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a de madera. La primera mitad tenía un mostrador de mármol desportillado donde una mujer gorda fajada en un delantal de hule amarillento despachaba leche, queso, mantequilla y otros productos. Tras la celosía se agrupaban cuatro mesitas pegadas a la pared, a lo largo de la cual había un banquillo adosado. Parejas jóvenes ocupaban las mesas: estudiantes, menestrales, mancebos y aprendices de corta edad acompañados de camareras, doncellas, dependientas, mecanógrafas, enfermeras y operarias. Hablaban en susurros, abrazados, o se besaban y manoseaban protegidos de la curiosidad recíproca por la débil luz que recibía el reservado y por la complicidad de una picardía comúnmente compartida. Teresa me recibió con discreta afabilidad, me pidió disculpas por el lugar y alegó haber prometido a su complaciente vecina no alejarse, lo que justificaba la elección de la lechería por ser el establecimiento más próximo a su casa. En la charla, que debió durar más de una hora, me reveló los temores en relación con el trabajo de su marido y la obstinación de Domingo en no atender a razones. Yo le dije que no veía tal peligro a menos que Pajarito de Soto cometiera una imprudencia grave. Se mostró aliviada por mis palabras y la conversación tomó un tono más generaclass="underline" hablamos de la vida dura en las ciudades, del ingrato esfuerzo por abrirse camino, de la responsabilidad de tener un hijo y del futuro sombrío de nuestra sociedad. Al término del diálogo me pidió que no insistiera en acompañarla y que abandonase la lechería primero, sin aguardarla fuera o seguirla. Manifesté que así lo haría y le tendí la mano, pero ella se aproximó a mi rostro y me dio en los labios un beso de los que sólo en los sueños de los solitarios sin amor se dan y se reciben. Así comenzó una larga serie de salidas y paseos, al amparo de la vecina complaciente, de la negligencia disciplinaria de Cortabanyes y de las ausencias prolongadas de Pajarito de Soto, ahogado en su trabajo, en su fábrica y en sus locas teorías. Teresa quería de corazón a su marido, pero la convivencia le resultaba ardua: él era un hombre bueno, pero inconstante, nervioso e irresponsable, ciego para todo lo que no fuesen sus ideales reformistas, absorto en la meditación y elaboración de proclamas, denuncias y reivindicaciones; oscilaba entre violentos estados de avasalladora energía creativa y súbitas depresiones que le sumían en el malhumor y el silencio. Teresa sufría callada el desamparo y, en cierta medida, el miedo a las bruscas y despóticas reacciones de su marido, insegura y desprotegida. Yo, por mi parte, también sufría. Mis experiencias anteriores en el terreno amoroso eran nulas: alguna furtiva incursión nocturna y largas horas de imaginación febril. En cierta ocasión, intentando comprender la incapacidad de su marido, le hablé de la dificultad de amar, del lenguaje imposible y los gestos indecisos y las palabras que quieren decir y no dicen y las miradas que quieren expresar y no expresan. En realidad, hablaba de mí, de mi desconcierto ante la vida y de mis tanteos desesperados en el centro de todas las encrucijadas del mundo. Y así, dividido y torturado, transcurrieron semanas inolvidables: de día callejeaba con Teresa, o íbamos a bailar o a la lechería que vio el inicio de nuestra plática, y por las noches discutía y me emborrachaba con Pajarito de Soto en la taberna de Pepín Matacríos. Debo aclarar que mis relaciones con Teresa durante aquellas semanas no fueron adúlteras en la forma ni el fondo. Si hubo amor consciente, jamás afloró. Éramos almas unidas por la mutua necesidad de compañía y, si fingíamos los besos y ademanes del amante, lo hacíamos para crear un mundo ficticio de cariño que materializase nuestros sueños, como el niño que cabalga a horcajadas en el brazo de una butaca en busca de aventuras tocado con un gorro de papel y enarbolando el mango de una escoba. Las pocas veces que nos reunimos los tres, Pajarito de Soto, Teresa y yo, no nos afligía la culpabilidad. Yo me ruborizaba por el súbito temor a descubrir nuestro secreto y me mostraba hosco y distante con Teresa, cosa que a Pajarito de Soto le producía una paradójica preocupación. Lamentaba que su mujer