Hace muchos años, había que vernos, llegábamos a Deià a finales de junio para empezar así un veraneo que duraba, entre unas cosas y otras, algo más de tres meses.
Embarcábamos en Valencia después de llegar a ésta en tren, y nuestra entrada en Deià, parecida a lo que yo imaginaba sería la del maharajá de Kapurthala, producía verdadera expectación en el pueblo, por más que los vecinos se cuidaran de que no lo advirtiéramos. Los taxis tomados en el puerto de Palma por toda la familia, con excepción de nuestro padre (que viajaba un mes más tarde, sin duda para ahorrarse el bochorno, hasta terminar el periplo en un automóvil que invernaba en un garaje de Palma y que mi madre conducía cuando no estaba él), acarreaban baúles, maletas, fardos, mochilas llenas de libros de estudio que teníamos que repasar y que evitaríamos abrir hasta el último momento, flotadores, sombrillas y otras cosas de similar inutilidad. Yo sobre todo no entendía que las sombrillas tuvieran que hacer el viaje a Madrid terminado el verano para regresar nueve meses más tarde a Dei sin haber sido abiertas siquiera una vez para comprobar los efectos del traidor paso de las polillas y del óxido.
Sonia, que de pequeña era la más pudorosa, solía quejarse de tanto trajín. «¡Mamá! -exclamaba cuando los taxis coronaban penosamente la cuesta que acababa en el lavadero público a la entrada del pueblo-, ¿siempre tenemos que llegar como un circo? De veras, mamá, que nos miran como si fuéramos marcianos, buf.» Y torcía el gesto con disgusto, tapándose el semblante para no ser vista, mientras nuestra madre sonreía sin hacerle caso, con el aire ausente y distraído que ponía siempre ante nuestras quejas o, todo lo más, la recriminaba secamente por haber empleado una palabra malsonante y poco propia de una señorita de buena familia.
Para entonces, la discusión me había dejado completamente indiferente. Ni siquiera la oía. Andaba mi ánimo empeñado en otras cosas: desde horas antes había ido anticipándome cada vez con mayor intensidad a las emociones de la llegada y esperaba con impaciencia el momento en que, alcanzado por fin el villorrio, comprobaría que todo estaba en su sitio, que nada fundamental había cambiado de un año para otro, como si tal cosa fuera posible en Deià. Escudriñaría cada metro del paisaje que desfilaba ante mis narices pegadas al cristal de la ventanilla trasera izquierda del taxi. Siempre reclamaba para mí el asiento trasero izquierdo, para así empezar a divisar el pueblo desde la revuelta alta de la carretera. Anotaría en mi memoria la más mínima alteración, el más insignificante añadido o sustracción en los ladrillos, en los tejados, en las gentes, en la vegetación. Si algo faltaba o sobraba, lo percibía al instante y lo archivaba en el magín para investigar, en cuanto tuviera tiempo, la razón de la diferencia. Sólo así recuperaría mi mundo como lo había dejado y sería capaz de retomar mis aventuras en el mismo punto en que habían quedado casi un año atrás. De pequeño siempre fui en extremo observador, casi meticuloso en el detalle y obsesivo en el orden en que conservaba mis cosas. Cualquiera diría que soy ahora la misma persona. Pero me era fundamental saber que, con la misma impaciencia con que yo llegaba, me esperarían los de la pandilla, Juan, Marga, Domingo, Jaume, Carmen, Alicia, Biel… los de siempre, para reanudar todo lo que habíamos dejado en suspenso tantos meses antes. Con la adolescencia, Marga empezó a ocupar el lugar preferente en mi ansiedad, más adelante en mi angustia y por fin en mi claustrofobia.
Ahí estarían según llegáramos; unos se asomarían a la ventana de sus casas, otros bajarían en tromba por los caminos que desembocaban en la carretera, otros se encaramarían a algún margés desde el que divisar el paso de la caravana. Sólo Marga estaría en la carretera, a la salida del pueblo, siempre en el mismo sitio, mirándome muy seria cuando el taxi se cruzara con ella.
Otros personajes no menos importantes tenían que desfilar ante mis ojos para que yo pudiera concluir de encajar todas las piezas.
Debería de estar Margarita, dueña de la tienda universal de Deià, gritona, obesa y antipática, que nos tenía a todos aterrados, incluyendo al propio marido, el pobre, al que ensordecía a gritos y órdenes destempladas. Nos miraría con mal humor desde su puesto de observación a la entrada del Clot, pensando sin duda que ya nos pillaría cuando fuéramos a comprar caramelos, pipas o las ensaimadas para el desayuno.
