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IV

El 4 de enero pasado fue el día escogido por Juan para darme la bienvenida colectiva y oficial.

El hijo pródigo había vuelto a casa y, perdonadas sus culpas, sería admitido nuevamente en el círculo raro, restringido, irrompible y un poco agobiante de lo que Marga describía como una pandilla veraniega trasnochada. En ocasiones como ésta es preciso pagar un precio y agotar una espera. En el carácter de las cosas está que el protagonista desconozca la cuantía de la penitencia y el ritmo de la demora. En mi caso había sido un mes, que yo había aguardado desde mi regreso a Ca'n Simó sin dar señales de impaciencia o hacer gesto alguno que denotara deseo de reconocimiento. Ya me llegaría la hora.

Eran momentos delicados en España. Franco había muerto un año antes y las cosas en Madrid estaban complicadas. Tras mi regreso definitivo de Londres me resultaba más conveniente restablecerme en Deià antes que en Madrid y supervisar el bufete desde allí. Había trabajado mucho en los años anteriores y, dejada la dirección del despacho en manos de uno de mis colaboradores, me disponía a empezar un año sabático o, lo que es lo mismo, me disponía a verlas venir.

Por lo tanto, mientras llegaba el tiempo de que mis viejos amigos mallorquines me acogieran de forma colectiva, me limité a llamar a casi todos uno a uno, a verlos por separado o agrupados, pero respetando siempre el hecho de que el viejo círculo aún no se había reunido de modo formal.

Bien mirado, sólo Andresito, con la nobleza de sus sentimientos a flor de piel, y Jaume, con su ironía escéptica y burlona, habían sido capaces de reanudar nuestras relaciones como si nada, ni siquiera el tiempo, hubiera pasado. Llamé; sabiéndolo, a uno y a otro al llegar y ambos acudieron inmediatamente a verme y a beber una botella de vino conmigo. Entonces, Andresito aún bebía, el día que deje de beber cerrarán dos o tres bodegas, solía decir; ahora lo ha hecho y dice que se encuentra mejor.

Siempre me había parecido que a Jaume, que despreciaba inteligentemente a la sociedad local, le resultaba divertido ver que un forastero la fustigaba -aunque fuera con un escándalo, y bien superficial que había resultado éste-. A Andresito, por su parte, le era simplemente imposible ser crítico con sus amigos. Volverlos a ver, igual que a Juan, mi cuñado, no había equivalido a un regreso porque de ellos nunca me fui.

Eran los demás los que debían pasarme la factura. Sabía que a Juan le tocaba oficiar de sumo sacerdote de una primera ceremonia que, sin ser la más importante desde el punto de vista social o desde el del número de asistentes, era la de mayor regusto sentimental. Tendría por fuerza lugar en la casa de Selva, lo que le prestaría un sabor agridulce que me divertía, claro, pero que al tiempo me resultaba cargado de añoranzas. Al fin y al cabo, la casa de Selva era la casa de Selva para Marga y para mí, llena de dolor y recuerdos.

Las ceremonias que siguieran a la celebrada por Juan, por poca gracia que me hicieran o escaso interés que me merecieran, eran el saldo que yo debía pagar por obtener la paz que buscaba al volver a Mallorca. Había empezado entonces un largo proceso durante el que, en cada uno de los salones sucesivos, todos fingirían sorpresa al toparse conmigo {por más que llevaran algo más de un mes sabiendo por los periódicos que yo había regresado a la isla y que, manteniéndome encerrado en un retiro oficial, se suponía que estaba preparándome para dar el salto que consagraría mi carrera política). Años atrás puede que hubiera desafiado a la sociedad local con mi indiferencia, jugando a ser el excéntrico por el que siempre me quise hacer pasar. Pero ahora ya no quería jugar a nada. Sólo deseaba apartar de mí los problemas y vivir sin sobresaltos los meses de paz que me quedaran, sin que me inquietaran, en silencio.

Para esta primera cena, Juan había escogido el lugar y los comensales con arreglo a lo que exigía nuestra tradición. No me sorprendió en ninguna de las dos cosas.

