J. D. ¿A dónde dice que fueron?
M. A un cabaret. Un local nocturno en el que…
J. D. Sé perfectamente lo que es un cabaret. Mi expresión fue de asombro, no de ignorancia. Prosiga.
Consistía en una sala no muy grande donde se alineaban una docena de mesas en torno a un espacio vacío, rectangular, en uno de cuyos extremos había un piano y dos sillas. En las sillas reposaban un saxófono y un violoncelo. Al piano se sentaba una mujer muy repintada y vestida con un traje ceñido, largo hasta los pies y abierto por el costado. Interpretaba la mujer una polca a ritmo de nocturno que interrumpió al entrar nosotros.
– Estaba segura de que no me fallarían -dijo enigmáticamente, y se levantó y vino hacia nosotros sonriendo, avanzando la pierna como si probase la temperatura del agua desde la orilla, con lo cual la pierna adelantada emergía de la abertura del vestido enfundada en una malla de reflejos vítreos. Lepprince la besó en ambas mejillas y yo le tendí la mano, que la mujer retuvo mientras decía-: Os daré la mejor mesa, ¿cerca de la orquesta?
– Lejos, a ser posible, madame.
La conversación era un poco absurda, pues sólo una de las mesas estaba ocupada por un marino barbudo y fornido que habla enterrado la cara en una jarra de ginebra y apenas si cesaba de bucear para respirar el aire polvoriento del local. Luego llegó un vejete muy fino, con la cara embadurnada de cremas y el pelo teñido de rubio cobrizo. Pidió una copita de licor que paladeó mientras se desarrollaba el espectáculo, y un tipo huraño, con gruesas gafas e inconfundibles rasgos de oficinista, que preguntó el precio de todo antes de beber, hizo proposiciones tacañas a todas las mujeres, sin éxito. Por entre la clientela vagaban cuatro mujeres semidesnudas, entradas en carnes, depiladas fragmentariamente, que circulaban de mesa en mesa entorpeciéndose las unas a, las otras, adoptando posturas estáticas por breves segundos, como fulminadas por un rayo paralizador. La que más asiduamente visitó nuestra mesa se llamaba Remedios, “la Loba de Murcia”. Pedimos a Remedios una jarra de ginebra, como habíamos visto hacer al marino, y aguardamos.
– Los alemanes bombardearon el barco en que viajaba. Y eso que sólo era un barco de pasajeros, fíjese usted. Hasta ese momento yo había simpatizado con los alemanes, ¿sabe, hijo?, porque me parecían un pueblo noble y guerrero, pero a partir de entonces, les deseo que pierdan la guerra de todo corazón.
– Es natural -dijo Lepprince, hizo una reverencia y se retiró. Un criado le ofreció una bandeja de la que tomó una copa de champán. Bebió para poder caminar sin verter el líquido y en aquel acto sorprendió las miradas de la señora de Savolta y de su amiga, la señora de Claudedeu, fijas en él. Sonrió a las damas y se inclinó de nuevo. Entonces advirtió junto a ellas la presencia de una joven que dedujo sería María Rosa Savolta. Era poco más que una niña de larga cabellera rubia. Vestía un traje de soirée de faya gris recubierta de una túnica de gasa blanca, fruncida, con corpiño y adornos de piel de seda negra, con las puntas rematadas de guirnaldas. Lepprince se fijó en los ojos grandes y luminosos de la joven Savolta que destacaban en la palidez de su cutis. Le dirigió una sonrisa más amplia que las anteriores y la joven desvió la mirada. Un hombre bajo y grueso, de calva brillante, se le aproximó.
– Buenas noches, monsieur Lepprince, ¿se divierte usted?
– Sí, desde luego, ¿y usted? -respondió el francés, que no había reconocido a su interlocutor.
– Yo también, pero no es de eso de lo que vine a hablarle.
– ¿Ah, no?
– No. Yo quería presentarle mis disculpas por nuestro infortunado encuentro.