y yo no hiciésemos buenas migas y varias veces me hizo jurar que si a él le sucedía cualquier cosa yo tomaría bajo mi protección a Teresa y al niño. Ella se reía y se burlaba de nosotros, con una temeridad no exenta de malicia. Pero nuestras conciencias estaban tranquilas. Hasta que se produjo el desenlace con la contundencia de un cataclismo y la precisa combinación de una jugada de ajedrez. Sucedió pocos días antes de Navidad. Yo estaba trabajando y luchando contra el sopor que me había dejado la noche anterior cuando llegó la llamada. Serramadriles me tendió el teléfono, que tomé con una agitación cargada de presentimientos. Era Teresa. Quería que fuera urgentemente a su casa. No me dio razón, sólo un ruego desesperado. Acudí a la carrera. Ya por entonces conocía las farolas, los edilicios y el pavimento de la calle de la Unión como mi propia casa. Llamé a la puerta y su voz me hizo pasar. El aposento estaba en penumbra, sólo alumbrado por los débiles reflejos del carbón que ardía en la estufa. Antes de que mis ojos se acostumbrasen a la tenue luz, Teresa se arrojó en mis brazos y me cubrió de besos y caricias, murmurando palabras ardientes y enloquecidas, arrancándome la ropa, abriendo las suyas, hasta que nuestros pechos se juntaron trémulos y espantados. Sin decir una palabra nos desplazamos hasta la cama. En la cunita dormía el niño. Penetramos un instante en la tiniebla, torturando y padeciendo al mismo tiempo, identificando víctima y verdugo, como el torbellino ígneo que debió ser el universo en su principio, hasta que una mano gigantesca e invisible nos separó con la fuerza con que se agrietará el suelo al fin del mundo, y quedamos tendidos sobre la colcha, enlazadas todavía las piernas, nadando hacia la orilla de la conciencia, en busca del aliento perdido y del hilo de la razón. Vagamente oí una voz en la que reconocí a Teresa, una Teresa nueva, que me decía que me amaba, que la llevase conmigo, lejos de aquella casa, lejos de Barcelona, que por mí abandonaría a su marido y a su hijo, que sería mi esclava. Sentí un aguijón de dentro afuera. Por primera vez tuve miedo a ser descubierto, un miedo que me hizo dejar de sudar y me volvió la piel seca y rasposa. Ella me aseguró que Pajarito de Soto no volvería en varias horas. Era tarde y le pregunté la causa de la tardanza. Me dijo que la empresa para la que trabajaba, es decir, la empresa Savolta, o mejor, Lepprince, había convocado la famosa reunión o asamblea para las siete. Al oírlo comprendí el alcance de mi traición e imaginé a mi amigo doblemente abandonado. Me vestí, salí sin atender a los gritos y las súplicas de Teresa y llamé a un coche de punto. Era noche cerrada y un reloj señalaba las ocho y media. El coche me condujo a la estación. Allí tuve que aguardar veinte minutos a que arrancara el tren. Pronto éste adquirió velocidad y a poco de dejar la estación se adentró en los suburbios, en dirección a la zona industrial de Hospitalet. Yo contemplaba el paisaje con desasosiego, acurrucado en el fondo del vagón semidesierto para cobijarme de las corrientes de aire que me atravesaban el cuerpo. El clima debía de ser riguroso en el exterior porque me veía obligado a desempañar con la mano la ventanilla por el vaho que se condensaba y que, unido al hollín, formaba una cortina pantanosa y mugrienta. Trataba sin éxito de poner orden a mis ideas. Los suburbios que atravesábamos, y que yo desconocía, me deprimieron hondamente. Junto a la vía, y hasta donde alcanzaba la vista, se apiñaban las barracas sin luz, en una tierra grisácea, polvorienta y carente de vegetación. Circulaban por entre las barracas hileras de inmigrantes, venidos a Barcelona de todos los puntos del país. No habían logrado entrar en la ciudad: trabajaban en el cinturón fabril y moraban en las landas, en las antesalas de la prosperidad que los atrajo. Embrutecidos y hambrientos esperaban y callaban, uncidos a la ciudad, como la hiedra al muro. Eso recuerdo del viaje y que, al llegar a mi destino, un andén gélido barrido por el viento, alquilé un simón desvencijado que me condujo a la fábrica Savolta. Que chapoteando en lodazales pestilentes, por avenidas oscuras, el triste carruaje de ultratumba inventaba su camino con paso inalterablemente