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– Yo no creí -decía-, y he de confesaron en esto mi error, que el tema de la charla que desarrollé anteayer fuese a levantar tanta polémica y tanta contradicción aquí y fuera de aquí. Era un tema que yo quería desarrollar, pero casi en familia, como algo tímido, como algo interno, no de los componentes del Partido, sino de todos los que han seguido de cerca, con más o menos interés, nuestra posición y que podían, en algún momento, compartir las inquietudes y las orientaciones del Partido. Tal vez me digáis, o alguien diga, en otro lugar, que las muestras de interés suscitadas por el tema de mi charla, que no por mi charla en sí, harto deficiente, prueban de modo irrefutable mi error. Yo no lo veo así, aunque me declaro presto a reconocer mis equivocaciones, que sin duda serán innumerables, y si hablo en ese tono que alguien pudiera tachar de pretencioso, es tan sólo en el convencimiento de que sacar a la luz los temas axiales del anarquismo resulta con mucho más beneficioso que los errores que pudiera cometer en el transcurso de mis aseveraciones osadas, no lo niego, pero cargadas de recta intención.

Lepprince, con una copa en la mano, callaba y miraba, con la espalda contra el quicio de la puerta de la biblioteca, dominando ésta y el salón principal. Los invitados habían desorbitado las dimensiones de este último y se oían voces y risas en el vestíbulo. Unos criados hicieron correr los paneles de madera que comunicaban ambas piezas formando con ello una sola de gran tamaño. El vestíbulo fue iluminado.

– Por lo menos debe de haber aquí doscientas personas, ¿no te parece? -dijo Lepprince.

– Sí, por lo menos eso.

– Existe un arte -prosiguió-, aunque tal vez sea una ciencia, que se llama “la selección perceptiva”. ¿Sabes a lo que me refiero?

– No.

– Ver entre muchas cosas aquellas que te interesan, ¿entiendes?

– ¿Voluntariamente?

– Consciente e instintivo a partes iguales. Yo le llamaría un sentido perceptivo ambiguo. Por ejemplo, echa una ojeada rápida y dime a quién has visto: el primero que se te ocurra.

– A Claudedeu.

– Ya ves: en igualdad de condiciones, ése ha sido el primero. ¿Y por qué? Por su estatura, lo cual indica la participación del sentido visual. Pero ¿sólo por eso? No, hay algo más. Tú vas tras él desde hace tiempo, ¿no es así?

– Algo hay de cierto -respondí.

– No habrás creído la leyenda.

– ¿Del «Hombre de la Mano de Hierro»?

– El apodo forma parte de la leyenda.

– Quizá los hechos también formen parte, y en ese caso…

– Sigamos con el experimento perceptivo -dijo Lepprince.

JUEZ DAVIDSON. En la sesión de ayer usted reconoció haber practicado averiguaciones por su cuenta. ¿Lo ratifica?

MIRANDA. Sí.