Lepprince miró con más detenimiento al hombre: vestía con cierta inelegancia pueblerina, y sudaba. Le chocaron los ojos grises, fríos, ocultos bajo unas espesas cejas que parecían los bigotes de un oficial prusiano. Se dijo que no conseguía recordar aquellas facciones y que, sin embargo, esa noche experimentaba una inusitada perspicacia para captar el espíritu en los ojos de las personas. Presagio de acontecimientos.
– Lo lamento…, no recuerdo dónde nos hemos visto anteriormente, señor…
– Turull. Josep Turull, agente inmobiliario, para servirle. Nos vimos hace poco en…
– Oh, ya recuerdo, claro… ¿Turrull, dice usted?
– Turull, con una sola erre.
Estrechó la mano del desconocido y siguió recorriendo la sala por entre grupos de señoras enjoyadas, sedosas, aromáticas, que mareaban un poco a los caballeros. En la biblioteca contigua al salón se respiraba un humo agrio de cigarros puros y se mezclaban carcajadas ruidosas y risitas con el susurro del último chisme o la última anécdota de un personaje conocido.
– ¿Le tiraron tomates y huevos podridos?
– Piedras, una lluvia de piedras. Por supuesto no le pudieron alcanzar, pero el gesto es lo que cuenta.
– No se puede gritar vivas a Cataluña desde las ventanas del Círculo Ecuestre, ¿no les parece?
– Hablábamos de nuestro amigo…
Lepprince sonrió.
– Ya sé de quién hablan. Me contaron esa historia.
– De todas formas -dijo-, hay que tener la endiablada inteligencia de ese hombre para jugar con Madrid, con los catalanes y, por si fuera poco, con esos oficialillos descontentos.
– Que de poco le arrastran a Montjuic.
– Habría salido a las veinticuatro horas rodeado del fervor popular: un Maura con la aureola de Ferrer.
– No sea usted cínico.
– No le defiendo como persona, pero reconozco que media docena de políticos como él cambiarían el país.
– Habría que ver qué clase de cambio es ése. Para mí no hay mucha diferencia entre él y Lerroux.
– Coño, Claudedeu, no exageremos -dijo Savolta.
Claudedeu se congestionó.
– Todos son iguales: traicionarían a Cataluña por España y a España por Cataluña si eso les reportara un interés personal.
– ¿Y quién no haría lo mismo? -apuntó Lepprince.
– Silencio -atajó Savolta-, por ahí viene.
Miraron hacia el salón y le vieron atravesar en dirección a la biblioteca, saludando a derecha e izquierda, con la sonrisa prieta y el ceño fruncido.
Llevábamos mucho rato en el cabaret cuando empezó el espectáculo. Primero llegó un hombre que fue recibido por los eructos del marino y que resultó ser el instrumentista, es decir, el que se hacía cargo del saxófono y el violoncelo. Tomó este último instrumento y le arrancó unas notas lúgubres acompañado por el piano. Luego la mujer del piano se levantó y pronunció unas palabras de bienvenida. El marino había sacado de su bolsa de hule un bocadillo apestoso y lo mordisqueaba vertiendo de la boca migas y rumias sobre la mesa. El oficinista lóbrego, de las gruesas gafas, se quitó los zapatos. El vejete nos dirigía guiños. La mujer anunció al chino Li Wong, del cual dijo:
– Les llevará de su mano al reino de la fantasía.
Yo me agitaba molesto por el pistolón que sentía clavado en el muslo.
– Espero que su magia no le permita descubrir que vamos armados -murmuré.
– Causaría una pésima impresión -corroboró el francés.
El chino barajaba unos gallardetes de los que apareció una paloma. Ésta sobrevoló la pista y se posó en la mesa del marino a picotear las migas. El marino la desnucó con una macana y se puso a desplumarla.
– Oh, hol-lol -dijo el chino-, la clueldad del homble. El oficinista vicioso se aproximó al marino con los zapatos en la mano y le insultó.
– Haga usted el favor de devolver este animalillo a su dueño, desvergonzado.
El marino asió la paloma por la cabeza y la blandió ante los ojos del oficinista.
– Suerte tiene usted de ser cegato, que si no, le daba…
El oficinista se quitó las gafas y el marino le dio con la paloma en ambos carrillos. Rodaron los zapatos y el oficinista se agarró al borde de la mesa para no caer.