Quedaron suspendidos en el espacio, inmovilizados de golpe por mi llegada, quietos durante la fracción de tiempo que necesité para hacerles una fotografía con la memoria: míos de inmediato. Tan estáticos pero tan vivos como los personajes de un cuadro pintado por Sorolla a principio de siglo, con sus pinceladas de blancos del Mediterráneo en Valencia, de verdes de los valles santanderinos, de luz cálida y muy azul, y sus encajes delicadamente ensombrecidos o sus camisas de algodón recién almidonado con olor a lavanda; un brazo desnudo, un escote en violento y luminoso escorzo cargando la escena de sensualidad. Desplazados del centro imaginario del lienzo (como habría mandado el orden de la composición estética), sus facciones, delgadas y angulosas o placenteramente redondas en el caso de Andresito, pero siempre aristocráticas, habían sido sorprendidas en un momento de abandonada elegancia, de liviana impertinencia.
Hubo un instante de silencio. Luego, Juan se volvió sonriendo y dijo:
– ¡Bueno, el hijo pródigo! Pasa, hombre, pasa… como si no conocieras esta vieja casa. ¡Venga!
Y de pronto me rodearon todos para reconocerme, darme palmadas, reír y saludar campechanamente. Marga fue la última en acercarse. Lo hizo despacio, como si, retenida por su rencor, tuviera que vencer la fuerza de un imán para conseguir aproximarse a nosotros.
Iba vestida de negro y, como siempre, severamente peinada con un sobrio moño que yo recordaba haber deshecho con travesura sensual una noche de hacía mucho tiempo. Entonces, libre de todo por un momento, había sonreído, había gritado sin contenerse y me había agarrado por las orejas y los costados de la cara para sacudirme, casi como si, al renacer repentinamente a tanto apasionamiento, hubiera extraviado la razón. Recuerdo bien aquel atardecer de verano en la carretera que nos llevaba a Selva. Nos íbamos empapando de la luz que se escondía aquí y allá detrás de los cipreses. Y más tarde, en la casa, cenando a solas, ella y yo como si fuera a durarnos siempre. Y luego en su habitación. Debajo de la camisola de lino, a Marga se le habían puesto los pechos duros como cristales.
Por eso no podía sorprenderme la hostilidad de Marga: yo le había despreciado tanto los sentimientos en aquellos días ya lejanos, que había quedado cristalizado su rencor. De la noche a la mañana le había obligado a controlar la pasión que llevaba apenas disimulada tras su aire altanero y su solemnidad. Se le tuvo que desgarrar la entraña, como cuando alguien que pretende levantar del suelo un peso excesivo se produce una hernia grande que le revienta el intestino. Ahora sé que debió de ser un milagro que no le estallara una de las venas que lleva enroscadas por los tendones del cuello. La sangre debía de correrle espesa, como veneno. Y, por fin, creo, se había puesto a odiarme y había trasladado a otro su capacidad de amarme.
Hoy, el pelo de sus sienes, fuertemente apretado, parecía, como siempre, estar tirando de sus ojos hacia atrás, achinándolos en estanques interminables que se desaguaran hacia el misterio y que la luz del atardecer hubiera hecho malva.
Le cogí la mano derecha entre las mías, como tantas otras veces, y se la besé. No dijo nada. Ni siquiera hizo ademán de retirarla.
– Enhorabuena, Marga -Sonreí-. Te llevas una buena pieza, ¿eh, Javier? -añadí mirando a mi hermano-. Lo mejor de la familia. -Y los dedos de Marga se ablandaron de pronto, como si se les hubieran fundido los huesos, y su mano se escurrió de entre las mías, como arena.
– ¡Qué bárbaro! ¡Pero si estás igual que siempre! -dijo Lucía-. Te has hecho un lifting, seguro.
– ¿A la edad que tenemos? Venga, Lucía. ¿Ya estás pensando en eso? Mujer, no tienes ni una arruga -contesté-. Es más, no la tendrás nunca a juzgar por cómo lo llevas, ¿no? Porque hay que verte. Se diría que tienes quince años.
Rieron todos. Hasta Marga sonrió echando la cabeza hacia atrás.
– Va, va, bromista.
