J. D. ¿Dio usted estas mismas razones a Lepprince?
M. Sí.
J. D. ¿Con estas mismas palabras?
M. No.
J. D. ¿Cuáles fueron sus palabras exactas?
M. No recuerdo.
J: D. Haga un esfuerzo.
M. Le pregunté…, le pregunté si era un trabajo semejante al que habíamos realizado la vez anterior.
J. D. ¿Entendió Lepprince lo que usted quería decir?
M. Sí.
J. D. ¿Cómo lo sabe?
M. Se puso a reír y me dijo que no tuviera miedo alguno, que podía estar presente en todas las fases de la operación que proyectaba e interponerme en cualquier momento y ante cualquier eventualidad; siempre que algo me pareciera oscuro.
J. D. ¿Y así lo hizo?
M. Sí.
J. D. ¿Localizó a Pajarito de Soto con facilidad?
M. Lo localicé, pero no con facilidad.
J. D. Cuente cómo lo hizo.
¿Para qué? Fueron largas jornadas de caminatas fatigosas, renuentes conversaciones, infructuosos sobornos, agotadoras esperas, seguimientos errabundos y estériles hasta que di con la pista verdadera. Yo buscaba el éxito a cualquier precio, no tanto por quedar bien ante Cortabanyes como por complacer a Lepprince, cuyo interés en mí me abría las puertas a expectativas imprevistas, a las más disparatadas esperanzas. Veía en él una posible vía de salida al marasmo del despacho de Cortabanyes, a las largas tardes monótonas e improductivas y al porvenir mezquino e incierto. Serramadriles era mi conciencia, la voz de alerta si mi ánimo decaía o me dejaba dominar por la abulia o el desaliento. Decía que Lepprince era «nuestra lotería», el cliente a quien hay que mimar y complacer, con quien hay que ser obsequioso y útil hasta la oficiosidad, eficaz en apariencia y leal por interés, a toda costa. Me pintaba un futuro sórdido y odioso a las órdenes de un Cortabanyes cada vez más viejo, más irritable y más dejado de la mano de la fortuna. Me pintaba, en cambio, un panorama esplendoroso de la mano de Lepprince, en las altas esferas de las finanzas y el comercio barceloneses, en el gran mundo, con sus automóviles, sus fiestas, sus viajes, su vestuario y sus mujeres, como hadas, y un caudal de dinero en monedas deslumbrantes, tintineantes, que manaban de los poros de esa bestia rampante que era la oligarquía catalana. Por esos vericuetos, hastiado de horas perdidas sin provecho y sostenido por el anhelo, di con Pajarito de Soto una noche, a mediados o a finales de octubre, en una casa señorial y ruinosa de la calle de la Unión, donde tenía un aposento realquilado. Había llamado a muchas puertas y recibido muchos chascos, por lo que mi voz era ya cansina cuando pregunté si allí vivía el periodista. Me había respondido una mujer joven, de sonrisa hermosa. Aún no sabía que se llamaba Teresa ni que, andando el tiempo, seria el primer gran amor de mi vida. Vuelve la imagen de aquel instante a mi mente como restos de un naufragio que las olas arrojaran a la playa. Era un aposento rectangular, muy grande y poblado por un laberinto de muebles heterogéneos que hacían de la estancia una especie de vivienda sin tabiques. Los muebles se agrupaban en torno a centros surgidos de la necesidad (la reiterada teoría de la necesidad): en un rincón había una cama de matrimonio deshecha, dos mesillas de noche, una lámpara de pie y una cunita donde dormía un niño; en el rincón opuesto habla una mesa circundada de sillas de tamaños dispares; esparcidos, dos butacones de harapienta tapicería y muelles protuberantes, una biblioteca de plúteos combados, un armario entreabierto, una consola esquinera y coja y un aparador barrigón. El piso estaba sembrado de libros y periódicos amontonados que habían invadido en mayor o menor grado la superficie de varios de los muebles. Presidía la estancia una estufa ventruda de la que irradiaba un calor atenazador, «para que no se