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– Y sobrasada -añadió Marga secamente al ofrecimiento de vino, como si cumpliera con un rito desagradable.

Cambié la mirada de Jaume a ella. El timbre algo ronco de su voz de mezzosoprano le salía raspándole la garganta, del fondo de la entraña, deslizándose por entre mil recovecos de pasión. Recordé instantáneamente cómo otrora me habían enloquecido y de qué modo, antes de asustarme como un merodeador culpable, me había dejado enredar en ellos. Debí de sacudir la cabeza al pensarlo porque Marga apartó de mí la bandeja de sobrasada, creyendo sin duda que yo había hecho un gesto negativo.

– Dicen que la casa que te has hecho en Ca'n Simó está muy bien. -Biel Santesmases me miró con curiosidad.

Sonreí.

– Me toca a mí la siguiente cena. La haremos en casa y así la veis.

– No sé cuál es -dijo Carmen Santesmases.

– Huy -dijo Lucía-, que no sabes cuál es. Si estuvimos juntas hace nada, mirándola desde el camino nuevo.

– Ah, ésa. Ya. -Y con el mismo tono, como si no hubiera confirmado su indiferencia un momento antes-: La terraza está bien, pero no me gusta la orientación del porche, la verdad. Yo lo habría puesto mirando francamente hacia el mar.

Hubo un silencio.

– ¿Sabes lo que me dijo uno de Deià el otro día? -pregunté a Juan. Me miró sonriendo, con el vaso de vino levantado-. Me dijo que tampoco conocía la casa. Y luego añadió que, de todos modos, no le gustaba cómo estaba quedando el salón.

Rieron todos de buena gana. Carmen resopló.

– No sé de qué os reís, la verdad. No sabía cuál era. En serio -repitió, lanzando una mirada de advertencia a Lucía-. ¡Cómo sois!

– ¿Qué haces ahora? -me preguntó Biel.

No había cambiado nada. Estaba tal vez un poco más encorvado, aunque, con su altura, no se le notaba mucho. Siempre pensé que era buena persona. Un buen profesional con poca imaginación que se tomaba a sí mismo demasiado en serio y que, con el éxito de su bufete, había decidido que las responsabilidades le pesaban en exceso. Por eso, el breve paso de los años le tenía encorvada la espalda, condena deliberada de su propia importancia.

– Nada. Escribo, paseo, miro al mar, reflexiono.

– Ya sé que escribes. Te leo. Y, si vives en Lluc Alcari, pasearás y mirarás al mar. Pero ¿a qué te dedicas ahora?

– A nada más, Biel, de verdad. Ésa es mi vida. Así me la quise organizar. Bueno…, lo cierto es que volví a Lluc Alcari por eso.

– En realidad -dijo Juan con malicia-, espera. Está encerrado esperando a que le llame Adolfo Suárez y le haga ministro de Justicia… y de ahí, quién sabe.

– ¡Qué tontería! -exclamé-. No espero nada de eso; Simplemente he vuelto para refugiarme aquí y que me dejen en paz.

Juan me miró y no dijo nada. Me había visto pensativo últimamente cerca de casa yendo más de una vez de paseo con Daniel, cuidándome, con alguna impaciencia irritada; de su diminuta zancada, no fuera a tropezar en la maleza, tratando incómodamente de amoldar mi lenguaje al suyo, explicándole con cierta solemnidad los nombres de las plantas y de las flores e intentando, no con demasiado éxito me parecía a mí, llegarle al corazón. El único que era capaz de alcanzarle la intimidad, de traspasar su barrera de hosca indiferencia infantil, era Domingo. En nuestros paseos llegábamos con frecuencia hasta la finca de éste e indefectiblemente, con su entusiasmo de las cosas sencillas, con su profundo y poco complicado amor a la tierra, Domingo contagiaba a Daniel de la pasión simple por las cosas tangibles del campo: las flores de azahar, las calas, los nenúfares del agua remansada, la forma de hacer pozos y de podar naranjos; había uno grande que tenía casi trescientos años y que había nacido como limonero; sólo decenas de injertos lo habían convertido en lo que ahora era; el padre de Domingo había colgado un columpio de una de sus pesadas ramas y a otra la había apuntalado para que no la venciera el peso y la desgajara del tronco.