– Ven aquí, Javier, anda, que estás hecho un querubín. ¿No te dije ayer que te cortaras el pelo? -Mi hermano se acercó sonriendo con timidez, como hacía siempre, y le pasé el brazo por la espalda hasta agarrarle el bíceps. Se lo apreté fuerte y le sacudí con cariño-. ¡Eh, tú! Que esta cena no es para mí ni para estas tonterías de mi regreso, es para ti, hombre, que te casas porque quieres y has encontrado la felicidad, ¿eh? -Miré a Marga y luego a Elena, mi ex cuñada. Elena sonrió y se encogió de hombros.
– La verdad es que sí -dijo Javier con su voz suave. Apartándose un poco de mí, se pasó la mano abierta, con los dedos bien separados, por el pelo que le caía sobre la frente en una gran onda dorada. Me miró y no dijo más.
– Venga, que éste ha llegado tarde -interrumpió Juan-, y va a estar lista la porcella sin que hayamos tomado el aperitivo. Vamos a bajar a la bodega, venga.
Del fondo de la sala, en el lado opuesto a la entrada desde la calle, se accede al comedor de la casa bajando un escalón y pasando por una puerta de madera casi negra que, en la parte superior, tiene dos cuarterones de cristal tapados pudorosamente por sendas cortinas blancas hechas a mano, como de pasamanería. En el dibujo de cada cortina hay un gato jugueteando con lo que aparenta ser una madeja.
El comedor es un rectángulo que se extiende por igual a derecha e izquierda de la puerta. En la pared de enfrente, en el ángulo izquierdo, se encuentra el acceso a la cocina y directamente frente a la puerta de la sala, la salida al patio. A través de los cristales se divisa el brocal del pozo. Es de piedra de mares que el tiempo ha puesto de color rosa.
Una enorme mesa rectangular ocupa todo el centro de la habitación y detrás de cada extremo de ésta hay un pesado aparador de madera negra. En las paredes, por todos lados, cuelgan grabados con motivos religiosos y anacrónicas vistas de Tierra Santa más imaginadas por el autor que fieles al paisaje verdadero. Los marcos son de madera arabescada y las tintas y los papeles están muy manchados por efecto de la humedad y amarillentos por el paso del tiempo. Un gran espejo isabelino cuelga en el único espacio que queda libre de tanta imaginería religiosa. Y es que a la muerte del padre de Juan y de Marga, que había sido notario de Selva, habían ocupado la casa dos ancianas y remotas tías de ambos que dedicaban sus vidas a cuidar de un hermano, tan viejo como ellas, que era el párroco del lugar. Habían muerto, primero el párroco y luego la hermana más joven y por fin la más vieja, en el espacio de seis meses.
A nuestra izquierda se encontraba la escalera de bajada al celler, una bodega perfectamente cuadrada en la que sólo había nichos y estanterías para las botellas en una de las paredes. De las restantes, todas recién encaladas y mantenidas con pulcritud, colgaban utensilios de la más variada naturaleza, extraños aparejos para la matanza, viejas lámparas de aceite, cacerolas agujereadas para meter caracoles, ganchos de los que colgar embutidos. También había dos grandes prensas para hacer queso, un enorme brasero en el que ardía cisco hecho del orujo graso de la aceituna y dos mesas alargadas (más tableros viejos que otra cosa), cubiertas en esta ocasión de vasos, botellas de vino, galletas untadas de sobrasada, trozos de queso curado en la misma casa y coca de verdura y de trampó. El vino, de Binissalem, rosado o tinto era de la crianza de Juan, igual que un blanco muy seco del Penedès. Este hombre tenía viñedos por todos lados.
– Blanco -me dijo Jaume, dándome un vaso lleno de vino del Penedès.
Sonrió, mirándome con los ojos muy negros, sabiéndose mi único cómplice en aquella reunión. Y como él, reviví de golpe las horas que la noche anterior habíamos pasado en casa, discutiendo frente al fuego de la gente y de las ideas y de los sentimientos y de la historia de las civilizaciones antiguas del Mediterráneo, que es lo que de verdad nos importa a los dos. Alicia, con sus ojos de gacela inocente y sus gestos pausados llenos de gracia, nos había hecho infusión de yerbaluisa, de la que hay en mi jardín, y se había sentado para guardar silencio y escuchar.