cansancio.
Marga fue a sentarse en el muro que cierra la terraza, justo delante de mí, de espaldas al mar. Movió la cabeza para liberar su pelo y hacer que cayera hasta casi su cintura.
– Te he echado de menos, Borja. -Rió su risa ronca que tanto me angustiaba-. ¿Cuántas veces te he dicho que te he echado de menos en estos años? ¿Mil? Y ahora ya no sirve de nada.
Me miró en silencio y, un momento después, por la mejilla le rodó una lágrima, una sola. No la apartó con rabia como otras veces; la dejó rodar hasta la barbilla y que le asomara como un punto de luz por la mandíbula tan firme, tan limpia, y que acabara cayendo sobre la camisola. Allí quedó un segundo redonda como una perla hasta que se disolvió en el tejido.
– Sí sirve, si quieres, Marga. Aún estamos a tiempo. -Lo dije así, de un golpe, sin respirar-. Yo… -Y me callé, sorprendido.
Marga me miraba sin decir nada, ¿con qué pregunta o con qué furia en los ojos?, no sé… Luego se inclinó hacia adelante y puso una mano en cada reposabrazos de mi sillón de mimbre.
– Aún estamos a tiempo ¿de qué? -susurró-. ¿De qué, Borja? ¿De destruir la vida de tu hermano, de romper nuestras familias en dos? Oh, Borja, Borja. He esperado veinte años a que me dijeras una cosa así y, cuando por fin la dices, nada tiene ya remedio. -Adelantó su cabeza y me miró desde abajo. La melena le colgaba a cada lado de la cara. No había rencor en su mirada ni malevolencia, ni siquiera pasión. Sólo dolor-. ¿Entiendes que ya no hay remedio? Dime, ¿lo entiendes?
La cogí de las manos y, desprendiéndoselas de los reposabrazos, las traje hacia el frente. Sólo tuve que tirar con ligereza hacia mí y Marga entró en mis brazos de un solo movimiento fluido.
Todo lo reconocí al instante: sus labios como una uva sin piel, sus cejas tan crueles y tan suaves, la punta de su nariz resoplándome olores de fresa, sus pechos suaves y fuertes bajo la camisola, su cintura, tan quebradiza y ondulante…
Los siete años transcurridos desde la última vez se derritieron como un pedazo de hielo al sol.
Me puso las manos en los hombros y, apoyándose en ellos, se apartó de mí. También me estaba mirando igual que veinte años atrás, recuperada toda la virginidad, dispuesta a entregarla de nuevo como si nada se interpusiera entre nosotros. Tampoco nada se interponía entre nosotros veinte años atrás. Sólo mis miedos.
– ¿Sabes que sé que esta terraza era para mí?
Asentí sin decir nada.
– Claro que lo sabes. Al principio no iba a haber. Los planos, la distribución de los cuartos, las ventanas, las vistas al mar, el hogar donde se hace el fuego… todo eso lo decidí yo para los dos. ¿Te acuerdas? Pero no iba a haber terraza. Sólo los bancales. ¿Eh? Y la has hecho para mí.
Asentí de nuevo.
– Recuerdo que en los planos te hice cambiar la orientación de la casa cuatro grados para que desde el ventanal del salón pudiera divisarse Lluc Alcari en las tardes de invierno. ¿Te acuerdas?
– Tú eras el arquitecto, Marga.
– Ya. Pues a partir de ahora te prohíbo que vivas con nadie en esta casa… «Sa Casa des Vent.» Te hubiera prohibido hasta que le cambiaras el nombre. Pero no lo ibas a hacer, ¿eh? ¿Sabes que si hubieras venido aquí a vivir con la inglesa la habría matado?
Reí silenciosamente.
– Sí que me lo imagino. Habrías venido en una noche de luna llena con un gran cuchillo de cocina y la habrías apuñalado treinta veces, tantas como años tiene… Y luego le habrías arrancado el corazón y te lo habrías comido.
Se le escapó una carcajada confiada.
– Mira, eso no se me había ocurrido, pero le habría dado un buen toque ritual a la ceremonia del rencor, ¿no? Los periódicos habrían dicho después que -su tono de voz se hizo truculento-, tras celebrar una orgía de sangre y vísceras, habíamos bajado al mar a lavarnos con las algas y el barro de la orilla. -Se enderezó de pronto y se quitó la camisola-. ¿Te atreves? ¿A que no te atreves a besarme?
– ¿Que no?
Volvimos a andar cada uno de los pasos nuestros con infinita paciencia, con infinita sensualidad, con violencia a veces y ternura otras. Momentos después, no recuerdo bien cuándo, subimos a mi habitación y allí, en la gran cama con dosel que había mandado hacer para colocarla donde ella quería que fuera colocada, Marga tomó posesión de mí para siempre.
Y así quedamos, exhaustos, yo tendido en la cama y ella tendida cuan larga era sobre mí, respirando con suavidad.
– Me rindo -dije.
– No te dejo. -Hablaba con la cabeza metida en la almohada por encima de mi hombro.
– ¿Por qué?
– Esto no es un principio. -Lo dijo en voz tan baja que me pareció no haberla oído.
– ¿Qué?
– Que esto no es un principio.
– ¿No? ¿Y qué es entonces? -Lo pregunté así, sin sospechar nada.
– Es el final, Borja.
Me dio un vuelco el corazón, pero me pareció no haber comprendido bien, quiero decir que creo que esperé no haber comprendido bien. Quise enderezarme zafándome de su cuerpo, pero al principio no pude.