resfriara el niño». En uno de los butacones dormitaba Domingo Pajarito de Soto. Parecía de corta estatura, como era, cabezudo y cetrino, con el pelo negro y brillante como tinta china recién vertida, manos diminutas y brazos excesivamente cortos aun para su exigua persona, ojos abultados y boca rasgada y carnosa, nariz chata.y cuello breve: una rana. Se sorprendió al ver me y aún más cuando le dije que había leído sus artículos en La Voz de la Justicia y que gente importante, cuyos nombres no estaba autorizado a dar, se habían interesado en él. Al principio supuso que serían los directores de una publicación o los organizadores de algún partido político. Le vi tan ingenuo e ilusionado que acabé por desvelarle a medias el secreto. No entendió, le cegaban sus ambiciones románticas. Recuerdo aquella tarde fría de noviembre y a Pajarito de Soto tieso al borde de su silla, perdido al fondo de la mesa de juntas, en la sala-biblioteca. Lepprince se mostró cordial y respetuoso, alabó “su estilo incisivo” y su valor; rechazó la versión que de los hechos había pintado y le hizo una sorprendente proposición: elaborar un estudio completo de la empresa Savolta desde el punto de vista del trabajador: condiciones de trabajo, producción, salarios, crisis y huelga. Le ofreció libre acceso a todas las dependencias fabriles y administrativas, toda la información y ayuda necesaria; tanta, aseguró, «como recibía el propio Savolta». Le garantizó la impunidad y la libre publicidad de cuanto deseara escribir al respecto. Le pidió, a cambio, que no diese a conocer sus conclusiones al público hasta haber ofrecido a los directivos “la oportunidad de corregir las fallas”. Le anunció, para el término de su estudio, la convocatoria de una reunión o asamblea mixta, de capital y trabajo, en la que se discutirían «contando con su presencia» los problemas planteados por el cambio de las circunstancias. Le prometió, a cambio de sus servicios, “la cantidad de cuarenta duros”. En conjunto, era más de lo que Pajarito de Soto podía esperar y lo aceptó emocionado. Confieso que al principio yo sentí miedo por él. Pero Lepprince reiteró su promesa de no emplear coacción alguna sobre el periodista. Tuve fe en su palabra de caballero y no me opuse a la transacción. Ni creo que Pajarito de Soto hubiese aceptado, en aquellos momentos, advertencia de ningún tipo. Cuando nuestra amistad se hubo afianzado, en frecuentes charlas y paseos, le recordé lo inestable de su posición, entre dos fuegos. Lo hacía en parte por afecto y en parte asumiendo los temores que, a solas, me confiaba Teresa. No hizo caso: quería realizar una labor positiva y veraz; era simple de alma e intención, quería un futuro claro para su hijo, un horizonte nimbado de trabajo, prosperidad y plenitud. Juntos hicimos y deshicimos planes de amplio alcance, no sólo individuales. Discutimos minucias hasta el amanecer, recorrimos cada uno de los rincones de la ciudad dormida, poblados de mágicas palpitaciones. Si encontrábamos un portal abierto nos introducíamos en el tenebroso zaguán alumbrándonos con una cerilla y remontábamos las escaleras hasta la azotea, desde donde contemplábamos Barcelona a nuestros pies. Domingo Pajarito de Soto se sentía, y su impresión no andaba desencaminada, el diablo cojuelo de nuestro siglo. Con su dedo extendido sobre las balaustradas de los terrados señalaba las zonas residenciales, los conglomerados proletarios, los barrios pacíficos y virtuosos de la clase media, comerciantes, tenderos y artesanos. Juntos vaciamos muchas botellas de vino, vivificador por las noches y vengativo al despertar; asistimos a reuniones políticas, defendimos a la par ideologías comunes, siempre distintas, más por amistad que por convicción.