Mi hijo atendía las explicaciones de Domingo con alguna solemnidad y, sin decir nada, se ponía en cuclillas para observar de cerca cómo una procesión de hormigas se llevaba el cadáver de una cucaracha; la empujaba con el dedo o se entretenía en poner alguna hoja en el camino de los insectos. Luego levantaba la cabeza y sonreía. Tiene los ojos color miel y, entonces, recién llegado de Inglaterra, tenía también grandes ojeras moradas y una fragilidad enfermiza en los brazos y las rodillas. En realidad no lo quería.

– Ya -dijo Carmen-. Y tienes contigo a tu hijo pequeño, ¿no?

– Sí.

– Bien majo que es -dijo Domingo.

– Es adorable y quiero adoptarlo -añadió Elena-. Domingo y yo lo cuidaríamos mejor que tú, seguro, que eres un desastre.

– Es muy tierno y da mucha pena, pobrecito -dijo Alicia.

– ¿El de la inglesa? -preguntó Carmen.

– Ese. No tengo otro.

Juan rió y Carmen, sorprendida en su curiosidad, no supo cómo sugerir que estaba interesándose por Daniel por pura educación, cuando los demás sabíamos que la guiaba su voraz tenacidad en el chismorreo.

– Leí tu último ensayo, ése sobre la forma del Estado democrático. Como no me lo regalabas fui a la librería y me lo compré -dijo Biel Santesmases.

Levanté las cejas en señal de interrogación.

– No, no, nada, me pareció interesante como todas las cosas que…

– ¿Sí? -dijo Marga-. A mí me pareció de las cosas pomposas y pretenciosas, falso, falso. Ya te veo señor ministro…

Giré la cabeza para mirarla y, como no recuerdo que se me subieran los colores, me parece que debí de palidecer. Una vez, antes de que ningún director de periódico hubiera aceptado aún mi primer artículo sobre la libertad o la democracia, no recuerdo, Marga, que había leído el borrador, me dijo que me mataría si no seguía escribiendo y defendiendo mis ideas y jugándomela frente a los fachas; así dijo, fachas. Era por teléfono y ella no me vio, pero hice un gesto de indiferencia porque entonces aún creía que un escrito que no hubiera supuesto para su autor el desgaste de algo de su entraña o, en tiempos de Franco, una estancia en la cárcel tenía poco valor. Y éste me había costado poco y encima sin pasar por la cárcel. Aquel primer artículo me había brotado de la pluma sin pensar, casi sin sentir, y, de haber sido realmente retador para la dictadura, no me lo habría publicado nadie. Por eso hoy creo que valía poca cosa, aunque me lo calle. Me parece que me lo aceptó el director del periódico porque en el ocaso del franquismo todos jugábamos a demócratas. En fin, la impertinencia poco justificada de Marga me molestó: con el paso de los años me he ido acostumbrando a la lisonja y mi primera reacción a la crítica, sobre todo si es certera, es de profunda y soberbia irritación. En este caso, además, su lanzada me sabía a traición de un secreto bien guardado durante años.

– Hale -dijo Jaume-. Marga se ha traído la escopeta cargada.

Marga se encogió de hombros, se dio la vuelta y se aprestó a subir la escalera hacia el comedor. «Voy a ver cómo va la porcella», dijo a guisa de explicación. Javier la miró con algo de angustia y luego volvió los ojos hacia mí. Le hice un gesto de indiferencia, como si quisiera decirle «bah, ya se le pasará».

Juan me miraba en silencio.

– No te lo tomes a mal. Lleva unos días de mal humor y ya sabes cómo se pone -dijo Andresito para quitar hierro al exabrupto.

– No me lo tomo a mal, Andresito. -Miré a Javier-. Es como una hermana gruñona, siempre peleándose con los que la quieren… -Javier sonrió aliviado.

– Con esto de la boda -añadió mi hermana Sonia, también con aire de querer apaciguar los ánimos-, está cansada… Se agita demasiado.

– Es verdad que nunca os llevasteis demasiado bien -dijo Lucía. No era una pregunta-. Desde chavales que andábamos peleando todos…