lento. Que el aire enrarecido por emanaciones viciosas me corroía la garganta. No sé lo que llegué a pensar ni cuánto tiempo transcurrió. Sólo sé que llegamos a un edificio enorme, parecido a un circo metálico, que se marchó el coche y que di un rodeo buscando la entrada. Vi el automóvil rojo de Lepprince junto a la puerta, me metí: era un pasadizo iluminado por quinqués. Me salió al encuentro un vigilante nocturno al que dije quién era y lo qué buscaba. Me hizo atravesar una nave silenciosa en la que había diseminados unos cucuruchos de lona que supuse que ocultaban las máquinas. Al trasponer otra puertecilla noté bajo mis pies el grosor de una alfombra. El vigilante se despidió y desapareció. Yo avancé por el pasillo alfombrado hasta otra puerta más grande, de madera. Empujé la puerta y me cegó la claridad. Estaba en una sala iluminada, de cuyas paredes colgaban cuadros. En el centro había una mesa larga, mucho más larga que la mesa de juntas donde trabajábamos la Doloretas y yo, y en torno a la mesa se sentaban unas treinta personas, la mitad de las cuales parecían obreros y la otra mitad directivos. Entre los directivos reconocí a Lepprince, y entre los obreros, a Pajarito de Soto. La reunión concluía cuando llegué; los ánimos estaban excitados. Un hombre grueso, que ocupaba el asiento contiguo a la presidencia, golpeaba la mesa con la mano produciendo un sonido seco, como si la mano fuese de hierro. Así supe de quién se trataba. El que presidía debía ser Savolta. Todos chillaban y se interrumpían y sobre todas las voces destacaba la de Pajarito de Soto, insultando, acusando, profiriendo amenazas contra los directivos y contra la sociedad. Comprendí lo que ya sabía, lo que había comprendido cuando Teresa me dijo dónde estaba su marido: que todo había sido un fraude, que Lepprince había estado jugando con Pajarito de Soto por motivos ignorados y que éste, en el último momento, se había dado cuenta de la superchería y había reaccionado con uno de sus violentos arranques que tanto asustaban a Teresa. Y comprendí que de haber estado yo allí desde el principio aquello no habría sucedido y que mi traición había sido completa e irreversible. No entendí nada de lo que discutieron. Creo más bien que había quedado atrás la fase de la discusión cuando yo llegué. Reinaba el desconcierto hasta que un obrero rogó a Pajarito de Soto que se callase y que no hiciese aún más comprometida su situación, que «bastante lata les había dado ya», y que les dejase arreglar por sí solos sus problemas. Patronos y obreros abuchearon a Pajarito de Soto, que abandonó la sala. Sólo Lepprince mantenía la calma y la sonrisa. Seguí a mi amigo por corredores y naves sin alcanzarle. Le llamé a voces. Fue inútil y sólo conseguí extraviarme. Me senté junto a un cucurucho de lona y rompí a llorar. La mano de Lepprince en mi hombro me volvió a la realidad. Era tarde, había que irse, la asamblea había sido pospuesta. Me llevó a casa en su coche. Al día siguiente no fui a trabajar; el otro era domingo y permanecí encerrado, sin salir a comer siquiera. El lunes decidí enfrentarme de nuevo a los hechos. Pajarito de Soto había muerto el sábado, cuando se reintegraba, de madrugada y medio borracho, a su hogar. Se hablaba de accidente, de atropello, de dos hombres enfundados en gabanes vistos a medianoche por alguien que lo comentó de pasada con el sereno, de una misteriosa carta que Pajarito de Soto fue a echar al correo, de que la mujer y el niño habían huido precipitadamente sin dejar dirección ni mensaje. La policía me interrogó. Les dije que no sabía nada, que no sospechaba lo que hubiese podido suceder. Me di cuenta, en medio de mi confusión, de que sería inútil lanzar sugerencias cimentadas en el aire. Tampoco estaba seguro de que Lepprince fuese responsable de aquella muerte. Antes de hablar tenía que hacer averiguaciones por mi cuenta. Por supuesto, no di un paso por encontrar a Teresa. Nada más lógico que su deseo de perderme de vista para siempre. Por otra parte, aun suponiendo que la encontrase, que me perdonase y que lográsemos borrar de nuestra memoria aquellos dramáticos acontecimientos, ¿qué podía ofrecerle? Yo era sólo un asalariado cuya única esperanza de subsistencia estaba puesta en Lepprince.