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– Pero, Marga…

– ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? -Se le escapó una risa estridente de puro amarga-. ¿Y sabes qué? El día que me enteré de que tenías un hijo con la inglesa fui a ver a mi ginecólogo y me ligué las trompas. Ni para ti ni para nadie…

Se sentó en el borde de la cama, agotada, con la cabeza gacha. Después de un momento levantó la cara y se le escapó un largo sollozo, como una rendición del alma.

Yo estaba petrificado.

Finalmente, Marga se inclinó hacia el suelo, recogió la camisola y se la puso. Después cogió los pantalones vaqueros de la silla sobre la que los había lanzado y se los puso estirándoselos muy despacio, alisándose los pliegues de la tela para que se amoldaran mejor a sus piernas. Luego se pasó una mano y otra por las mejillas para secar las lágrimas.

– Te prohíbo que nunca nadie más, nunca ninguna otra mujer ocupe esta cama. ¿Me oyes? Te lo prohíbo.

– Sí.

– ¿Y sabes qué? No me voy a lavar. Mañana me pondré el traje de novia sobre tu sudor… -Apoyó una mano en el quicio de la puerta y, ya sin mirarme, dijo-: Adiós.

XVI

Amaneció como solía, sin una nube, con el mar tan liso y calmo que parecía hecho de aceite.

Había estado esperando el día quieto en la terraza, olfateando el verano, este último verano que empezaba hoy y se acababa esta tarde. Hacía frío, no, yo sentía frío en el relente de la madrugada.

Durante muchas horas había estado planeando cómo impedir la boda de Marga con Javier. No me importaba traicionarle, no me importaba que todo se disolviera, que nuestras familias saltaran por el aire hechas pedazos, que todos los rencores del mundo me cayeran encima.

Había imaginado escenas de película en las que yo avanzaba por el pasillo central de la iglesia gritando y Marga se volvía y caía en mis brazos y salíamos en una carrera alocada ante la mirada de espanto de los invitados. Había pensado ir esta mañana a hablar con Javier, a razonar con él, a robarle la novia con su consentimiento. Había discurrido un plan para entrar por la ventana del dormitorio de Marga y raptarla por la fuerza. Incluso en un momento de locura febril me había visto encarándome con don Pedro y ordenándole que detuviera este disparate y se negara a participar en esta ceremonia de la falsedad.

¿Pero qué decía? Todos lo sabían todo: Javier de Marga, yo de ambos, don Pedro del grupo entero y el grupo entero de sus propias interioridades colectivas. ¿A quién iba yo a despertar a esta realidad de amores traicionados si justo yo era el último llegado a ella? Esta boda se celebraba por una cesión deliberada a la hipocresía. Una más de las muchas de nuestra pandilla en los últimos veinte años, con la única diferencia de que ésta, concretamente ésta, que era la que más me afectaba, no la había querido ver venir.

Y de ese modo, siguiendo mi inveterada costumbre, me había quedado inmóvil, derrotado por fin, vencido por la venganza de Marga; mirando al mar, tentado de pensar bueno, bah, ya se arreglará todo, el tiempo lo arreglará todo, hagamos recuento, como dicen los ingleses, de nuestras cosas afortunadas.

Como siempre inmóvil.

Me volví hacia el ventanal de entrada al salón y allí estaba Daniel, quieto, mirándome en silencio con su aire de concentración inquisitiva, con el entrecejo fruncido y un oso de peluche debajo del brazo. Una pernera del pantalón del pijama se le había quedado enganchada a la altura de la rodilla y los pulgares de los pies se le levantaban, arriba abajo, arriba abajo, con el ritmo de un impulso regular dictado por alguna de sus misteriosas impaciencias.

– Hola, Daniel -dije-. ¿Llevas mucho tiempo ahí?

– Anoche te oí llorar. ¿Por qué llorabas?

– Por cosas mías que me ponen triste. No te preocupes.

– ¿Llorabas por mi mamá, que está lejos?

– Eso también.

– ¿Va a venir Domingo?

– Sí, va a venir Domingo.

– ¿Y Elena?

– También, sí.

– ¿Me das un vaso de leche?

– Claro. ¿Con galletas?

– Si son Madía, sí.