Estaría don Pedro, el joven párroco, que en aquellos años aún vestía sotana, raída y siempre limpia; las tías de Juan y de Marga lo tenían como los chorros del oro. Don Pedro habría bajado a la carretera para vernos pasar y saludar a mi madre con el gesto de sorpresa de quien se encuentra en un lugar por casualidad y topa con un conocido al que no ve de antiguo, pero lo haría con obsequiosidad algo solemne y un vago gesto de bienvenida, mitad bendición, mitad admonición. No sé qué edad tendría; se me antojaba que mucha, pero no pasaría de los treinta y cinco o treinta y seis años.
Me tiraba de las orejas después de misa los domingos. Siempre lo hacía sonriendo para quitarle animosidad al gesto. No perdonaba una fiesta de guardar con la excusa de que yo andaba perdido en las musarañas. Y así nos tiranizaba a todos los hermanos, sospecho que con la complicidad de nuestra madre. Había encontrado en nosotros una comodísima cantera de monaguillos y no se le ocurría modo mejor de mantenerla a raya. El resto de la pandilla ponía siempre a tiempo pies en polvorosa y luego todos se reían de nosotros por madrileños novatos.
En los primeros días del verano, su regañina siempre empezaba porque, entre misa y misa, me salía de la iglesia y, por pasar el rato, tras sentarme en el murete que la rodea y que se asoma al valle desde lo alto de la colina, me distraía leyendo tebeos de hazañas bélicas, del mago Mandrake o del Enmascarado. Don Pedro, que al principio me sorprendía acercándoseme de puntillas por la espalda, estaba convencido de que me detenía con excesivo y doloso cuidado en las viñetas en las que figuraban heroínas que los dibujantes habían pintado con formas exageradas. Aquellas redondeces exuberantes eran, me parece ahora, más fruto del apresuramiento del artista (o de sus propias pesadillas) que de un deseo de provocar en sus lectores sentimientos de lascivia. Pero era cierto, claro está, que en los años adolescentes yo hacía lo que podía por satisfacer la curiosidad que despertaba en mí el instinto.
«¿Qué andas mirando?», susurraría teatralmente don Pedro, agarrándome una oreja y sacudiéndome por ella. Y yo haría una confesión instintiva de culpa pasando la hoja con rapidez mientras giraba la cabeza en dirección al tirón de oreja por evitarme el dolor que me producían los dedos de don Pedro.
Al segundo domingo, recordada la lección, me iba más lejos, a la plazoleta trasera, lugar al que le resultaba más complicado seguirme. Pero don Pedro, sin inmutarse por la falta de pruebas, me esperaba luego en la sacristía y allí tenía reservado a mis orejas el mismo tratamiento. «¿Dónde te habías metido?», me preguntaba en tono acusador, siempre sonriente. Y yo, con la conciencia culpable, no sabía qué responder y me encogía de hombros con el sentido fatalista de lo inevitable. Además, como nos teníamos que confesar al menos un par de veces o tres durante el verano, don Pedro conocía bien nuestras flaquezas por más que en público hiciera el paripé de que confesor y párroco eran dos personas distintas. Y, claro, nos tenía condenados de antemano.
Cada uno de mis hermanos, salvo Sonia, fue sometido al mismo castigo un año tras otro. Pero, en el fondo, volver a ver al párroco al principio de cada verano era como reafirmar que estábamos vivos y dispuestos para la lucha por la libertad. Y, andando el tiempo, por el tabaco.
Sin embargo, la prueba de que todo estaba realmente en orden en aquellas llegadas al veraneo era concluyente si al borde de la carretera esperaba Vicente, el cabo de la Guardia Civil que, observándonos con imperiosa severidad, se balancearía sobre sus botines (en los años cincuenta, las cosas habían cambiado mucho y Vicente, en los días en que no tenía que moverse del pueblo, prescindía de los leguis y llevaba botines encerados) y tendría las manos prendidas en el lustroso doble correaje del uniforme. Bajo su tricornio reluciente, encajado hasta las espesas cejas negras, brillarían los ojillos pardos mirándonos atentamente; las puntas del fiero bigote, embetunadas y enrolladas por pulgar e índice hacia lo alto, darían, como siempre, la impresión de estar a punto de asaetear los mismísimos ojos de su dueño, tan rígidas las mantenía el cuidadoso aseo diario.