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Bajé la cabeza.

A nuestro alrededor los invitados habían empezado a colocarse en el pasillo central para acudir a comulgar. Y como si se tratara de imágenes que hubieran impresionado mi retina pero no mis entendederas, tomé de pronto conciencia de que momentos antes Marga y Javier habían recibido la comunión de manos de don Pedro.

Levanté la mirada para fijarla en la espalda de Marga; era la misma espalda de siempre, espigada, firme, tensa de tanta reafirmación propia; la misma espalda que yo había contemplado durante años en la misa de los domingos de Deià. No había variación en los movimientos o en el cimbreo del talle. Sólo en el aura. Años antes, la tensión de aquella espalda maravillosa transmitía seguridad en sí misma, violencia sensual y hasta mística. Hoy sólo irradiaba venganza.

¿Por qué? Dios mío, don Pedro no nos destruía a todos; me destruía a mí. Qué ángeles ni ángeles… Era de mí de quien querían vengarse los tres, Marga y Javier y don Pedro. Estaba confuso.

Era bien cierto que mi despecho había herido a Javier aquella misma mañana de una forma que ahora me avergonzaba. Le pediría perdón, haría lo que fuera por reconciliarme con él. Le explicaría mi ruindad. ¿Sería posible con ello borrar lo imborrable? ¿Suavizarme el paladar, endulzar la hiel que me quedaba como esos sabores a sangre espesa que salen de una muela podrida y que permanecen en la boca hasta mucho después de que la hayan arrancado?

Sí, Javier tenía motivos para vengarse. Claro que sí.

Pero ¿don Pedro? ¡Si lo único que había hecho yo era rechazarlo sin ser siquiera consciente de lo que pretendía de mí! Que se hubiera obsesionado conmigo cuando yo apenas contaba doce años era cosa suya, no mía. ¿Qué culpa tenía yo? Que se vengara de Javier que era el que lo traicionaba, ¿no? Lo había casado con Elena, había anulado el matrimonio, se habían hecho amantes, ahora lo casaba con Marga. Yo no era responsable de esa cadena de miserias. A mí que me dejara en paz.

¿Y Marga? Ah, Marga, Marga. La mantis religiosa. Ella hubiera querido de mí compromisos totales que excluyeran, que hicieran inútil el resto de las cosas de mi vida. ¿Cómo podía yo darle eso? Ella debería haberlo adivinado. Porque ciertamente no era tiempo lo que le había faltado para analizar mis huidas y comprender lo que escondían. ¿Y si yo era tan débil de carácter, a qué se fijaba en mí?… El resto de las cosas de mi vida… Confieso que me tentó invocarme mis responsabilidades públicas, mi carrera política incipiente para justificarme a mí mismo mis traiciones a Marga, pero me pareció hipócrita e innecesario. No. En el fondo yo sabía bien por qué Marga se consideraba traicionada, entendía que considerara justificada su venganza. Pero no tenía justificación. No cuando apenas unas horas antes yo le había implorado que volviera conmigo, le había ofrecido mi vida para no perderla, incluso arriesgando quemarme del todo. Pero me había rechazado, ¿no?

Por el rabillo del ojo vi cómo el oficial del juzgado se acercaba a los testigos para que firmáramos el acta del matrimonio. Por un instante me puse rígido. Suprema ironía: yo tenía que atestiguar esta miseria, ¡yo! Estampar mi nombre en la certificación de esta ceremonia tan llena de odio, ¡yo! Una ceremonia hecha a medida para crucificarme… No lo haría.

– No lo hagas -dijo Jaume.

– ¿Qué?

– No hagas lo que estás pensando hacer, Borja. Todo ha acabado. Todo ha escapado de tu control. Esto ya no es nada tuyo… -Me puso la mano en el antebrazo-. No lo hagas.

– Si yo fuera tú -dijo Tomás desde detrás de nosotros-, pondría un cartucho de dinamita en esta iglesia de mierda.

Me llegó el turno de firmar y el oficial del juzgado alargó el libro del registro. Señaló un espacio al pie de la página. «Aquí», dijo.

Se habían acabado las bromas. Esto no era sangrar por la nariz como cuando Marga me la había roto en la buhardilla de su casa toda una vida antes. Esto era sangrar por todos los poros con todas las venas rotas. Aquél había sido un juego de niños. Éste era un juego de difuntos.

Saqué la pluma, le quité el capuchón y firmé.

Levanté la vista hacia el altar. Marga me estaba mirando. Sonreía.

Y allí mismo se me murió el alma.

Fernando Schwartz

***