En aquellos años de infancia, Vicente nos infundía santo pavor. Es curioso que ahora recuerde su estampa de entonces como la de un tipo entrañable, cazurro y bonachón, hecho de pan ácimo y olivas, una verdadera caricatura a lo Bizet, no muy grande, pero ciertamente sólido. Todo él era redondo y tenía el estómago dilatado, supongo que por la cerveza y los garbanzos y la col y la carne de cerdo. Pero tenía la piel tirante y dura. Algunas veces, no muchas, apostábamos entre nosotros por ver cuál se atrevería a tocarle el bíceps. Entonces vencíamos el miedo y nos acercábamos a él con cualquier excusa. Disimulando como Dios nos daba a entender, nos las componíamos para tropezar con su brazo y aterrarnos al contacto con lo que nos parecía acero. Luego salíamos despavoridos a escondernos detrás del murete de la comarcal para reír nerviosamente de nuestra hazaña. Pero eso era cuando aún éramos muy pequeños.
Imponía Vicente en el pueblo su particular noción del orden público, a caballo entre lo justiciero y lo moral. Dirimía disputas, castigaba a novios que se hubieran hurtado un beso furtivo y les pedía la cumentación para tenerlos registrados en caso de que fueran reos de ulteriores desmanes, perseguía con ferocidad a los infractores de cualquier cosa y mantenía a raya a la chiquillería. Todo lo hacía con igual intensidad.
Hubo una vez en que fue a quejarse a Robert Graves porque un recién llegado a Deià, un americano que, de paso para el Nepal, había decidido quedarse un tiempo, leía demasiado. Pecado sin duda tolerable en un excéntrico como Graves que, por añadidura, llevaba leyendo en el pueblo toda la vida, pero de todo punto censurable en un forasté. Los forasteros, por razones que desconozco, tienen muchas culpas que expiar en Mallorca.
En otra ocasión, regresando de noche desde Valldemossa, mi padre, que iba al volante de un Pato Citroen, un famoso 15 ligero que teníamos entonces y que luego sustituyó a finales de los años cincuenta por un Opel Kapitan (y de la parte delantera de cuyo asiento trasero izquierdo sobresalía el molesto extremo de un muelle que se me clavaba siempre en la pantorrilla), casi chocó en una curva con un coche cuyo dueño, francés a juzgar por la matrícula, había aparcado olvidando encender las luces de posición. Nos dimos un susto de muerte. Mi padre, lo nunca oído, soltó una palabrota. Aún recuerdo aterrado que exclamó «¡carajo!». Después, recuperada la calma, prosiguió impertérrito el camino (pasé muchos años intentando imitar aquella capacidad de mi padre de mantener la imperturbabilidad: me parecía que sólo así se demostraba madurez). Al llegar a Deià detuvo el automóvil frente a la pensión y miró hacia donde Vicente fumaba, después de cenar, su Farias cotidiano.
– Cabo -dijo.
– Diga usted, don Javier -contestó Vicente.
– Hemos estado a punto de matarnos contra un coche aparcado allá atrás, a un par de kilómetros, un poco más acá de Son Galceran, con las luces apagadas. La matrícula es francesa.
– Vaya, hombre, don Javier. Estos forastés siempre jodiendo. Se creen que estamos en un país libre, ¿no? Ahora me acerco.
Mi padre sacudió la cabeza para no tener que responder a la humorada involuntaria de Vicente y todo siguió como si tal cosa. Un intercambio así era típico de ambos: los silencios y sobreentendidos de sus conversaciones de verano se convertían de este modo en el puente con el que salvaban el abismo de sus respectivas culturas y, naturalmente, de sus opiniones políticas.
Mi padre siempre decía «yo soy de Marañón». Aludía así al único liberal reconocible (y aceptado por el establishment) de los que se habían quedado en la España de Franco: el célebre endocrinólogo e intelectual Gregorio Marañón, y con ello reafirmaba sus propias convicciones liberales, por supuesto radicales y anticlericales, y su republicanismo de fondo. Así se hacía en la buena sociedad madrileña. Aunque persona de orden (que era como se las describía entonces), jamás se había identificado con las derechas y al final de la guerra civil incluso estuvo en un tris de que lo fusilaran. Sólo lo había salvado su noviazgo con mi madre, que era hija de un gobernador civil adicto al régimen.
Iba siempre de gris, menos el tiempo en que llevó luto por la muerte de su padre: aún lo recuerdo, enfundado en un traje cruzado completamente negro que fue su uniforme durante más de un año. Y todavía durante dos años más llevó corbata negra y una banda del mismo color en la manga izquierda de la chaqueta. En mi casa, las formas se respetaban a rajatabla. Mi padre no admitía discusión sobre ello ni sobre lo que constituía su voluntad y mi madre le apoyaba siempre tímidamente pero con firmeza. Una vez, papá me dijo en tono de broma: «Yo soy de Marañón, pero no olvides que libertad no es libertinaje y que lo mío es despotismo ilustrado. De modo que disponte a leer el Quijote.»
Nunca tuve una relación íntima con él. Jamás me dio un beso; sólo un apretón de manos en los momentos solemnes. Él, desde luego, no consideraba necesarias las efusiones o, creo, la relación cercana, igual que no consideraba conveniente el intercambio de opiniones entre un padre y un hijo; era impensable que un hijo llegara a ganar una discusión a un padre porque éste no estaba para discutir y titubear sino para marcar el camino. Jamás fui consultado, por ejemplo, sobre la carrera que estudiaría: yo era el mayor y yo sería quien heredara el bufete. Fue un sobreentendido desde antes de que acabara el bachillerato. Cuando estrenó el nuevo despacho en la calle de Velázquez de Madrid me llevó de oficina en oficina, de biblioteca en biblioteca (de horrorosas y labradas y oscuras maderas), diciendo: «Pronto todo esto será tuyo, Borja.»
Sólo la pleitesía rendida al mundo de la cultura, del que era paladín y mecenas, hizo que le resultara aceptable la carrera de concertista emprendida por mi hermano Javier. Y eso, sólo cuando comprobó su asombroso virtuosismo con el piano.
Esta forma de ser tal vez explique mejor que mil palabras la relación entre mi padre y el cabo de la Guardia Civil de Deià: se sustentaba sólo en la severidad y en el silencio, que alentaban un curioso respeto mutuo.
Vicente. Hoy está más cascado y ha dejado de fumar. Pero las guías del bigote siguen apuntando hacia lo alto, bien embetunadas y enrolladas. Dicen que un día, no hace mucho, el Rey pasó por el pueblo y, viendo a Vicente, detuvo el automóvil y le hizo señas de que se le acercara. Vicente, que se había puesto en posición rígida de saludo, acudió corriendo hacia el coche sin bajar la mano derecha de la sien. Sonreía anchamente. Nunca nadie en el pueblo le había visto sonreír con anterioridad.
– ¡A las órdenes de vuestra majestad, sin novedad en el puesto! -exclamó, jadeando un poco.
El Rey lo miró muy serio.
– ¿Qué hay?
– ¡Sin novedad en el puesto, majestad!
– Oye -dijo el Rey.
– ¡A las órdenes de vuestra majestad!
– ¿Usas betún para el bigote?
– ¡A las órdenes de vuestra majestad!
– Pues ten cuidado no te vayas a pinchar en un ojo, tú… Pero sigue así. Así tiene que ser.
Nuestro Hércules Poirot quedó tan entusiasmado que le costó gran trabajo volver a emprender sus tareas de protección y vigilancia con la misma seriedad de antaño. Y es que la sonrisa tardó días en borrársele.