– Muy bien. Anda, ven, vamos a la cocina.

– ¿Un vaso de leche y galletas Madía son un café?

– Parecido.

Me quedaba él, ¿no?

Daniel no iba a venir de boda. Se quedaría en la posesión de Domingo con la madre de éste, que estaba anciana y con muy pocas ganas de ir de fiesta. Prefería la simplicidad de los juegos infantiles y la conversación distraída con Daniel, mientras ella bordaba algo o remendaba algún calcetín o pelaba judías verdes. Luego, después de comer, se les unirían Elena y el propio Domingo e irían de paseo, a descubrir plantas e insectos.

Llamé a mi madre. Pese a lo temprano de la hora estaba despierta. Es madrugadora y aquel día, por supuesto, más.

– ¿Ya estás de pie?

– Huy, sí, hijo. En un día como éste, ya sabes… hay tantas cosas que hacer…

– Bueno, sobre todo ponerte guapa, ¿no?, para llevar al niño del brazo.

– ¡Cómo le habría gustado a tu padre estar aquí!

A mi padre le habría dado igual. Ella, sin embargo, tenía que cubrir las apariencias con tanta buena voluntad que al final, a fuerza de que nosotros, por cansancio o bondad, no se las discutiéramos, parecía que se habían hecho realidades. Nunca he sabido si era por consolarse de que las cosas no salieran como ella quería o porque su pusilanimidad la forzaba a declarar que todo está siempre bien (líbrenos el Señor de las tensiones) o porque creía que haciendo estas manifestaciones generales de buen ánimo la situación se amoldaría a sus deseos. Mi madre tenía una formidable capacidad para el disimulo y el autoengaño. Esta virtud suya (sí, era una virtud para y hacia la familia: la verdadera hipocresía hacia el bien mantiene a la familia unida, al menos tanto como el rosario) era su mejor rasgo de carácter. Bueno, considerando la similar capacidad de autoengaño de su primogénito, no era yo quién para criticar nada.

– Sí, mamá.

– Todos los hermanos juntos, hace tanto tiempo que no os tengo a todos juntos…, todos celebrando la felicidad de Javierín, después de tantos sinsabores.

– Sí, mamá, me alegro mucho por ti.

Titubeó un segundo.

– A lo mejor hace unos años el novio habrías sido tú, ¿eh, Borja?

– A lo mejor, pero… ya sabes.

– Sí, sí, hijo… Así lo ha querido Dios, y seguramente que será para bien… Yo te veo bien, ¿verdad, Borja? Tú eres tan fuerte de carácter, tan sólido, que no necesitas a nadie, ¿verdad? Y habiéndote separado de aquella…

– … ¿horrible mujer? -Sonreí.

– … Sí, bueno, sí, de aquella horrible mujer. Te veo feliz con Daniel aquí, por fin contigo… ¿no?

– Sí, mamá, por fin. -Dudé un segundo-. Ya sabes, a lo mejor tengo que volver precipitadamente a Madrid y no tengo más remedio que dejarte a Daniel…

– Sí, claro, eso no es problema. -Y añadió con regusto satisfecho-: Mi hijo mayor, ministro de Justicia.

– Ya veremos.

– ¿Sabes ya algo más?

– Bueno, ayer hablé con el jefe de gabinete de Suárez y me dijo que sería para dentro de unos días, muy pronto…

– ¡Qué bien, hijo! Mi felicidad es completa, imagínate, ¡dos hijos tan importantes!

– ¿Está Javier levantado, mamá?

– Duerme todavía. Pero vendrás ahora, ¿no?

– Sí, sí, vendré ahora, que tengo que hablar con él.

Colgué.

– ¿Quiere usted un café, don Borja? -preguntó Aurora desde la cocina.

– Quiero un café, sí, gracias.

– Ya vestiré yo a Daniel y lo dejo en casa de Domingo cuando luego me vaya para Sóller.

– Ah, muy bien. Gracias, Aurora.

Cada uno de los momentos de aquel día podría haber sido filmado y luego proyectado a cámara lenta. Los tengo guardados con gran precisión, uno detrás de otro, y desfilan por mi memoria en perfecto orden de horror.

Ahora toca la conversación con Javier.