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– ¡Qué cara más dura! ¡Parece imposible! -dijo la señora de Claudedeu-. ¿Y qué dijo él?

– Nada, ya veréis. La de Rocagrossa fue muy astuta. En vez de llamar a su marido, llamó a Cortabanyes y él la sacó del lío.

– ¿Y tú cómo lo sabes? -dijo la señora de Savolta-. ¿Te lo ha contado Cortabanyes?

– No, él no revelaría estas cosas. Son secreto profesional. Lo he sabido por otro conducto, pero es seguro -sentenció la señora de Parells.

– Es un escándalo de padre y muy señor mío -dijo la señora de Claudedeu.

– ¿Y el inglés? -preguntó la señora de Savolta.

– No se sabe nada. También le dejaron ir y se volvió a su barco, como gato escaldado, sin ganas de volver a las andadas. Era un individuo sin importancia: un fogonero o algo por el estilo.

– ¿Por qué haría esa mujer una cosa semejante? -reflexionó la señora de Savolta.

– Cosas de la vida, mujer -dijo la señora de Claudedeu-. Es joven y medio extranjera: Tienen otra forma de ser.

– Además -añadió la señora de Parells-, está lo de su marido, no sé si lo sabéis.

– ¿Rocagrossa? ¿Lluís Rocagrossa? Pues, ¿qué le pasa?

– ¿Cómo? ¿No estáis enteradas? Dicen que…, en fin, que si le gustan los hombres…

– ¡Hija! -dijo la señora de Claudedeu-. Cada día incluyes uno de nuevo en tu lista.

– ¿Qué le voy a hacer? Los calo a la primera.

– Ay, chicas -dijo la señora de Savolta-, no comprendo cómo os gusta hablar de estos temas tan escabrosos. A mí me dan asco estas cosas. No lo puedo remediar.

– Ni a mí tampoco me gustan, Rosa -protestó la señora de Parells-. Os lo cuento porque me lo acaban de contar, pero no para disfrutar con estas porquerías.

– Vamos de mal en peor -dijo la señora de Claudedeu.

…Y ahora debo retener el temblor de mis dedos y refrenar la indignación y el bochorno que siento dentro de mí para relatar del modo más escueto, objetivo y desapasionado, los hechos, los hechos desnudos que acontecieron aquella noche fatídica, pocos días antes de la fecha prevista y ansiada para llevar a cabo la tan esperada, necesaria y justa huelga.

En el curso del conflicto que acabo de describir se había destacado entre los obreros un hombre llamado Vicente Puentegarcía García, hombre de carácter levantado y austero, equilibrado y enérgico, de recta intención y clara inteligencia y, además, de una probidad a toda prueba. Pues bien, a eso de la una de la madrugada del día 27 de septiembre del corriente año, el citado Vicente Puentegarcía García regresaba a su domicilio, sito en la calle de la Independencia, en la barriada de San Martín, completamente tranquilo y muy ajeno al espantoso atentado de que iba a ser objeto pocos minutos más tarde. La noche era deliciosa, apacible. En el cielo puro, límpido, sereno y azulado brillaban tímidamente algunas estrellas, y la democrática calle de la Independencia se veía solitaria, quieta, silenciosa. La plácida quietud y el callado reposo de aquella barriada sólo eran turbados de vez en cuando por las fuertes pisadas del modesto vigilante nocturno, Ángel Peceira, al hacer el recorrido de la demarcación a su cargo, sin que él, ni nadie, pudiera sospechar el trágico drama que en la soledad misteriosa se estaba incubando y que en breve se iba a desarrollar con la más segura impunidad.

A poco aparece un joven trabajador, recio, fuerte, robusto, de rasgos afilados y pletórico de vida y de ilusiones. Este joven trabajador es Vicente Puentegarcía García, quien, después de asistir a una asamblea de huelguistas, se retira a descansar alegre, confiado. Al llegar al cruce de dicha calle con la de Mallorca, Puentegarcía se para a conversar un rato y fumar un cigarrillo con el vigilante, del que se despide cariñosamente poco después.

A escasos metros del portal de su casa, dos hombres fornidos, de ojos amenazadores, se destacan de la sombra y avanzan hacia él. Puentegarcía se dirige inerme al encuentro de los dos hombres, lento, tranquilo.