Nunca supe antes ni he sabido después lo que significaba un amigo. En cuanto a Teresa, ya dije que fue mi gran amor. Nos veíamos a diario, con cualquier pretexto que me sirviera para salir desbocado del despacho y no regresar en un par de horas. La primera vez que me llamó lo hizo como amiga y en ese tono se mantuvo la entrevista. Una vecina complaciente se había hecho cargo del pequeño. Me citó en una lechería próxima a su casa, un local largo y estrecho, dividido en dos mitades por una celosía de madera. La primera mitad tenía un mostrador de mármol desportillado donde una mujer gorda fajada en un delantal de hule amarillento despachaba leche, queso, mantequilla y otros productos. Tras la celosía se agrupaban cuatro mesitas pegadas a la pared, a lo largo de la cual había un banquillo adosado. Parejas jóvenes ocupaban las mesas: estudiantes, menestrales, mancebos y aprendices de corta edad acompañados de camareras, doncellas, dependientas, mecanógrafas, enfermeras y operarias. Hablaban en susurros, abrazados, o se besaban y manoseaban protegidos de la curiosidad recíproca por la débil luz que recibía el reservado y por la complicidad de una picardía comúnmente compartida. Teresa me recibió con discreta afabilidad, me pidió disculpas por el lugar y alegó haber prometido a su complaciente vecina no alejarse, lo que justificaba la elección de la lechería por ser el establecimiento más próximo a su casa. En la charla, que debió durar más de una hora, me reveló los temores en relación con el trabajo de su marido y la obstinación de Domingo en no atender a razones. Yo le dije que no veía tal peligro a menos que Pajarito de Soto cometiera una imprudencia grave. Se mostró aliviada por mis palabras y la conversación tomó un tono más generaclass="underline" hablamos de la vida dura en las ciudades, del ingrato esfuerzo por abrirse camino, de la responsabilidad de tener un hijo y del futuro sombrío de nuestra sociedad. Al término del diálogo me pidió que no insistiera en acompañarla y que abandonase la lechería primero, sin aguardarla fuera o seguirla. Manifesté que así lo haría y le tendí la mano, pero ella se aproximó a mi rostro y me dio en los labios un beso de los que sólo en los sueños de los solitarios sin amor se dan y se reciben. Así comenzó una larga serie de salidas y paseos, al amparo de la vecina complaciente, de la negligencia disciplinaria de Cortabanyes y de las ausencias prolongadas de Pajarito de Soto, ahogado en su trabajo, en su fábrica y en sus locas teorías. Teresa quería de corazón a su marido, pero la convivencia le resultaba ardua: él era un hombre bueno, pero inconstante, nervioso e irresponsable, ciego para todo lo que no fuesen sus ideales reformistas, absorto en la meditación y elaboración de proclamas, denuncias y reivindicaciones; oscilaba entre violentos estados de avasalladora energía creativa y súbitas depresiones que le sumían en el malhumor y el silencio. Teresa sufría callada el desamparo y, en cierta medida, el miedo a las bruscas y despóticas reacciones de su marido, insegura y desprotegida. Yo, por mi parte, también sufría. Mis experiencias anteriores en el terreno amoroso eran nulas: alguna furtiva incursión nocturna y largas horas de imaginación febril. En cierta ocasión, intentando comprender la incapacidad de su marido, le hablé de la dificultad de amar, del lenguaje imposible y los gestos indecisos y las palabras que quieren decir y no dicen y las miradas que quieren expresar y no expresan. En realidad, hablaba de mí, de mi desconcierto ante la vida y de mis tanteos desesperados en el centro de todas las encrucijadas del mundo. Y así, dividido y torturado, transcurrieron semanas inolvidables: de día callejeaba con Teresa, o íbamos a bailar o a la lechería que vio el inicio de nuestra plática, y por las noches discutía y me emborrachaba con Pajarito de Soto en la taberna de Pepín Matacríos. Debo aclarar que mis relaciones con Teresa durante aquellas semanas no fueron adúlteras en la forma ni el fondo. Si hubo amor consciente, jamás afloró. Éramos almas unidas por la mutua necesidad de compañía y, si fingíamos los besos y ademanes del amante, lo hacíamos para crear un mundo ficticio de cariño que materializase nuestros sueños, como el niño que cabalga a horcajadas en el brazo de una butaca en busca de aventuras tocado con un gorro de papel y enarbolando el