La casa que tiene en la plaza Maior de Selva (un pequeño pueblo que se encuentra en el centro de la isla, a menos de una legua de Inca) es tan típica de Mallorca y de su burguesía acomodada que difícilmente puede encontrarse nada más ilustrativo.

La plaza es un amplio rectángulo de cemento bordeado por calle. Tres de sus lados tienen una configuración muy definida: en uno están la iglesia, con la espectacular escalinata por la que se accede a ella, y la casa del párroco; en el frente se encuentra el ayuntamiento y, por fin, en el lado opuesto a la iglesia, está la casa de Juan. «Las tres fuerzas vivas del pueblo -dice con su voz bronca; cuando quiere ironizar arrastra además las últimas sílabas en un ronquido prolongado y, finalmente, ríe con aire cómplice-. El párroco, el alcalde y yo. -Se interrumpe un momento y luego, señalando con la barbilla la sucursal de la Banca March que está pegada a su casa, añade-: Bueno, las cuatro fuerzas vivas, ¿eh?» El cuarto lado del rectángulo está un poco más apartado del centro de la plaza: la calle es en este punto bastante más ancha y constituye un a modo de plaza secundaria que la práctica pueblerina ya no considera plaza Maior.

Había estado lloviendo durante toda la anochecida y quedaban grandes charcos aquí y allá sobre el asfalto de la calle y debajo de la gran arboleda. Pero el aire se había limpiado y no hacía frío pese a lo temprano de la fecha. De parte a parte de la plaza colgaban largos cables que sustentaban grandes estrellas hechas con bombillas multicolores y un cartel que rezaba «Bones festes». A aquella hora, serían las nueve de la noche, circulaba poca gente por el lugar; sólo unos cuantos jóvenes que iban bromeando entre ellos y riendo y dándose empujones.

Que Juan escogiera Selva como lugar en el cual debía producirse el rito iniciático de mi readmisión indicaba, por encima de todas las cosas, que me acogían ya sin reservas en Mallorca y no solamente en Lluc Alcari, en la intimidad de un pueblo lejano de la sierra profunda y no sólo en la superficialidad frívola de la buena sociedad. ¡Cuántas cosas me habían sido perdonadas entonces! Hasta los delitos peores (y algo tontos en mi opinión), esos que me habían tenido alejado tantos años, la muerte de mi padre y, sobre todo, mi traición a la pandilla y a Marga.

En la casa de la plaza Maior que yo conocía tan bien, viejo edificio de piedra decorado con maderas nobles, estuco y baldosa, me esperaban, lo supe en cuanto Juan me llamó para ir a cenar a Selva, por supuesto mi hermana Sonia, que para eso era la anfitriona; Biel y Carmen Santesmases; Jaume y Alicia Bonnín; Marga, que, aún bella como ninguna, me miraría con sus ojos violeta oscuro, rígidamente estirada, dolorosamente hostil; Andresito y Lucía Forteza; Domingo y Elena, y Javier, mi hermano, más increíblemente guapo que nunca.

Se encontraban en la sala que está al nivel de la calle, un saloncito con chimenea de altas paredes encaladas, maderas de mongoy oscuro y ángulos isabelinos. Estaban todos alrededor del fuego, unos de pie y otros sentados sobre los dos tresillos de respaldo de caoba y asientos de tela mallorquina estampada, de la que llaman «de lenguas», con los colores de brillante azul y hueso opaco. Hablaban, hasta que se abrió la puerta de la calle y entré en la salita, en voz muy alta, riendo fuertemente con las bromas de Jaume o con las ocurrencias de Lucía Forteza.

En el mismo momento en que los vi a todos en el fondo del aposento, aunque los hubiera ido viendo uno a uno a lo largo de las pocas semanas anteriores, los reconocí como grupo, les reconocí la ropa, la postura, el gesto. Y de golpe me pareció que, habiendo dado un gran salto hacia atrás en el tiempo, simplemente me encontraba llegando a la casa de Selva diez, doce, veinte años antes. Cuando entré bebían cava en unas delicadísimas flautas de cristal de Bohemia que, ironías de la vida, muchos años antes le había traído yo a Marga de uno de mis viajes a Praga.