– ¡Alto ahí! -exclama uno de ellos, el que parece tener más autoridad y cara de más grosero, de más canalla, de más bandido.

El obrero se detiene. Uno de los hombres consulta una lista proporcionada sin duda por los cobardes instigadores de aquel acto ruin.

– ¿Eres tú Vicente Puentegarcía García?

– Sí lo soy -responde Puentegarcía.

– Pues, síguenos -ínstanle aquellos esbirros inquisitoriales. Y tomándole con férreas manos por las muñecas lo conducen a un rincón apartado y oscuro.

– ¡No me traten así -clama Puentegarcía-, que no soy un criminal, sino un humilde obrero! Pero ya uno de los esbirros ha descargado un fuerte golpe sobre la cara del infeliz. Éste se contrae en una horrible mueca de dolor intenso.

– ¡Dale duro! -exclama el que parece dirigir la partida-. Así escarmentará de una vez por todas.

El desgraciado suplica con los ojos humedecidos por el llanto, pero la brutal tortura no cesa. Llueven los golpes y Puentegarcía se tambalea, mártir del terrible suplicio que los puñetazos le producen, cae al suelo ensangrentado y casi inconsciente. Aun tendido síguenle propinando puntapiés y puñetazos los dos asesinos. El infortunado Puentegarcía, al verse a los pies de aquellos facinerosos, sintió un estremecimiento convulsivo, vio ráfagas de luz, círculos luminosos y espadas de fuego.

Su desventurada esposa, que ha salido al balcón intranquila por la tardanza de su compañero, y advertida por el ruido, se lanza como una loca a la calle, deshecha en lágrimas, hendiendo los aires con puntiagudos y atravesantes gritos de dolor, de consternación tremenda. Los cobardes verdugos huyen al verla venir. Atraído por los gritos acude el honrado sereno. Entre ambos transportan al lecho el magullado cuerpo del obrero, el cual, retorciéndose en un charco de sangre espesa y humeante, aún puede balbucear despreciativo: «¡Miserables! ¡Canallas!»

Al día siguiente no comparece al trabajo Vicente Puentegarcía García, que siempre había sido tan puntual, tan cumplidor, tan irreprochable. Su grave estado le impide advertir a sus compañeros del peligro que les acecha. Así caen, en noches sucesivas, los trabajadores Segismundo Dalmau Martí, Miguel Gallifa Rius, Mariano López Ortega, José Simó Rovira, José Olivares Castro, Agustín García Guardia, Patricio Rives Escuder, J. Monfort y Saturnino Monje Hogaza. Informada la policía de los atentados, ésta realizó pesquisas, pero los rufianes habían desaparecido como por ensalmo y ninguna de las pistas proporcionadas por las víctimas permitió su identificación. Aunque los nombres de quienes movían los hilos de este sangriento e infame teatro de marionetas estaban en el pensamiento del pueblo, nada se pudo probar contra ellos. La huelga no se llevó a cabo y así se cerró uno de los más vergonzosos y repugnantes capítulos de la historia de nuestra querida ciudad.

Por la bruma del barrio portuario deambulé con los sobres a lo largo de aquel septiembre monótono y caliginoso. La primera noche me costó dar con la tasca porque había ido en coche la vez anterior y apenas me había fijado en el trayecto seguido. Encontré a los forzudos y a la gitana finalizando la cena. Ellos me saludaron con alegría. Yo advertí que María Coral, sin afeites, vestida con un sencillo traje de costurera y alejada del ambiente lúbrico de cabaret, distaba mucho de producir el efecto subyugarte que más de una noche me había estimulado. Sin embargo, reconocí, la sonrisa y el hablar de la gitana conservaban el mismo desparpajo que me turbaba.

– Me gustaste la otra noche, ¿sabes? -me dijo María Coral.

Yo había ido a cumplir una misión y tendí el sobre a manos de la gitana.

– ¿No viene tu amo esta vez? -me preguntó con sorna.

– No. Así quedamos, si mal no recuerdo.

– Así quedamos, pero me habría gustado verle. Díselo mañana, ¿te acordarás?

– Como quieras.

La segunda vez que fui a casa Alfonso no llevé un sobre, sino dos. María Coral se rió, pero no hizo comentario alguno al respecto.