mango de una escoba. Las pocas veces que nos reunimos los tres, Pajarito de Soto, Teresa y yo, no nos afligía la culpabilidad. Yo me ruborizaba por el súbito temor a descubrir nuestro secreto y me mostraba hosco y distante con Teresa, cosa que a Pajarito de Soto le producía una paradójica preocupación. Lamentaba que su mujer y yo no hiciésemos buenas migas y varias veces me hizo jurar que si a él le sucedía cualquier cosa yo tomaría bajo mi protección a Teresa y al niño. Ella se reía y se burlaba de nosotros, con una temeridad no exenta de malicia. Pero nuestras conciencias estaban tranquilas. Hasta que se produjo el desenlace con la contundencia de un cataclismo y la precisa combinación de una jugada de ajedrez. Sucedió pocos días antes de Navidad. Yo estaba trabajando y luchando contra el sopor que me había dejado la noche anterior cuando llegó la llamada. Serramadriles me tendió el teléfono, que tomé con una agitación cargada de presentimientos. Era Teresa. Quería que fuera urgentemente a su casa. No me dio razón, sólo un ruego desesperado. Acudí a la carrera. Ya por entonces conocía las farolas, los edilicios y el pavimento de la calle de la Unión como mi propia casa. Llamé a la puerta y su voz me hizo pasar. El aposento estaba en penumbra, sólo alumbrado por los débiles reflejos del carbón que ardía en la estufa. Antes de que mis ojos se acostumbrasen a la tenue luz, Teresa se arrojó en mis brazos y me cubrió de besos y caricias, murmurando palabras ardientes y enloquecidas, arrancándome la ropa, abriendo las suyas, hasta que nuestros pechos se juntaron trémulos y espantados. Sin decir una palabra nos desplazamos hasta la cama. En la cunita dormía el niño. Penetramos un instante en la tiniebla, torturando y padeciendo al mismo tiempo, identificando víctima y verdugo, como el torbellino ígneo que debió ser el universo en su principio, hasta que una mano gigantesca e invisible nos separó con la fuerza con que se agrietará el suelo al fin del mundo, y quedamos tendidos sobre la colcha, enlazadas todavía las piernas, nadando hacia la orilla de la conciencia, en busca del aliento perdido y del hilo de la razón. Vagamente oí una voz en la que reconocí a Teresa, una Teresa nueva, que me decía que me amaba, que la llevase conmigo, lejos de aquella casa, lejos de Barcelona, que por mí abandonaría a su marido y a su hijo, que sería mi esclava. Sentí un aguijón de dentro afuera. Por primera vez tuve miedo a ser descubierto, un miedo que me hizo dejar de sudar y me volvió la piel seca y rasposa. Ella me aseguró que Pajarito de Soto no volvería en varias horas. Era tarde y le pregunté la causa de la tardanza. Me dijo que la empresa para la que trabajaba, es decir, la empresa Savolta, o mejor, Lepprince, había convocado la famosa reunión o asamblea para las siete. Al oírlo comprendí el alcance de mi traición e imaginé a mi amigo doblemente abandonado. Me vestí, salí sin atender a los gritos y las súplicas de Teresa y llamé a un coche de punto. Era noche cerrada y un reloj señalaba las ocho y media. El coche me condujo a la estación. Allí tuve que aguardar veinte minutos a que arrancara el tren. Pronto éste adquirió velocidad y a poco de dejar la estación se adentró en los suburbios, en dirección a la zona industrial de Hospitalet. Yo contemplaba el paisaje con desasosiego, acurrucado en el fondo del vagón semidesierto para cobijarme de las corrientes de aire que me atravesaban el cuerpo. El clima debía de ser riguroso en el exterior porque me veía obligado a desempañar con la mano la ventanilla por el vaho que se condensaba y que, unido al hollín, formaba una cortina pantanosa y mugrienta. Trataba sin éxito de poner orden a mis ideas. Los suburbios que atravesábamos, y que yo desconocía, me deprimieron hondamente. Junto a la vía, y hasta donde alcanzaba la vista, se apiñaban las barracas sin luz, en una tierra grisácea, polvorienta y carente de vegetación. Circulaban por entre las barracas hileras de inmigrantes, venidos a Barcelona de todos los puntos del país. No habían logrado entrar en la ciudad: trabajaban en el cinturón fabril y moraban en las landas, en las antesalas de la prosperidad que los atrajo. Embrutecidos y hambrientos esperaban y callaban, uncidos a la ciudad, como la hiedra al muro. Eso recuerdo del viaje y que, al llegar a mi destino, un andén gélido barrido por el viento, alquil