J. D. Diga en qué consistieron esas averiguaciones.

M. Fui a ver a Lepprince…

J. D. ¿A su casa?.

M. Sí.

J. D. ¿Dónde vivía Lepprince?

M. En la Rambla Cataluña, número 2, piso 4. °

J. D. ¿Qué día fue usted a verle, aproximadamente?

M. El 24 de diciembre de 1917.

J. D. ¿Cómo recuerda la fecha con tanta exactitud?

M. Era la víspera de Navidad.

J. D. ¿Le recibió Lepprince?

M. Sí.

J. D. ¿Qué hizo luego?

M. Le pregunté quién había matado a Pajarito de Soto.

J. D. ¿Se lo dijo?

M. No.

J. D. ¿Averiguó usted algo?

M. Nada en concreto.

J. D. ¿Le reveló Lepprince algún hecho que usted desconocía y que juzga de interés para el procedimiento?

M. No…, es decir, sí.

J. D. ¿En qué quedamos?

M. Hubo un hecho marginal.

J. D. ¿Qué fue?

M. Yo no sabia que Lepprince había sido amante de María Coral.

– Era suave, frágil y sensual como un gato; y también caprichosa, egoísta y desconcertante. No sé cómo lo hice, qué me impulsó a cometer aquella locura. Me sentí subyugado desde que la vi, en aquel cabaret, ¿recuerdas? Me sorbió la voluntad. La miraba moverse, sentarse y andar y no era dueño de mí. Me acariciaba y hubiese dado cuanto poseo de habérmelo pedido. Ella lo sabia y abusaba; tardó en dárseme, ¿comprendes lo que quiero decir? Y cuando lo hizo, fue peor. Ya te lo dije, parecía un gato jugando con el ratón. Jamás se entregó por completo. Siempre parecía estar a punto de interrumpir… cualquier cosa y desaparecer de una vez por todas.

– Y eso hizo, ¿no?

– No. Fui yo quien le ordenó que se marchase. La eché. Me daba miedo…, no sé si me expreso. Un hombre como yo, de mi posición…

– ¿Vivía en esta casa?

– Prácticamente. Hice que abandonase a los dos perdonavidas con los que actuaba y la instalé en un hotelito. Pero ella quería venir aquí. Ignoro cómo averiguó mi dirección; aparecía en los momentos más inesperados: cuando yo estaba ocupado con una visita, cuando tenía invitados de compromiso. Un escándalo, ya te puedes figurar. Se pasaba el día entero… No, ¿qué digo?, ¡días enteros!, ahí, en ese sillón, donde tú estás ahora. Fumaba, dormía, leía revistas ilustradas y comía sin cesar. Luego, de pronto, aunque yo la necesitase, se iba pretextando que necesitaba ejercicio. No volvía en dos o tres, cuatro días. Yo temía y deseaba que no regresara, las dos cosas al mismo tiempo. Sufrí mucho. Hasta que un día, la semana pasada, hice acopio de valor y la puse donde la encontré: en la calle.

– ¿Lamenta usted su decisión?

– No, pero vivo triste y solo desde que se fue. Por eso me has encontrado en casa; porque no quise aceptar ninguna invitación ni ver a nadie conocido esta noche.

– En tal caso, será mejor que me vaya.

– No, por Dios, lo tuyo es distinto. Me alegra que hayas venido. En cierto modo, perteneces a su mundo para mí. Tu imagen y la suya están unidas en mi recuerdo. Tú la trataste, hiciste de intermediario. Una noche llevaste dos sobres en lugar de uno, ¿recuerdas? En el otro había una carta en la que le decía que necesitaba verla, que acudiese a cierto lugar a una hora determinada.

– Sí, ya me fijé en que había una duplicidad ilógica. Y que le causó un raro efecto la otra carta.

Lepprince guardó silencio con la vista fija en el humo del cigarrillo que subía denso en el aire tibio del saloncito.

– Quédate a cenar, ¿quieres? Me hace falta un amigo -dijo casi en un susurro.

JUEZ DAVIDSON. ¿No es raro que un hombre que investiga la muerte de su amigo acepte la invitación del presunto asesino?

MIRANDA. No resulta fácil explicar las cosas que suceden en la vida.

J. D. Le ruego que haga un esfuerzo.

M. Pajarito de Soto me inspiraba sentimientos de afecto y Lepprince…, no sé cómo decirlo…

J. D. ¿Admiración?

M. No sé…, no sé.

J. D. ¿Envidia, quizá?

M. Yo lo llamaría… fascinación.

J. D. ¿Le fascinaba la riqueza de Lepprince?

M. No sólo eso.

J. D. ¿Su posición social?

M. Sí, también…

J. D. ¿Su elegancia? ¿Sus maneras educadas?

M. Su personalidad en general. Su cultura, su gusto, su lenguaje, su conversación.

J. D. Sin embargo, lo ha pintado usted en anteriores sesiones como un hombre frívolo, ambicioso, insensible a cuanto no fuera la marcha de su negocio, y egocéntrico en alto grado.

M. Eso creí al principio.

J. D. ¿Cuándo rectificó su juicio?